La mañana siguiente, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
«Es urgente provocar un cambio en el país, la vida se nos está yendo en esto».
José Virtuoso, SJ
Tendría yo unos 10 años cuando me llevaron a ver aquella película de Irwing Allen, realizador ya famoso por teleseries como la «Perdidos en el espacio» y «Viaje al fondo del mar» con las que creció toda mi generación. Protagonizada por Gene Hackman y Ernest Borgnine, tratábase esta de un gran barco trasatlántico, el Poseidón, que en plena travesía de Año Nuevo zozobró a causa de la inmensa ola que había generado un tsunami, quedando a flote totalmente invertido.
Los sobrevivientes, reptando por ductos y ventilas, buscaron hasta encontrar la ruta hacia el mismísimo casco de la nave, que unos afanados rescatistas, armados con sopletes, perforaron para extraer a los náufragos. De la banda sonora de aquel filme de 1972, al que debí prolongadas pesadillas que me impidieron volver a meterme en las aguas de Playa Lido por algún tiempo, recuerdo una hermosa balada de Maureen McGovern que invitaba a siempre esperar, aún en medio de la peor circunstancia, el clarear de la mañana siguiente.
La agonía venezolana nos conmueve hasta la médula a los que nos toca presenciarla en primera fila todos los días. Es la vida que se nos va, como dice el padre Virtuoso, mientras nos consumimos a la espera de una mañana que nunca llega. Más allá de declaraciones y de mensajes por tuiter, ningún gesto hemos visto en nuestra dirigencia que nos permita mantener una mínima esperanza en esa aurora; antes bien, buena parte de esa misma dirigencia parece obstinadamente confiada en que algún portentoso, mágico e improbable evento originado en el exterior traiga consigo el cambio anhelado por un pueblo que lo ha dado todo y que ya no puede más.
Como los hombres, las sociedades también mueren de desesperanza. Refiriéndose a la desdichada Cuba y a su propia generación, Leonardo Padura nos lo retrata conmovedoramente en las páginas de «La transparencia del tiempo», su novela de 2018:
«…la hornada que creyó, luchó y luego no obtuvo demasiadas recompensas por el sacrificio al cual habían sido sistemáticamente convocados y, en ocasiones, conminados».
Desde 2002, al exhorto de esa misma dirigencia, los venezolanos hemos creído y luchado con denuedo y sin escatimar en nada. Incluso, hasta llegar al más grande de todos los sacrificios. Solo en 2017, entre los meses de abril y agosto, el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS) dio cuenta de 163 muertos durante las jornadas de protesta en las que la orden impartida a las fuerzas del régimen no fue otra que la de tirar a matar.
Apenas dos años antes, en 2015, este pueblo había llevado a esa dirigencia hacia el logro de su más brillante victoria sobre el chavismo en 20 años: la de la mayoría calificada en la Asamblea Nacional (AN). En las duros días vividos entre 2016 y 2019, los ciudadanos nos mantuvimos consecuentes con nuestro parlamento. Nos tragamos el sapo de lo de Cúcuta, incluidos el «show» sobre el puente internacional y las farras de algún diputado, si bien a mi hospital, aquí en Caracas, jamás llegó ni tan siquiera una aspirina de la anunciada caravana de ayuda humanitaria.
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Similar esfuerzo deglutorio hubo que hacer con los sainetes de La Carlota y de Carayaca, sin que se pueda dejar de observar que al menos del primero quedaron como saldo unas cuantas cajas con plátanos que supongo fueron del provecho del afortunado que se las encontró, porque el segundo no fue sino una verdadera chapuza, una payasada que muchísimo daño terminó haciendo al prestigio de la causa democrática venezolana.
En cada oportunidad en que fue convocado, aún en medio de apagones, de hiperinflación, de ruina y escasez de todo tipo, del hambre feroz, de necesidades de toda índole y ahora hasta en la pandemia, el venezolano permaneció leal a lado de la AN en tanto que último reducto republicano en pie en Venezuela. Pero el tiempo se agota. La vida se nos va.
Se nos llama ahora a no concurrir a las urnas electorales el 6D, pero nada se nos dice sobre la política a seguir a partir de la mañana siguiente. Reuniones van y vienen, convocatorias, más y más tuits, pero ninguno con algo «en la bola». Hemos creído y luchado.
Al llamado de esa misma dirigencia lo hemos dado todo, muchos incluso hasta la vida. ¿A qué se nos va a llamar esta vez? ¿A esperar el mil veces cacareado «quiebre»? ¿A que unos rubios marinos de Iowa desambarquen en aquella misma playa litoralense en la que de niño temí ahogarme a pesar del aro de salvavidas inflable en el que mi mamá me ensartaba tan pronto salíamos de casa? ¿O es que nos tocará esperar a que en alguna reunión en Washington, Miami, Madrid o Bogotá se acuerden de que en los hospitales venezolanos falta hasta el agua y de que ya son 100 los médicos y enfermeras sacrificados luchando contra la covid-19?
El lunes 7D, exactamente a las ocho de la mañana y pase lo que pase, habrá revista de sala en el piso tres de mi hospital. Como de costumbre, mis colegas y yo nos detendremos ante todas y cada una de esas camas desportilladas en las que yacen los enfermos a nuestro cargo, tratando de hacer algo por ellos mientras sus dolientes salen a la calle a «rebuscarse» para poder comprar la próxima dosis del antibiótico prescrito.
La mañana del 7D no será la excepción: «Llueva, truene o relampaguee», la revista médica de sala pasará, cumpliéndose una vez más el antiguo ritual de los hospitales de enseñanza venezolanos. Porque tampoco ese día faltaremos al deber que tenemos de asistirles en lo posible, o al menos, de consolarles cuando ya no haya nada más que ofrecer.
Entre nuestros pacientes de seguro habrá uno que otro vistiendo una desteñida franela roja estampada con los ojos de Chávez o cubriéndose la ausencia de cabello que le dejó la quimioterapia con una gorra de la fenecida MUD, no importa: en la Venezuela del dolor esas diferencias ya son irrelevantes. Unos y otros se hermanaron hace años en la misma angustia por el medicamento que falta o por el estudio o prueba de laboratorio que no hay como pagar.
Y para todos ellos estaremos sin distingo. Porque son ciudadanos de un país que en 1947 por primera vez hizo de la asistencia médica un derecho con rango constitucional. Pero sobre todo porque la medicina solo encuentra su más plena justificación en la procura del mayor beneficio posible para quien jamás eligió enfermar.
Consciente de responsabilidad contraída con nuestros enfermos y asistido por la autoridad moral que me confiere el haber acatado, como tantos otros compatriotas, el llamado de nuestra dirigencia en cada oportunidad en la que fui convocado, a ella me dirijo emplazándola: ¿A qué se nos va a convocar a los venezolanos a partir del 7D? ¿Cuál será la ruta a seguir? ¿O es que estamos condenados a permanecer sumergidos para siempre en esta noche inaguantable de ruina y de pobreza, de hambre y de enfermedad? ¿Toca acaso esperar a que las constelaciones se alineen con la Casa Blanca y por fin las sanciones estadounidenses hagan en Venezuela el cambio que en la Cuba de Castro nunca lograron en más de 50 años? ¿Apostamos por otro cuartelazo que nos prometa arreglar manu militari los entuertos de un país sin brújula?
Convocar a elecciones sin un mínimo de condiciones que hagan de ella un proceso competitivo creíble es absurdo, tanto más cuando la cosa pasa por movilizar a más de 20 millones de personas en un mismo día y en medio de una epidemia que el estado está muy lejos de tener bajo control.
Pero, de no ir a elecciones, ¿cuál es la ruta alternativa? Tomando toda la distancia posible de los discursos estrafalarios de tanto aventurero irresponsable que por ahí anda en procura de un «cuarto de hora» que le sea propicio, les pregunto: ¿qué haremos ese día? Y deslindando del esquirolismo político de quienes ven en esta hora terrible la oportunidad de agarrar un «mango bajito» convirtiéndose en miembros del parlamento así este sea de utilería, les increpo: ¿No es esta una reedición de aquel craso error de 2005 cuyas consecuencias aún estamos pagando?
Resumiendo, señores dirigentes: ¿Qué les diré yo a mis enfermos la mañana siguiente al 6D? A mis pacientes, que son el rostro vívido del país que sufre en silencio porque el drama particular de una familia venezolana con el padre, la madre o el hijo enfermo nunca alcanzará a convertirse en «trending topic» en los predios de «Tuitterzuela»; a todos ellos, ¿qué les digo? Compatriotas que en su infortunio ya no soportan tanta noche de angustia; expresión de un pueblo atormentado que cada madrugada cierra los ojos sin saber si volverá a ver, como los náufragos del Poseidón, el clarear de la mañana siguiente.
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