La fe como herramienta de poder, por Luis Ernesto Aparicio M.

A lo largo de la historia, la religión ha servido tanto para liberar como para subyugar. En nombre de Dios se han erigido imperios, se han producido guerras y masacres, pero también se han generado grandes movimientos de justicia y solidaridad. Pero en el contexto del resurgimiento de tendencias autoritarias en el mundo actual, estamos asistiendo a un fenómeno inquietante y es el uso instrumental de la religión como palanca para debilitar la democracia y consolidar regímenes autoritarios.
Rápidamente podemos echar un ojo: en regímenes como el de Vladimir Putin, el respaldo del patriarca Kirill, máxima autoridad de la Iglesia Ortodoxa Rusa ha sido crucial para legitimar invasiones, represión interna y la promoción de una moral conservadora que castiga la disidencia.
Aunque no están geográficamente cerca, India y Rusia comparten el continente asiático, en la India de Narendra Modi, el nacionalismo hindú no solo ha alimentado la marginación de minorías religiosas, sino que también ha creado un imaginario político donde criticar al gobierno es sinónimo de traición espiritual.
Y hay más de estos gobernantes, por ejemplo: en Turquía, Recep Tayyip Erdogan ha reformulado el papel del islam en la vida pública como un elemento de cohesión nacional bajo su control. Viktor Orbán, en Hungría, ha hecho de la defensa de los valores cristianos un estandarte para atacar a la Unión Europea y justificar leyes discriminatorias sobre todo en cuanto a la orientación sexual.
En todos estos casos, la religión se ha convertido en un aliado perfecto del autoritarismo porque ofrece un relato absoluto, incontestable, de miedo, donde las decisiones del poder se presentan como parte de un designio superior. Este recurso es especialmente eficaz en tiempos de incertidumbre, cuando las sociedades buscan certezas, y allí la religión, en manos del poder, puede suplirlas con respuestas simples a problemas complejos.
Curiosamente, hay excepciones que confirman esta tendencia desde otro ángulo. En Nicaragua y Venezuela, donde los regímenes de Ortega y Maduro han tenido relaciones conflictivas con sectores religiosos, el control autoritario no se apoya en una alianza explícita con la fe, sino en el debilitamiento de cualquier instancia moral que pueda cuestionarlos. Allí, se persigue a voces críticas dentro de la iglesia católica porque no son funcionales al poder. El punto en común sigue siendo el mismo: la religión es aceptada o eliminada en función de su utilidad para el control.
Este uso instrumental de la religión no sería tan eficaz si no encontrara terreno fértil en sociedades que, o bien se aferran a lo sagrado por tradición, o bien han sido sistemáticamente privadas de una educación crítica. Allí donde no se cuestiona, donde se obedece por miedo al castigo divino o social, el autoritarismo florece. Las iglesias alineadas al poder no solo bendicen la represión: la justifican, la convierten en deber moral.
Es por ello por lo que, en muchos contextos, la religión —cuando es manipulada— deja de ser un camino espiritual para convertirse en una barrera al conocimiento y la reflexión crítica. Bajo esa forma, ofrece respuestas cerradas, presenta el destino humano como algo decidido por una voluntad divina y desalienta la búsqueda individual o colectiva de soluciones racionales a los problemas reales. Esa lógica facilita el control cuando se convence a la población de que todo depende de una fuerza superior, lo que debilita su capacidad de decisión y acción.
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La democracia no puede ceder terreno frente a esta alianza entre dogma y poder. No se trata de atacar la fe de las personas, sino de desenmascarar su uso como escudo del autoritarismo. Porque cuando el poder se arropa en lo sagrado, cualquier cuestionamiento puede ser tildado de blasfemia. Y entonces ya no se discute política, se excomulga disidencia.
Hoy, más que nunca, es necesario defender la libertad de conciencia y el pensamiento crítico. Solo una ciudadanía lúcida y capaz de distinguir entre fe y manipulación puede evitar que lo sagrado se convierta en excusa para el rechazo, la discriminación y sobre todo, para lo autoritario.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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