La hidra de dos cabezas, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Cuando el presidente Luis Arce ganó sin apelaciones las elecciones en Bolivia, surgieron esperanzas relativas a que la tensión política iba a bajar en ese país. Tensión surgida desde el momento en que los partidos de oposición, las instituciones del Estado, la OEA y gran parte de la comunidad internacional, certificaran las irregularidades cometidas por los partidarios del hasta entonces presidente Evo Morales, durante la primera vuelta electoral (octubre, 2019)
No obstante, el gobierno interino que correspondió ejercer a Jeanine Áñez, en representación de la Asamblea Legislativa, lejos de contribuir a bajar la tensión, la incrementó. La actitud del gobierno de Áñez fue revanchista, estando muy lejos de asumir el rol de mediador entre fuerzas políticas antagónicas. Todo lo contrario.
Desde el momento en que la presidenta Áñez asumió su gobierno, pero sobre todo cuando tuvo la infeliz idea —hoy lo sabemos— de postularse a la presidencia, no hizo más que ensanchar la grieta cívica del país. En cierta medida podría decirse que Áñez ha cosechado de su propia siembra.
No solo tensionó a la política, convirtiendo a Evo Morales en una víctima sino colaborando a fraccionar aún más a la de por sí dividida oposición boliviana.
El fraccionamiento opositor, el profundo arraigo del MAS entre los sectores populares y el buen cometido cumplido por Arce como ministro de Economía durante la presidencia de Morales, fueron razones que explican su sólido triunfo electoral. Tan sólido que incluso llegó a estar en condiciones de dividir aún más a la oposición, separando a sus sectores democráticos de los más extremistas. Pero, por razones difíciles de entender, Arce optó por seguir la vía contraria.
En lugar de encabezar un gobierno de reconciliación nacional, Arce decidió utilizar todo el peso del aparato judicial en contra de la persona de la expresidenta, hoy acusada de terrorismo, sedición y conspiración (¡!). Desde el punto de vista político, un acto de estupidez. Lo único que ha conseguido el gobierno fue unificar a la oposición en defensa de la figura de Áñez, algo que nunca podría haber logrado por si sola la expresidenta. Sin embargo, desde el punto de vista institucional, el problema fue más grave: el gobierno Arce ha dado una muestra —una más— de esa profunda incultura política de la cual la de Bolivia es solo un expresión de la que caracteriza a la gran mayoría de los países latinoamericanos.
A casi nadie escapa que la intención abierta del evismo —hay que diferenciar aquí el concepto de evismo del de masismo— ha sido la de reivindicar para sí el relato histórico de los acontecimientos ocurridos en Bolivia durante el 2019.
De acuerdo al relato evista, Morales fue destituido por un golpe de Estado. Para la oposición, en cambio, no hubo golpe sino un abierto fraude ante el cual el ejército no quiso ponerse al servicio de Morales y reprimir sangrientamente a una sublevación. Para los evistas, Áñez fue una presidenta golpista. Para la oposición, una presidenta constitucional. La prisión de Áñez cabe en el primer relato y, visto así, la figura de Áñez pasa a ser la de una víctima propiciatoria destinada a justificar ese relato. Relato que, dicho de paso, favorece mucho más al evismo de Morales que al masismo de Arce.
*Lea también: ¿Un nuevo giro a la izquierda en América Latina?, por Mercedes García Montero
Si bien hemos sostenido que la no-intervención de un ejército no puede ser considerada un golpe de Estado, ni desde el punto de vista jurídico ni del político —quienes hemos vivido golpes de Estado sabemos de lo que hablamos— la verdad del relato boliviano deberá ser dirimida por la historiografía nacional y no mediante un golpe jurídico a la oposición establecida, representada en la persona de Áñez. Un caso que no es el primero ni tampoco será el último.
En Perú, por ejemplo, cursa el chiste de que si alguien quiere ser acosado, sometido a escarmiento y terminar en la cárcel, debe postularse a presidente de la república. La cifra de presidentes enjuiciados y condenados ha llegado allí a ser muy alta. Ni siquiera el trágico suicidio de Alán García (abril 2019) sirvió para frenar la seguidilla de vendettas que ha signado a la vida política de ese país.
El caso Arce hace recordar, entre otros, al de Vilma Rousseff en Brasil, quien no solo fue juzgada sino —valga la expresión— ajusticiada moralmente por el Senado y otras instituciones.
También hay que computar el del expresidente Uribe acusado de corrupción (octubre 2020) y al final liberado de todo cargo. No por último, Cristina Fernández, quien no exenta de delitos ha concentrado en contra de sí un odio que va más allá de la aversión ideológica. Tiene muchas cuentas pendientes con la justicia. Vilma, Cristina y Alvaro: tres expresidentes muy distintos entre sí, sentados en el sillón de los acusados.
Interesante es constatar que en los tres casos mencionados los acusados han logrado incrementar la adhesión en torno de ellos. A través de Vilma se quiso enjuiciar al lulismo y el lulismo está de regreso en Brasil. Uribe mantiene liderazgo sobre sus seguidores. Y la viuda de Kirchner es hoy la vice de Fernández. Con el mismo odio, el correísmo ecuatoriano acusará al «traidor» Lenín Moreno y probablemente lo convertirán de nuevo en líder. Es que no aprenden.
Naturalmente, los presidentes son personas que, durante y después del ejercicio de su cargo, deben ser sometidos a la misma justicia que impera en toda la ciudadanía. De hecho, los presidentes no son más que empleados públicos a quienes elegimos para que cumplan una función durante un periodo determinado a cambio de un salario deducido de nuestros impuestos. Usar ese cargo para cometer actos ilícitos debe ser penado de acuerdo a la letra constitucional, ya sea aquí o en la quebrada del ají. Lo vimos recientemente con Sarkozy en Francia, quien usó la presidencia como un medio orientado a aumentar su patrimonio personal y por lo mismo ha sido condenado a tres años de prisión.
Por cierto, la furia oposicionista dista de ser un patrimonio latinoamericano. En momentos como los que atravesamos, caracterizados en diversas naciones por la disolución de la democracia de clases y su retransformación en democracia de masas, los movimientos extremistas y populistas, en todas sus expresiones, constituyen la normalidad y no la regla.
Como es sabido, en las movilizaciones de clases predominan los intereses por sobre las pasiones. No así en las movilizaciones de masas, donde las pasiones desatadas marcan el compás. No obstante, hay particularidades específicamente latinoamericanas. Una de ellas es que la democracia de masas en Latinoamérica no ha sido una fase sino más bien una constante histórica.
En segundo lugar, a diferencia de la mayoría de los países europeos, la estructuras políticas de muchos países latinoamericanos carecen de una significativa centralidad política. La política así configurada, tiende a la polaridad, hacia los extremos. De ahí que la máxima europea que dice, «en una democracia la mayoría de los partidos deben ser coalicionables entre sí», no se cumple casi nunca en suelos latinoamericanos.
Para decirlo en síntesis: mientras en Europa los gobiernos intentan derrotar a la oposición, en diversos países latinoamericanos intentan destruirla. El gran problema es que a veces lo logran.
El recién elegido Arce no ha esperado mucho tiempo para declarar la guerra antipolítica a la oposición, del mismo modo que en el breve gobierno de transición de Áñez, la oposición convertida en gobierno declaró la guerra política al evismo. Problema que se agudiza si tomamos en cuenta que la destrucción del enemigo político termina siendo un acto, no de justicia, sino de ajusticiamiento. La política, bajo esas condiciones, deja de ser la continuación de la guerra por otros medios y pasa a ser simplemente, parafraseando a Clausewitz, la continuación de la guerra con los mismos medios.
En un espacio donde impera la lógica de la destrucción del adversario, la oposición suele responder de modo similar a los gobiernos, facilitando el crecimiento de las posiciones más extremas en su interior. Como suele decirse en algunos países latinoamericanos, «aquí solo se impone el más gritón».
Triste será decirlo: debajo de las fachadas democráticas, la política latinoamericana se encuentra todavía en su fase más salvaje. Allí los partidos políticos luchan, no por imponer principios, ideales, ideologías o programas, sino por su pura y simple sobrevivencia. El objetivo principal es destruir al otro antes de que el otro me destruya a mí. Hay países en los que la lucha política semeja a la de una hidra de dos cabezas.
La hidra de dos cabezas puede ser vista como una versión latinoamericana de la hidra de Lerna. Según la mitología griega, la del lago Lerna era una hidra policéfala. Pero de acuerdo a la naciente mitología política latinoamericana, es bicéfala.
A la hidra de los griegos, por cada cabeza que le cortaban, nacían tres. La hidra latinoamericana en cambio mantiene sus dos cabezas. Una es la del gobierno. Otra la de la oposición. Dos cabezas que se muerden entre sí, creyendo cada una ser la cabeza de un cuerpo diferente.
Un gobierno como el de Bolivia podría llegar a ser también una hidra de dos cabezas. Un gobierno que al intentar destruir a la oposición termina destruyendo a la política y, en consecuencia, destruyéndose a sí mismo como gobierno político.
Venezuela ya es una hidra de dos cabezas. Una es la de un gobierno cuyo objetivo fundamental es eliminar a la oposición y la otra de una oposición cuyo objetivo fundamental es tumbar al gobierno. Una cabeza que se dice revolucionaria y solo ha sabido destruir los tejidos sociales y económicos de la nación. Otra cabeza que se dice insurreccional y solo ha sabido destruir los tejidos políticos de la misma nación. Ni una cabeza ni la otra tienen los medios para realizar sus objetivos. Y como solo saben morderse entre sí, las dos son cada día más pequeñas.
Según Datanálisis, la aprobación de los «líderes» (las comillas valen) no pasa del 12%. Ni sumándolos representan al espectro social de la nación.
De más está decirlo: esas dos cabezas reducidas son las de un enorme cuerpo agónico que, al ser privado de sus funciones políticas, ya no puede ni sabe pensarse a sí mismo. Ese cuerpo es el pueblo venezolano.
Venezuela ha llegado a ser la metáfora de la desintegración política de un país. Bolivia, gracias al destructivismo político apoderado de la nación, está a punto de recorrer el mismo camino.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo