La «fortuna» de Putin (o la miseria del pacifismo europeo), por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Uno de los dos presidentes del Partido Verde alemán, Robert Habeck (la otra presidente es la candidata a canciller Annalena Baerbock), después de haber conversado largamente con el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky y llegado al convencimiento de que, frente a las ostensibles amenazas rusas, Ucrania carece de potencial defensivo (sobre todo en las costas del mar Muerto y del mar de Azov) decidió presentar públicamente la magnitud de un problema que, si se discutía, solo lo era a puertas cerradas y bajo siete llaves.
En otras palabras, Habeck decidió politizar el tema de la vulnerabilidad de Ucrania frente a Rusia en la única forma en que era posible: a través de la vía pública. Probablemente su intención fue provocar un debate y así sacar a la luz las controvertidas opiniones que mantiene la clase política alemana frente al expansionismo de Vladimir Putin.
Habeck es hombre de reconocido formato político. A diferencia de la candidata Baerbock, es buen conocedor de la política internacional. Por formación intelectual sabe reflexionar de un modo político-filosófico sobre la realidad inmediata. De tal modo que probablemente contaba con que sus opiniones iban a desatar un vendaval de críticas, tanto en la partidocracia alemana como en su propio partido, el que, además de su carta de identidad ecologista, ostenta una línea pacifista. Más todavía en un tiempo preelectoral, cuando los atribulados electores, recién saliendo del acoso pandémico, lo que menos quieren es saber de armas, de escenarios bélicos y de amenazas internacionales.
La petición de Habeck fue respaldada inmediatamente por el presidente de Ucrania Volodymyr Selensky. A través del Frankfurter Allgemeine Zeitung dijo: «Habeck lo entendió». Y agregó: «Alemania no nos ha prestado ninguna ayuda militar, pero podría hacerlo». Y luego pidió ayuda. Directamente. Por la prensa. Un aterrado S.O.S.
Y, evidentemente, si el presidente Zelensky pide ayuda con ese inusual modo es porque la necesita con urgencia. Todo el mundo sabe que las milicias prorrusas en el este de Ucrania son entrenadas, armadas y financiadas desde Rusia, algo que Putin nunca ha intentado ocultar.
Es cierto que Ucrania no es un miembro directo de la UE, pero es candidata a serlo y como tal ha sido aceptada por unanimidad en el acuerdo de asociación de vecindad, que incluye protección militar frente a amenazas externas. Desde ese punto de vista, la UE y, por ende Alemania, al no apoyar directamente a Ucrania está incumpliendo ese acuerdo. Eso fue lo que quiso transmitir de modo público Habeck.
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Que la petición Habeck-Zelensky iba a chocar con uno de los fundamentos ideológicos de la política alemana había que presupuestarlo y, por lo mismo, contar con duros ataques desde las filas del partido Die Linke (La Izquierda) y de la socialdemocracia. La segunda presidenta de los Verdes, siguiendo la línea y la tradición pacifista de los Verdes, tomó distancia por primera vez en su vida de las opiniones de Habeck.
Uno de los pocos que apoyó a Habeck dentro de su partido fue el diputado verde Manuel Sarrazin, especialista en asuntos relativos a Europa del Este. Su argumentación tiene lógica: «La guerra contra Ucrania debe ser resuelta diplomáticamente», dijo. Pero agregó esta frase clave: «Solo si fortalecemos la defensa (militar) de Ucrania será posible una solución diplomática».
Argumentación que por ser inteligente no fue demasiado atendida. Aunque es evidente: soluciones diplomáticas sin respaldo militar nunca han llevado a ninguna parte. Zelensky lo sabe en carne propia. Su país está objetivamente en guerra con el país de Putin. Y bien: esa guerra la está perdiendo.
Podemos diferenciar, entonces, tres posiciones en el seno de la política alemana frente al caso Ucrania. Una extremadamente minoritaria –es la que representa Habeck– que supone respaldar las soluciones diplomáticas sin renunciar a la ayuda militar a Ucrania, única argumentación que parece entender Putin. La segunda posición es doctrinaria, más bien dogmática: la ideología pacifista prohíbe de modo casi sacramental todo intento de utilizar armas en el marco de las relaciones internacionales. Dicha posición es apoyada por la mayoría de los dirigentes de los Verdes y de Die Linke, aunque esta última más bien la usa como chantaje (en el pasado reciente apoyó a Milosevic en la guerra de Kosovo y a Putin en el Oriente Medio y en los alrededores de Rusia, incluyendo Bielorrusia). La tercera posición basa su discurso en la lógica de la razón económica a la que adscribe el gobierno Merkel. Como por el momento es la posición oficial, puede ser importante prestarle atención.
Heiko Maas, quien usa frente a Putin un lenguaje cuidadoso, no vaciló en responder a la petición pública del presidente ucraniano con una arrogancia indigna de su cargo ministerial. No solo enrostró a Zelensky la ayuda económica que presta Alemania a Ucrania (no venía al caso) sino, además, negó cualquiera posibilidad de traspasar armas a Ucrania frente a una intensificación de la agresión rusa. En el hecho notificó a Putin que Alemania no hará nada en contra —aparte de sancionar uno que otro producto de exportación ruso— si este decidiera invadir el este de Ucrania.
Maas no habla por sí solo: él es miembro de un partido y de un gobierno que parecen compartir la creencia de que con un gobierno con el cual se mantienen buenas relaciones económicas —es el caso de Rusia— siempre habrá una puerta abierta para que problemas que eventualmente puedan surgir en el plano político puedan resolverse de modo diplomático.
En cierto modo esa creencia del gobierno alemán está basada en «la tesis del dulce comercio» formulada por Montesquieu. En la sección de El espíritu de las leyes, que se ocupa de cuestiones económicas, afirmaba el filósofo francés: «Es casi una regla general que dondequiera que haya costumbres sosegadas habrá comercio y dondequiera que haya comercio habrá costumbres sosegadas».
Tesis que ha demostrado ser cierta en los conflictos entre dos naciones regidas por un orden democrático. El hecho de que nunca, o casi nunca, ha habido guerra entre dos naciones democráticas, así lo comprueba. El «pequeño» problema es que Rusia no es una nación democrática. Y esto es lo que parece olvidar el ministro Maas: ni Rusia es una nación democrática ni Putin es un gobernante democrático.
Si se quiere entender a Putin no debemos leer a Montesquieu sino a Maquiavelo. Más aún: de todos los gobernantes de nuestro tiempo, Putin parece ser el más maquiavélico de todos. No solo porque ha sabido poner la «fortuna» a favor de la «virtud» (de poder), no solo porque prefiere ser más temido que amado, no solo porque no trepida en usar cualquier medio cuando se trata de conseguir un objetivo, no solo porque en lugar de poner su política al servicio de intereses económicos pone estos últimos al servicio de su política sino, sobre todo, porque intenta convertir a su nación, Rusia, en una potencia territorial tan grande o más grande que la que gobernaron Pedro el Grande y Stalin. Putin, en el sentido maquiavélico más estricto, es un príncipe de la guerra y no un heraldo de la paz.
Se equivocan Merkel y Maas si piensan que pueden controlar a Putin con la dulzura del comercio o con las menos dulces pipelinas. Putin solo retrocederá si su potencial enemigo es más fuerte y está decidido a mostrar su fuerza si el caso así lo requiere.
Merkel y Maas, así como los dirigentes de la partidocracia alemana, no parecen haberse dado cuenta de que, para Putin, Ucrania –así como Bielorrusia y los países bálticos– es considerada miembro natural de la nación rusa. En tal sentido, el presidente de Ucrania es visto por el ruso como un usurpador mantenido por Occidente. En este caso, para Putin pareciera aplicar una máxima de Maquiavelo escrita en los discursos sobre las décadas de Tito Livio: «Es difícil que un pueblo que después de haber tenido el hábito de vivir bajo un príncipe, cayó por una casualidad eventual bajo un gobierno republicano, permanezca en él». Actualizando esa máxima podríamos leer: el destino de Ucrania –según la idea recibida por Putin de su maquiavélico consejero Alexander Dugin– sería regresar a la Gran Rusia.
Parece haber, en fin, dos tipos de pacifismo: el pacifismo romántico e ingenuo de los Verdes y de la izquierda en general, y el pacifismo utilitario del gobierno alemán y de la UE. Los dos tienen en común que, aplicados a la realidad práctica, ninguno puede asegurar la paz. Todo lo contrario. Ambos crean condiciones para un enfrentamiento mucho más dramático que el que se habría podido evitar si desde un comienzo los sectores políticos democráticos hubieran mostrado la decisión de poner límites al enemigo en cierne.
En 1983, uno de los más destacados políticos socialcristianos alemanes, Heiner Geißler, dijo: «El pacifismo de los años 30 hizo posible a Auschwitz». No quiso decir que el pacifismo había causado a Auschwitz, como intentaron difamar sus adversarios, sino que, como consecuencia de un pacifismo opuesto a todo tipo de violencia, y de otro pacifismo que intentaba meter a Hitler en un corsé diplomático, fue demorada la inevitable guerra en contra de la Alemania nazi. Entre los críticos de Geißler se contaba el joven Joschka Fischer quien, años después, como ministro del Exterior del gobierno de Schröder, hubo de defender la participación de Alemania en la guerra de Kosovo. También demasiado tarde. Cuando las tropas de la OTAN entraron a detener a los esbirros de Milosevic, las «limpiezas étnicas» ya habían tenido lugar.
¿Qué esperan Alemania y la UE para mostrar a Putin la decisión de defender a Ucrania? La reacción del ministro Maas, al negar abruptamente ayuda militar al gobierno de Ucrania, ocurre en los mismos días en que Putin, después de haber ordenado a Lukashenko violar el espacio aéreo europeo, ha terminado prácticamente por anexar a Bielorrusia. Al mismo tiempo consolida su poder interno, prohibiendo a todos los partidos que defienden a Navalny participar en las próximas elecciones. Como diciendo a Europa: en vuestras ridículas sanciones yo me siento.
Escribo dos semanas antes del encuentro que tendrá lugar en Ginebra entre Putin y Biden. Putin ya advirtió que no guarda expectativas para ese encuentro. Al fin y al cabo, sus ambiciones territoriales no pasan directamente por sus relaciones con los EE. UU. Cualquiera iniciativa que tome con respecto a Ucrania solo afectará sus vínculos con Europa. Y si Europa no reacciona, ese no puede ser un problema de los EE. UU.
Europa —hay que llegar a esa conclusión— puede, pero no sabe o no quiere defenderse. Esa es una «fortuna» para Putin. Su maquiavélica «virtud» será la de saber usar a su favor esa «fortuna».
Europa está condenada a llegar siempre tarde. Y como dijo Mijail Gorbachov: «Quien llega tarde será castigado por la historia».
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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