La historia de un sueño en la sabana (II), por Félix Seijas Rodríguez
«En algún momento me patrocinó una farmacia que se llamaba ‘La Valenciana’. Ellos me daban algunas cosas como las tripas de los cauchos». Son varias las anécdotas que dan cuenta de la curiosidad y del espíritu independiente de Félix Leonardo Seijas, mi papá
Transcurría el año 1949. Venezuela atravesaba un proceso de modernización que, a pesar del derrocamiento del primer experimento democrático en la figura de Rómulo Gallegos, avanzaba de manera intensa en las grandes ciudades del norte del país. Sin embargo, esto ocurría a un ritmo lento en la región centro sur del país, en especial en las tierras de los llanos bajos, donde aún aquellas ciudades del norte eran imágenes a millones de kilómetros de distancia de la realidad que les rodeaba.
En medio de todo aquello, en el Barrio Mango Verde de San Fernando de Apure, la curiosidad de un niño le llevó a pensar en los estudios como en la puerta para descubrir los secretos que ocultaba la vida. Para ese niño, Félix Leonardo Seijas, la escuela pasó entonces a ocupar un lugar primordial en su día a día. «Cursaba tercer grado y recuerdo que mis compañeros de clase hablaban de ir a la universidad, pero para ellos eso era sinónimo de Caracas, de la capital. Yo les explicaba que no, que la universidad era la continuación de los estudios y que para llegar ahí tenías que estar preparado, saber bastante».
La confusión de los niños podía entenderse. Para la época, el llanero promedio concebía «el norte» no como sinónimo de Norteamérica, sino de ciudades más allá de Calabozo, un mundo idealizado del que Félix pudo conocer una pequeña muestra durante las vacaciones escolares de ese año ’49, a la edad de ocho años, cuando José Gregorio y Leonides lo enviaron a la casa de los Castillo, unos familiares lejanos que vivían en San Juan de Los Morros. Por primera vez, Félix Leonardo dejaba Apure sin sus padres y conocía las montañas. «Cuando en el camino llegabas a Calabozo todo cambiaba, la carretera era asfaltada y había menos polvo. En aquel momento a uno le parecía que estaba entrando a otro planeta».
Sin embargo, lo que pudo haber sido una experiencia maravillosa terminó siendo una pesadilla. En San Fernando Félix salía a la calle, corría, jugaba e inventaba con libertad. En San Juan estaba confinado a una casa que era casi un convento, limitado por paredes ajenas entre las que el tiempo transcurría grueso, pesado.
En pocos días, el instinto rebelde del niño tomó el control y supo que debía escapar. Con detalle estudió la rutina de la casa, sacó cuenta del dinero que tenía en los bolsillos y armó el plan.
Una mañana, aprovechando la llegada del lechero a hora habitual, se escurrió con su bolso por la puerta y corrió hacia la carretera. Ahí esperó el autobús que se dirigía a San Fernando y lo abordó. Nadie hizo preguntas, solo pagó el pasaje y, con la nariz pegada a la ventana, entretenido con lagunas y morichales rodeadas de ganado con garrapateros al lomo y escoltado por garcillas, recorrió los 260 kilómetros que lo separaban de su casa. «Al verme mis padres se sorprendieron, pero no recuerdo que haya habido algún tipo de regaño o reprimenda».
Son varias las anécdotas que dan cuenta de la curiosidad y del espíritu independiente de Félix, como aquella en que conoció a quién había estado cerca de cegar la vida de su padre. Si algo dejan años de lucha armada son enemigos, y el viejo Seijas no fue la excepción: Durante sus días en Agua Verde varios atentados se fraguaron en su contra.
En una oportunidad, se dio la orden de matarlo a él y a dos más. Estos últimos fueron asesinados y José Gregorio sabía que irían tras él. El momento llegó una noche de Luna llena cuando un sicario lo emboscó en un camino de regreso a su conuco. El veterano de guerrillas saltó del caballo y se batió a tiros con su verdugo, que huyó al fallar en su cometido. José Gregorio logró identificarlo, pero jamás lo volvió a ver. El asesino sabía que ahora era su vida la que corría riesgo cierto.
Félix, cuando ya estudiaba bachillerato en Maracay, se enteró de que el hombre que años atrás emboscó a su padre estaba vivo en San Gerónimo de Guayabal, a pocos kilómetros de Agua Verde. Sin decir nada a la familia, el muchacho que para entonces contaba con 16 años convenció a un amigo de llevarlo en moto hasta aquel pueblo, a 327 kilómetros de distancia. «Solo quería conocerlo, verlo a los ojos, saber cómo era» afirmaba Félix. Luego de más de ocho horas de camino llegaron al destino. Allí arregló el encuentro que lo condujo hasta una casa a la que el sol del llano parecía querer derribar. Félix entró y lo vio ahí, sentado en la sala, sin una pierna, doblado hacia adelante como si estuviese sosteniendo en el cuello un collar de culpas. Estaba arrugado, la piel manchada. Lucía de mil años.
«Buenas tardes, Señor, cómo está», dijo el muchacho. El hombre volteó hacia él y por un instante las miradas se cruzaron. Luego la vista del viejo regresó al piso. Félix le entregó un pan de acemita; alguien le había dicho que al hombre le gustaba. El asesino tomó el obsequio con la aprensión que el tiempo no había logrado borrar de sus andanzas. «No se preocupe, Señor, no pasa nada, yo solo quería conocerlo», aclaró Félix leyendo la escena. El hombre desprendió un pedazo del pan y, antes de llevarlo a la boca, dijo lento, con voz débil y ronca: «Entonces tú eres el hijo de Seijas». De inmediato, un par de lágrimas bajaron por las mejillas del viejo recorriendo entre los surcos de la piel décadas de historia. José Gregorio jamás se enteró de aquel encuentro.
Al entrar al cuarto grado, los padres de Félix le regalaron una bicicleta usada, que de inmediato se convirtió en su medio de transporte. El niño había aprendido a rodar en bicicletas que, con el dinero que ganaba en el bazar, alquilaba por horas en Mango Verde.
Con nueva adquisición las caminatas de cuarenta minutos al colegio se transformaron en rodadas de un cuarto de hora. Sin embargo, el niño de diez años continuó saliendo con la alborada y los treinta minutos que le regalaba la bicicleta se transformaron en paradas a la orilla del río, donde arrendajos y turpiales lo recibían con saltos entre las hojas de los árboles. Ahí sacaba un guaral, le ataba anzuelo y carnada y, reviviendo el recuerdo sobre las tablas de la casa inundada, lo lanzaba al agua color barro para dejarlo amarrado a la rama de un árbol. La corriente, de apariencia pastosa, lenta e inofensiva, acariciaba el anzuelo mientras que este era testigo del paso de canoas y vapores a chapaleta de altas chimeneas (¿quizás El Delta, El Apure o El Alianza?); y con el tiempo, los primeros ‘fuera de borda’, aquellas maravillas que el llano empezaba a conocer.
Félix dejaba la trampa nadando en el río y pedaleaba hasta la casa de la tía Dolores Araujo, que vivía a media cuadra del colegio. Ahí dejaba la bicicleta en resguardo y caminaba hasta el plantel. Antes de entrar a las instalaciones, el niño ejecutaba una rutina con minuciosa disciplina: Se quitaba las alpargatas y las golpeaba entre sí para sacudirles el polvo del camino; entonces frotaba los pies con la mano y los mojaba en algún charco que no se hubiese evaporado desde el riego matutino de las plantas de la entrada.
Cinco horas diarias pasaba Félix en aquella edificación compuesta por dos estructuras independientes separadas por una reja en el patio central: Un área para las aulas de las niñas y otra para las de los varones. La única comunicación con el sexo opuesto ocurría través del auditorio, que era común y al que se accedía por dos puertas, una de cada lado de reja. Su director, el Bachiller Laprea, vivía en las instalaciones. Al terminar cada jornada, el niño regresaba al río para verificar si algún bagre o cachama había mordido la trampa y llevar triunfante el pescado a la casa.
Promovidas quizás por la inmigración italiana que se radicó en los llanos desde el siglo 19, las carreras de ciclismo tenían su espacio en la agenda de San Fernando, a las que Félix no tardó en sumarse una vez alcanzada la etapa de su adolescencia. La de mayor prestigio se desarrollaba en la misma ciudad: Partía de la Plaza Bolívar, a la que había que darle diez vueltas para luego enrumbarse hacia el Aeropuerto, que estaba a unos cinco kilómetros de distancia. Al llegar ahí, los competidores recorrían cuatro veces el largo de la pista para entonces regresar a la Plaza y bordearla otras diez veces. «En algún momento me patrocinó una farmacia que se llamaba ‘La Valenciana’. Ellos me daban algunas cosas como las tripas de los cauchos», comentaba Félix.
Había otra carrera que partía de Puerto Miranda, en la otra orilla del río. El trayecto completo era de ciento catorce kilómetros ida y vuelta al Telégrafo de Camaguán. Se trataba de un evento exigente en el que los principales oponentes eran el sol, el polvo y el ‘excesivo calor’, como el Barón Alejandro de Humboldt definió la temperatura de la zona en su visita a San Fernando junto a Bonpland, en el año 1800. «Aquello duraba todo un día», contaba Félix. «Uno engrasaba bien las ruedas y la cadena y salía pedaleando hasta que algún inconveniente mecánico te hacía parar. Ahí mismo tenías que solucionarlo para montarte de nuevo y seguir adelante. Algunos renunciaban y se devolvían. No éramos muchos los que la culminábamos».
Félix terminó la primaria en 1954. En aquellos años no era común que los niños continuaran los estudios después del sexto grado, por lo que la demanda para cursar educación media resultaba discreta. En consecuencia, San Fernando contaba con un solo plantel para cursar bachillerato: El Liceo Lazo Martí, fundado en 1931 bajo el nombre de Liceo Miranda, que solo contaba con primero y segundo año, y en el que niños y niñas compartían salones. Quien quisiera seguir más allá y terminar la secundaria no tenía más opción que dejar el llano.
Al Lazo Martí ingresó a la edad de 13 años. Ahí empezó a desenvolverse en un ambiente que mezclaba por igual a jóvenes de distintos estratos sociales. Entre otros, Félix compartió aula con el hijo de Severino Barbarito. Severino era el pilar de una de las primeras familias de grandes empresarios del país, referencia económica del llano en la primera mitad del siglo XX, señores de la exportación de las plumas de garzas, anfitriones de Rómulo Gallegos en sus viajes por la sabana cuando este recogía las semillas de Doña Bárbara. Esta experiencia terminó de nutrir una capa del carácter del joven Seijas, un rasgo que le acompañó desde niño: Caminar entre la abundancia y la escasez sin que ello nublara la visión de quién era y qué pretendía de la vida.
Durante las primeras semanas en el liceo no faltó el acoso por parte de algunos de los nuevos compañeros. «Nunca se quita ese pantalón», los escuchaba susurrar entre risas, «es el único que tiene». Con los días el asedio tomó cuerpo hasta que, una mañana cualquiera, uno de la pandilla lo tomó por sorpresa y con una navaja le rasgó el pantalón. «Ellos solo querían hacerme eso que ahora llaman bullying», contaba Félix de manera jocosa.
Los muchachos del Lazo Martí esperaban ver al joven Seijas llegar el día siguiente con la tela del pantalón zurcida o quizás con un parche, o acaso con la rasgadura al descubierto; pero nada de ello ocurrió. Félix llegó con lo que parecía la misma prenda que, sin embargo, no tenía rastros de heridas.
Por supuesto, que aquella magia tenía su explicación. «En Mango Verde todas las familias tenían su ‘marchante’ de confianza, aquellos libaneses que recorrían los poblados del llano vendiendo telas», recordaba Félix. «Al nuestro le comprábamos las piezas y la tía Dolores, que cosía por encargo, nos hacía la ropa. Yo tenía dos pantalones que eran iguales, y mis compañeros creían que era el mismo», concluía dejando escapar una sonrisa.
La tela la pagaba él mismo con el dinero que generaba un nuevo negocio que había emprendido dos años antes, cuando cursaba quinto grado y su casa fue demolida para dar paso a la avenida hacia el Aeropuerto. Los Seijas se mudaron a la casa de enfrente, que José Gregorio compró, tumbó y reconstruyó con la indemnización de la casa antigua. «Mi papá hizo ahí la primera casa de bloques de Mango Verde, que todavía hoy permanece en pie”, afirmaba Félix.
Un corral separaba la casa nueva de la vivienda de uso ocasional del capitán Carlos Chávez, dueño de la línea aérea Ransa (Rutas Aéreas Nacionales, S.A.), quien en 1960 sería detenido tras comprobarse su participación en el atentado contra la vida del presidente Rómulo Betancourt: El Capitán había prestado el avión en el que ingresó al país, desde República Dominicana, la dinamita y la gelatina inflamable con la que se armó el explosivo.
El corral se utilizaba para concentrar cochinos de diferentes productores que eran vendidos a los transportistas que los llevaban a los mataderos del norte del país. En aquellas transacciones, los cochinos pequeños representaban un problema ya que ocupaban un espacio que no compensaba su peso, que era la medida por la que se pagaba la carga. Un día Félix preguntó si podían vendérselos a él, y así nació el nuevo negocio. El muchacho compraba los cochinitos por 30 o 40 bolívares, luego los beneficiaba y vendía por pieza. La ganancia neta era de unos ocho bolívares por animal. «En esa época con 30 bolívares tenías para todas tus cosas y yo mataba de uno a dos cochinos a la semana». Eso le dejaba a Félix unos 40 bolívares al mes, suficientes para comprar telas para su ropa y de sus hermanas e incluso para ahorrar y darse algunos gustos como una bicicleta nueva o ir al cine a ver los westerns, que se exhibían en formato de seriado en salas donde cada uno acomodaba un banco de madera en el rincón donde se sintiera más cómodo.
Ni el negocio ni alguna otra actividad interfirieron jamás entre Félix y la escuela. Cuando había que matar un cochino todo quedaba preparado desde la noche anterior, que no era más que tres topias que sostenían una olla llena de agua sobre leña y kerosene, y un juego de cuchillos amolados. A las dos de madrugada encendían la leña y la faena de cuatro horas empezaba. Finalmente, a eso de las seis de mañana, Félix desayunaba una arepa o hallaquita con frijol, tomaba un ‘guarapo’ (café aguado endulzado con panela), y salía en la bicicleta a repartir los pedidos camino al colegio. «Todo era por encargo, así que sabía a dónde ir», recordaba animado. En la tarde, cuando regresaba del colegio, pasaba de nuevo por la casa de los clientes cobrando la entrega y tomando los pedidos para próxima semana.
El negocio porcino le hizo adquirir a Félix destreza en el manejo del cuchillo, fama que poco a poco se extendió entre los muchachos de ciudad. Ya en bachillerato, a la pandilla del Lazo Martí poco le importó comprobar que el joven Seijas tenía otros pantalones de igual tela y diseño. El acoso continuó y una tarde, al salir de clases, los muchachos intentaron acorralarle hacia un local de venta de hielo. Esta vez no lo tomarían por sorpresa.
Félix esperó con paciencia y, en el momento indicado, sacó el cuchillo de veinte centímetros que llevaba escondido en la cintura y lo blandió con agilidad frente al rostro de sus agresores, que no tardaron en huir despavoridos. «Hasta ese día duró todo, no se volvieron a meter conmigo. Cuando venían caminando y me veían, cambiaban de acera». Con el tiempo las barreras sociales que originaron los primeros choques en bachillerato empezaron a ceder y surgieron amistades. Otros cambios también aguardaban en el horizonte, experiencias que la dinámica de la época puso al frente de muchos hogares llaneros. Por ellos nos pasearemos desde la experiencia de Félix en la tercera y final entrega de este relato.