La guerra del fin del mundo, por Teodoro Petkoff
Finalmente comenzó la guerra del fin del mundo. Como en la novela del mismo título, de Vargas Llosa, la humanidad es testigo de la confrontación entre el más grande poder de la tierra, a la cabeza de una alianza políticamente amplísima, con sus ultrasofisticadas máquinas de matar, y una secta harapienta y fanatizada, que en nombre de la fe podría hacerse aniquilar, como en Numancia o en Massada, hasta el último de los suyos.
El mundo está en un momento particularmente delicado. Dos fundamentalismos chocan a muerte. Ambos hablan en nombre de Dios. Ambos dividen al planeta en buenos y malos. Ambos plantean el dilema maniqueo: quien no está con nosotros está contra nosotros. No extraña en el fundamentalismo anclado en el siglo XII del cual es cultor Bin Laden. Resulta más difícil de tragar en quien conduce la nación más avanzada, emblema de una de las culturas más revolucionarias y dinámicas de la historia. Como dice Tomás Eloy Martínez (El Nacional, ayer): «Lo temible de la frase (quien no está con nosotros está contra nosotros; NdeR) reside en que, al simplificar la visión del mundo partiéndolo en dos bandos, Bush no deja lugar para aquellos que aun estando contra el terror de Bin Laden y contra la abominable opresión de los talibanes, también están contra toda otra forma de terror guerrero». A Bin Laden nadie en su sano juicio podría aceptarle su falsa visión dilemática. ¿Por qué habría que admitírsela a Bush? Afortunadamente, la gran alianza cuenta con la presencia de países cuya concepción del mundo no es fundamentalista y podrían matizar las posturas norteamericanas con una óptica menos rígida.
Pero, si la alianza que ha construido Estados Unidos -que incorpora desde Rusia, a la cual se le perdonan las atrocidades que comete contra la pequeña república musulmana de Chechenia, hasta el mundo árabe y musulmán, al cual se promete una política más justa en relación con Israel, pasando, desde luego, por todo Occidente- no logra una victoria fulminante y los bombardeos comienzan a extenderse en el tiempo, como en Yugoeslavia, la evolución de los acontecimientos puede hacerse aún más peligrosa. Los episodios por sobrevenir serían hoy impredecibles. Sobre todo, por la fragilidad política de los más importantes países musulmanes del globo. Con lo cual el conflicto sí podría adquirir el perfil de un choque de civilizaciones y amenazar la estabilidad de buena parte del mundo. En cambio, si la rápida captura y/o muerte de Bin Laden, la destrucción de sus campamentos y el derrocamiento del régimen talibán abriesen espacio para un enfoque político y social de las raíces del terrorismo, con un acento muy especial en la construcción de una solución justa a los problemas que constituyen el epicentro del hiperterrorismo global, los que desde hace más de medio siglo empapan de sangre las tierras bíblicas, entonces el futuro podría lucir más despejado. Por el contrario, si, como no se puede descartar, no hay tal victoria fulminante, habrá sonado la hora de los «halcones» de lado y lado. El vicepresidente Cheney advirtió que «en el futuro, y para esta sórdida guerra que se prepara, deberemos entablar trato con gente cuya sola existencia nos repugna, gente depravada y sin ningún principio ético». Bin Laden, seguramente piensa lo mismo. Ambos están tranquilos con sus conciencias: cada uno se siente acompañado de Dios.