La historia de Lorenza, por Tulio Ramírez
Recuerdo que hace unos años circuló en Venezuela un cuento o historia (vaya usted a saber), sobre una familia cubana que envía desde Miami un ataúd con el cuerpo de la abuela Lorenza, con la finalidad de que se cumpliera su última voluntad. Lorenza quería que su descanso eterno fuera en el Panteón de la familia ubicado en el viejo Cementerio Colón en La Habana.
Unos dicen que los hechos narrados fueron rigurosamente ciertos, otros aseguran que fue una joda creada por el humorista cubano Álvarez Guédez, para ironizar sobre el estado de necesidad de los cubanos en la isla. Sin embargo, no pocos aseguran que, si bien la historia era exagerada, había algo de cierto en ella.
Imagino que todos ya saben a cuál cuento me refiero. Sin embargo, estoy consciente que tengo lectores menores de 35 años y quizás nunca lo habrán escuchado. Cómo eso es posible y siendo mi interés conservarlos para evitar que migren al articulista de al lado, les hago un rápido resumen. Al recibirse el ataúd en Cuba, los familiares de Lorenza viajaron de todos los rincones de la isla para hacer los honores funerarios. Pero evidentemente algo más sabían. La aparición de tanta gente era muy extraña.
Una vez en el tanatorio, los familiares solicitaron, antes de pasar a la sala destinada al velatorio, dar una última despedida con solo miembros de la familia. Una vez solos abrieron la urna, encontrándose con un cadáver extrañamente obeso (urna y cadáver pesaban juntos unos 150 kilos), Con la seguridad de buscar lo que sabían encontrarían, hurgaron con destreza el cuerpo hasta que encontraron una carta muy cuidadosamente guardada debajo del sobaco izquierdo de Lorenza cuyo remitente era Tía Regleta, una de las hijas de la difunta, radicada en Miami desde que logró salir durante el éxodo de Mariel.
La carta fue leída en voz alta. En ella se describía lo que se enviaba adosado al cadáver y el nombre del destinatario. “Este gesto lo hubiera querido Lorenza en vida, por eso ayuda ahora desinteresadamente”, así comenzaba la misiva. A renglón seguido se detallaba la distribución de la remesa oculta en el cuerpo de la occisa.
“El collar es para Marlene por sus 15 años”, los zarcillos para Tía Sonia “como regalo retrasado de bodas”; el primer vestido es para Rosita, “la ahijada preferida de Lorenza”; los otros eran 5 trajes de novia “para las hermanas Valdez, las solteronas hijas de Concha, ojalá les traiga suerte”; los 54 pares de pantys son para Yogladys, “si las ofrece en el Mercado Negro, a 5 dólares el par (porque son de las buenas), podía obtener 270 dólares fácil”; el puente dental era para el primo Monguito “esperando que se le ajuste cómodamente a su boca, pero si le incomoda, lo puede vender porque casi no tiene uso”. Las prótesis de rodilla y cadera “son para Yaya, la mamá de Rodrigo, a ver si se para de esa cama”. Así, fueron “desgüezando” a Lorenza hasta que quedó como un alambrito de 42 kilos, lista para su entierro.
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Cuando supe de esta historia era la época de CADIVI en Venezuela. El control de cambio estaba más férreo que nunca, pero todavía había compatriotas que llenaban sus tres carpeticas marrones tamaño oficio y se hacían de dólares preferenciales que, si bien no eran regalados, todavía resultaban baratos por la existencia de un bolívar sobrevaluado. En esa época, el cuento de Lorenza no pasaba de ser un chiste jocoso por ocurrente y exagerado.
Pues les diré que hoy día no estamos muy lejos de vivir una experiencia similar, si es que ya no ha sucedido. Muchos venezolanos están recibiendo remesas de familiares que huyeron del país para poder ayudar a los que se quedaron. Otros envían cada cierto tiempo cajas con ropa usada, medicinas, cereal, azúcar, tinte para el cabello, jabón y pasta de dientes. Son cosas que aquí se consiguen, es cierto, pero a precios imposibles de pagar por empleados públicos y por quien no tenga acceso a las lechugas.
Pero cuidado, no hay que dejarse coger a lazo. Los matraqueros del aeropuerto, de seguro conocedores de la historia de Lorenza, estarán sobre aviso y tomarán sus previsiones. Ataúd que llegue, será decomisado para su exhaustiva revisión. Así es que pida a sus familiares en el exterior que envíen al difunto vestido con traje usado y raído, sin el diente de oro del que tanto se enorgullecía y, muy importante, en una urna sencilla.
Son capaces de hacerle el cambiazo para regalarlo a alguno de sus superiores. No vaya a ser que, a uno de ellos, en vez de un Bodegón, se le haya ocurrido montar una funeraria.