La inflación ahorca, por Teodoro Petkoff
Como se sabe, ahora tenemos dos índice de inflación: uno nacional, que mide el fenómeno en nueve ciudades del país y otro, el tradicional, que lo mide en Caracas. El primero es tan nuevo que no permite comparaciones con el pasado. Es el segundo el que nos permite saber como va la cosa, comparando la inflación acumulada en lo que va de año con la acumulada en el mismo periodo del año pasado, y además, como va «anualizada», es decir a cuánto monta en el año transcurrido entre este mes y el mismo del año anterior.
Así, pues, la inflación, según el índice de Caracas, de junio 2007 a junio 2008 alcanza un 32,2%. Esta cifra, de por si terrible, no es nada con la inflación en alimentos: 51,7%. En un año, el alza en el costo de los alimentos se ha acelerado a velocidad de Fórmula Uno.
Los esfuerzos del gobierno por abatir la inflación han resultado, hasta ahora, un fiasco. La disminución del IVA y la eliminación del Impuesto a las Transacciones Financieras (ITF) tuvieron efectos puntuales en los meses cuando se produjeron, pero hasta ahí llegan; las causas estructurales continúan operando sin que sobre ellas se tomen medidas adecuadas. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que estas implican un costo político que el gobierno no está dispuesto a pagar en un año electoral. Así que prefiere continuar castigando a la población, sobre todo a la más pobre, con ese impuesto que es la inflación.
Porque de esta el gobierno puede acusar a los «especuladores», a los «acaparadores» y a otras fantasmagorías, pretendiendo así ocultar su propia responsabilidad.
Es la política económica oficialista la que tiene al país en este zanjón. La inflación alta no sólo reduce el poder adquisitivo de la población sino que conspira contra el crecimiento económico. Estamos teniendo lo peor de los dos mundos: inflación alta y desaceleración del crecimiento. Es obvio que el gobierno está ya frente a la necesidad de un ajuste macroeconómico, pero no lo hará. El sentido común reclama una restricción del gasto fiscal, pero no lo hará. El sentido común reclama un ajuste cambiario, pero no lo hará. El sentido común reclama un ajuste de las tasas de interés; pero no lo hará. El sentido común reclama un estímulo fuerte a la producción «endógena», pero no lo hará.
Esas medidas son impopulares, pero se hacen inevitables cuando es el propio gobierno, con su irresponsabilidad, quien crea las condiciones que hacen inescapable un ajuste. Sin embargo, no las tomará. Ha provocado un desbarajuste económico pero ahora quiere hacer una tortilla sin quebrar los huevos. Prisionero de su basura ideológica, creyó que había dominado el arcano de la economía.
Todo lucía tan fácil: no había sino que distribuir la plata del petróleo. Mas, ahora comienza a descubrir que cuando no se respetan ciertas reglas de sentido común, la macroeconomía se toma venganzas aterradoras