La licencia de conducir, por Marcial Fonseca
Agradecido a Rafael Álvarez F. por la información.
Los que iban para Barquisimeto se reunían en el lado oeste de la plaza Bolívar, ahí era la última estación de los autobuses y carritos que cubrían la ruta Duaca–Barquisimeto; pero de los muchos viajeros a la capital del estado, algunos esperaban a algún amigo o simplemente a un conocido que les diera la cola hasta la ciudad. Venia un conductor que conocía porque siempre se veían en las empanadas de Pantaleón. Le tendió la mano y el carro se detuvo.
—Compa, ¿me da un empujoncito hasta la ciudad?
—Ah mundo, yo no paso de El Eneal.
—‘Ta bien, y gracias de todos modos.
Tres o cuatro veces más se repitió la escena, nunca pasaba de El Eneal.
Una vez se consiguieron en el autobús Duaca–Barquisimeto.
—Hola, compa, ¿qué le pasa al yip?, ¿le va a comprar alguna pieza?
—No, no, no es eso; yo no llego a Barquisimeto porque no tengo licencia de conducir.
—Aaah, ya entiendo; y es por eso que usted no pasa de El Eneal, ¿verdad?
—Claro.
—Mire, mire; lo hubiese sabido antes, yo puedo arreglarle ese problemita…
—¿Cómo?, ¿usted trabaja en la Inspectoría? —lo interrumpió.
—No, claro que no; pero yo tengo buenos contactos.
—Bueno, me da pena decirlo, pero yo no sé leer; además me pondría muy nervioso si tuviera que manejar con un fiscal montado en el carro.
—Por eso no se preocupe; usted no va a presentar ningún examen de conducir; mi contacto es muy bueno, yo le traeré la licencia a usted directamente. Lo único que necesito es una copia de su cédula de identidad, eso sí, una copia fondo negro, todo tiene que ser legal; por ahí hay muchos gestores que piden una copia simple y luego usted no los ve más. Ah, también dos fotos tamaño carnet.
—Esta bien, consigo eso, deme dos días.
—Bueno, debería darme la mitad ahora, yo tengo que ir hablando lo suyo con mi contacto para ir preparando todo, usted sabe, hay mucha competencia.
—Ta bien, nos vemos como a la una aquí en la plaza.
Según la acordado, después del mediodía, el gestor recibió la mitad de la tarifa; luego ambos fueron a sacar la copia fondo blanco de la cédula de identidad, dos fotos tamaño carnet y quedaron de verse en cincos días.
Pasado el lapso, el gestor trajo la licencia y recibió el resto del pago.
El ahora licenciado, muy contento aunque aún un poco nervioso, llegó hasta más allá de El Eneal, otro día se atrevió hasta la fábrica de cemento e inclusive hasta la capital larense; una vez, y otra vez y así pasaron los meses. Ya era un veterano moviéndose en la ciudad. Viajó también hacia el noreste de Duaca, visitó a Aroa e inclusive San Felipe. En verdad que estaba muy confiado, nunca le pidieron licencia, una vez lo pararon y le solicitaron nada más la documentación del vehículo.
Hasta que en una oportunidad, después de mostrar la M3, le exigieron la cédula y la licencia, la primera la mostró de inmediato, la segunda tardó más porque tuvo que sacarla de la guantera: la tenía archivada en una carpeta, la abrió y le mostró un papel sellado que estaba engrapado.
—Perdón, ciudadano, ¿esto qué es?
—Mi licencia —contestó con orgullo.
El fiscal leyó.
—Mire… —buscó el nombre en el documento—, señor José del Carmen F…, aquí el pendejo no soy yo, lo es usted, y bien pendejo para que lo sepa. Se ve que lo jodieron completico y bien feo. ¿Cuánto pagó? No me lo diga, no me lo diga, lo que sea que haya pagado fue poquito pa’lo bolsiclón que es. Tome su vaina y pida que le devuelvan la plata.
El conductor no entendía lo que estaba pasando, guardó su documento, este era un papel sellado y todo, con su año y número consecutivo correspondientes. Lo escrito en él rezaba: «Yo, Diego Gulio Sanvrano, certifico que el ciudadano José del Carmen F…, de la población de Duaca, está capacitado para manejar por el territorio nacional…»
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Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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