La maldición de la política, por Fernando Mires
@FernandoMiresOI
Si el tiempo que todo lo sabe lo permite, ya encontraré la ocasión para referirme, en extenso, a la obra literaria de la argentina Claudia Piñeiro, en mi opinión, una de las escritoras más notables, tal vez, la más, del habla hispana de nuestro tiempo. De ella -desde su «Las viudas de los jueves» hasta «El comunista en calzoncillos»- he leído todas sus novelas. Mi conclusión: A diferencia de la mayoría de los escritores, incluso de los más grandes, Claudia Piñeiro no conoce altibajos. Todas sus novelas son magníficas. Sin embargo, esta vez, e impulsado por motivos no puramente literarios me limitaré a escribir «alrededor» de su novela “Las Maldiciones”, una que toda persona que se interese por el espinudo tema de la política, guste o no de la literatura, debería leer.
Si me preguntaran por el género de la novela diría que, en gran parte, se trata de una sátira, en este caso, de una sátira a una especie – no sé si mayoritaria o no – de la política moderna. Me refiero a ese político que no busca el poder como un medio sino como un fin en sí.
La sátira, bien lo sabemos, no inventa, solo acentúa los rasgos más notorios de una persona o conjunto de personas. Fernando Rovira, «héroe negativo» de la novela, reúne en sí, de modo condensado, diversas características de ese tipo de político. Un prototipo argentino post-Perón, sin duda. No obstante, lo podemos encontrar en la mayoría de los países donde tienen lugar con cierta regularidad, elecciones. Al llegar a este punto, recuerdo una anécdota personal que hace sonreír a mis amigos cuando la cuento, aunque no sé si por escrito pueda tener el mismo efecto. No importa. Me arriesgo:
Viajando de regreso a casa en un tren, di un paseo por el pasillo para estirar las piernas. Parado al lado de su asiento, como para que lo vieran, reconocí a un político a quien veo frecuentemente en la tele. Al pasar por su lado me extendió la mano y me saludó afectuosamente. De regreso pasé de nuevo por su lado y de nuevo me extendió la mano y me saludó afectuosamente. Al poco rato, el tren llegó a destino. Al bajar del tren, el político estaba parado cerca de la puerta y, sin mirarme, me extendió la mano y me saludó afectuosamente. Ahí yo no sabía qué pensar: en diez minutos, uno de los políticos más conocidos de la nación me había dado tres veces la mano y saludado afectuosamente.
Era evidente: el político daba la mano y saludaba al primero que pasara por su lado y yo, sin ningún propósito, lo hice tres veces seguidas. Lo insólito es que yo no solo no voto en la circunscripción de ese político, sino, además, no estábamos en período electoral. Quien me aclaró el hecho -mucho después – fue la escritora Piñeiro cuando hizo decir a uno de sus personajes: «Un político está siempre en campaña». Quiere decir que un político en su lucha por el poder no solo no conoce pausas sino, además, no hace diferencias entre el mundo privado y el público.
Fernando Rovira es un caso extremo. Habiéndose enterado de que una de las condiciones para ganar votos era no solo estar casado sino ser padre de familia, decidió serlo. Como no podía fecundar debido a que durante su niñez no le fue detectada la no bajada de un testículo al escroto, decidió hacer fecundar a su mujer por un «concebidor», el despistado y bien parecido Román, héroe no político de la novela. Román, después de mucho dudar, cumplió con creces el cometido, deleitando a la mujer de Rovira para, a partir de la quinta sesión, terminar haciéndole un hijo. Después del asesinato de la mujer de Rovira, hecho instigado por la madre del político, Román, cansado de ser el «esclavo hegeliano» (sí, hasta Hegel sale a relucir, filtrado, eso sí, por Lacan, paso inevitable en una escritora argentina) huye con su hijo de tres años y aquí comienza una historia con ribetes que pasan de lo trágico a lo cómico con vertiginosa celeridad. En fin, una novela por momentos alucinante, pero sobre todo política, cuyo argumento no voy a seguir narrando pues no es ese mi objetivo. El caso Rovira, sin embargo, queda dando vueltas después de leído el libro.
¿Será cierto que un político puede llegar a perder todas sus facultades emocionales en aras de la conquista del poder? Si nos atenemos al exacto sentido de la profesión política, podría ser cierto. Buscando el poder por todos los medios el político puede incluso llegar a invertir la relación entre ética y poder hasta el punto en que el poder no se deduzca de una ética sino la ética del poder.
Inevitable al hablar de ética y poder, no recordar al Max Weber de Política como Profesión. En ese texto clásico Weber nos habla de dos éticas políticas: una, la ideológica y, otra, la de la responsabilidad. Claro, eran otros tiempos. Tiempos recién seculares en los cuales los electores buscaban sustitutos de líderes religiosos en líderes ideológicos. Tiempos en los cuales muchos líderes no pensaban pues eran pensados por una ideología que los poseía. Al otro lado, líderes que ajustaban sus procedimientos a criterios deducidos del derecho público, la mayoría de ellos, socialistas, liberales y conservadores, seres responsables frente a las demandas de sus electores. Después de Weber, los líderes ideológicos, en consonancia con las ideologías totalitarias que invadieron a casi todo el siglo XX, impusieron su hegemonía. Así fue hasta la caída del Muro cuyas pesadas piedras parecieron sepultar para siempre a los tiempos ideológicos.
Hoy vivimos en un intertanto post-ideológico. Nadie sabe lo que sigue después. Lo que en ese intertanto parece ser decisivo es el aparecimiento de una tercera ética situada entre la ideológica y la de la responsabilidad: es la ética del poder puro o si se prefiere, la ética del puro poder. Ya no se trata, según esa neo-ética, de dibujar escenarios mesiánicos. Tampoco de tomar decisiones de acuerdo a la ley. Lo importante, lo más importante, es la conquista de la mayoría. A cualquier precio. Por lo mismo hay que prometer grandes cosas. En el caso de Rovira, la división del Gran Buenos Aires. La política que entra a dominar, bajo esas condiciones, es la política del «hacer» y por eso cada candidato ha de presentarse como «un gran hacedor». En esa dirección los partidos terminan transformándose en empresas cazavotos financiadas por otras empresas cuyos intereses no tienen nada que ver con la política.
«Hay que decir al votante lo que el votante quiere oír» es un mandamiento de Rovira. Y con ello nos está diciendo, la única verdad que importa es la del poder. Nos dice también que la política es una moneda de dos caras: la del que promete y la del que necesita creer en la promesa, incluso en el político mismo como un ser sobrenatural. De este modo, llega el momento en el cual se produce una doble des-personalización. La del votante quien deja de ser un ente soberano para convertirse en seguidor de un «hombre superior» y la del político quien llega a ser un enajenado cuya voluntad, moral e identidad depende de los vaivenes del poder. Hechor y víctima a la vez. Pues ese político no hace vida política, su vida es la política. O como dijo en un momento de sinceridad Rovira «sin la política me muero». Por lo mismo, ha de mostrar vida: entusiasmo, alegría y, antes que nada, ninguna debilidad. Jamás confesar una culpa, nunca hacerse responsable de nada y, si es preciso, cuando ha cometido errores, buscar chivos expiatorios, -ojalá fuera de los límites nacionales, en fin, alguien o algo que cargue consigo el peso de la culpabilidad, sea este algo «el imperio» como era el caso de los comunistas o, como acaba de suceder en Venezuela, donde políticos cómplices de una de las aberraciones más grande de la historia de ese país, la del frustrado «pronunciamiento militar» del 30-A, han optado por esconderse de sí mismos, culpando nada menos que a la Alta Comisionada de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
Extraña profesión la del político. Debe ser la única cuyo ejercicio no requiere de un estudio pre-profesional. La mayoría de los políticos ejercen su profesión de modo post-profesional. Los hay quienes son abogados, le siguen economistas, médicos, obreros, en algunos casos campesinos.
Quienes cursan en la universidad la disciplina de politología o «ciencias políticas» son los menos. Ellos solo estudian a la política y conocen sus condiciones. Tal vez por eso mismo no quieren ser políticos.
Y sin embargo, con todos sus defectos, personales y adquiridos, los necesitamos, a los políticos. Vivimos en un mundo político, lo que equivale a decir, en un mundo de representaciones. Si no fuera por esos profesionales de la política tendríamos que representarnos nosotros mismos. Solo nos quedan entonces dos alternativas: intentar elegir de modo soberano a quien mejor representa durante un determinado momento nuestros intereses e ideales o esperar tiempos mejores, cuando los jóvenes de hoy, después de las experiencias por nosotros vividas, adquieran una nueva ética y una nueva noción de responsabilidad frente a quienes los eligen. Alguna vez será necesario un nuevo comienzo.
En esa posibilidad parece creer Claudia Piñeiro cuando hizo aparecer a ese niño de apenas tres años de edad, meándose sobre la piedra fundacional de la ciudad de la Plata, mientras los canales de televisión del país no cesaban de enfocarlo.