La lástima, lastima, por Carolina Gómez-Ávila
La forma en que las personas valoran el hecho de dar lástima ha cambiado con los años. Las nuevas generaciones no parecen planteárselo como un problema ético o moral, pero sobre todo práctico. No perciben que eso esconda peligros o inconveniencias quizás porque «dar lástima» es una expresión terciopersonal y, como han aprendido poco y mal el idioma, creen que eso significa que los afectados son otros y jamás uno mismo.
Los verbos meteorológicos («llover», «escampar», «relampaguear» y muchos más que usted recordará) sirven de ejemplo para demostrar que lo terciopersonal sólo ocurre en terceras personas (del singular y del plural, claro). A lo mejor por eso creen que «dar lástima» es ajeno y no debe perturbar a quien la siente. Es más, para algunos también es ajeno a quien la produce.
De nuevo hay un problema con el idioma mal aprendido. Para muchos, la lástima es equivalente a la compasión, a la piedad, a la conmiseración. De esta manera ponen todo en blanco y negro, borrando matices que no sólo son importantes para hablar sino para vivir.
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La admirada María Moliner registró que la lástima se aplica con más frecuencia a los animales, siendo natural sentir lástima por aquellos que van al matadero. La compasión nos involucra afectivamente con la desgracia ajena más que la lástima, pero menos que la piedad. Esta última implica dolor por quien padece o está en desgracia, un dolor acompañado de intensa angustia. Finalmente, la conmiseración introduce el impulso de ayudar, de cuidar, de aliviar o consolar al sufriente, pero curiosamente es compatible con el desprecio.
Empieza a verse que dar lástima degrada al ser humano que la inspira tanto como hiere al congénere que la experimenta. Sí, salimos lastimados cuando alguien nos da lástima. Hay una justa vergüenza en darla y sentirla. Esta forma de relacionarse con la caída del otro a un estrato inferior nos aleja y nos mueve a rechazarlo. No, dar lástima no es buena idea; clamar por ella, menos.
La lástima suele estar asociada a situaciones que creemos irrecuperables. Da lástima quien está o ha sido abatido, pero más lástima da quien no puede levantarse.
Como fueron abatidos quienes no entendieron que las opciones electorales se agotaron en 2018, cuando los únicos partidos medularmente democráticos que quedaban decidieron, para nuestra tristeza, hacer una huelga de la que difícilmente haya retorno.
Como no podrán levantarse quienes alardean de demócratas en dictadura sin entender que, sin esa representación, no tiene sentido acudir a votación alguna ni que aparezcan, por arte de birlibirloque, 89 remedos de partidos políticos para hacer creer (a extraños, ¡a venezolanos nunca!) que hay pluralidad democrática. De eso no hay quien se pueda levantar.
Mucho menos cuando ya no pueden presumir de mantener la curva plana y no podemos confiar en que eso cambiará antes del 6 de diciembre, cuando sólo quienes ambicionan una curul y sus adláteres, se arriesguen a contagiarse en una cola para convalidar otra farsa. Nadie más irá.
Estos dan lástima como la dan los animales rumbo al matadero. Una lástima de la que debemos quejarnos a todo pulmón porque, como ya quedó explicado, no se dañan ellos nada más sino que en el proceso nos lastiman.
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