La memoria, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
La cultura es la memoria del pueblo,
la conciencia colectiva de la continuidad histórica,
el modo de pensar y de vivir.
Milan Kundera
La memoria es la capacidad que posee nuestra mente para codificar, almacenar y, posteriormente, evocar buena parte de las vivencias personales y de la información que recibimos a lo lago de la vida. La memoria es como un gran almacén o baúl donde guardamos nuestros recuerdos, recientes y lejanos.
Por medio de ella, organizamos la información que tiene significado y la recuperamos cuando la necesitamos para funcionar armoniosamente en la vida. Los recuerdos de rostros, datos, hechos o conocimientos que reciben el nombre de discriminativos son fundamentales en la construcción de nuestra identidad e integración a una cultura y a un territorio que identificamos como patria.
Aunque el hipocampo y otras partes como los lóbulos temporales mediales del cerebro son las estructuras cerebrales más relacionadas con la memoria, no podemos localizar los recuerdos en un punto concreto del cerebro, sino que en ellos están implicadas una gran cantidad de áreas cerebrales. En todo caso, por medio de esta función cognitiva nos ubicamos en el espacio y en el tiempo por lo cual somos los afortunados en la escala filogenética de los seres vivos, en tanto que esta función existe y a la vez puede ser entrenada mediante estimulación cognitiva y diversos tipos de acciones para orientarla a determinado fin.
Esto viene a colación porque desde que las comunidades se estructuraron jerárquicamente para establecer un funcionamiento social han echado mano de mecanismos para trastocar la memoria a gran escala tanto individual como colectiva, cuando intentan homogeneizar la población, arrojando de su seno a un sector diferente, como fue el caso del faraón en el antiguo Egipto quien, por ser furibundo politeísta, dio la orden de expulsar del país a los habitantes monoteístas de la ciudad de Aket-Aton.
Esto se ha repetido a lo largo de la historia al igual que la movilidad de pueblos llevándolos de una región a otras. De este método el más infernal y reciente fue el de Pol Pot, un enajenado que intentó eliminar las ciudades en Camboya con lo cual los habitantes perdían todos los discriminativos y fueron condenados a un evidente desequilibrio social y mental. Así ha ocurrido con las poblaciones aborígenes en los EE.UU. y en otros países como un método de dominación.
Es a la memoria a lo que va dirigido el ejercicio inherente de los gobiernos autoritarios al cambiar los nombres de instituciones y voltear las toponimias regionales con sus concepciones ideologiizantes.
Aunque lo peor que ha presenciado la humanidad es la destrucción del ser humano para eliminar con ello un tipo de cultura o conocimiento, en función de hacer homogénea una raza o una cultura como es el caso del nazismo con el Holocausto o durante la era staliniana con la teoría de la ciencia para la clase obrera, cuyo ejemplo más acabado fue la imposición manu militari en genética de las ideas de Lysenko.
Todavía en el siglo XXI algunas religiones, en su afán de evangelizar por medio del terror, encarcelan a los que no cumplen los preceptos religiosos y aplican el fusilamiento en los casos de homosexualidad o de infidelidad marital.
Pero como si faltara la tapa del frasco, aparece la Inteligencia Artificial Generativa que es un término para cualquier tipo de proceso automatizado que utilice algoritmos para producir, manipular o sintetizar la conducta, imágenes o texto legible por humanos, esto es, tomar datos de la realidad, cambiarlos y producir una historia que siendo falsa no se diferencia de lo real.
Pero nuestro cuento se refiere a un aspecto más simple, al menos por sus consecuencias. Se trata de esa jugarreta del inconciente con los olvidos momentáneos que con cierta frecuencia aparecen en la vida cotidiana. Y fue lo que nos ocurrió en el café Roma, ubicado en la avenida Victoria y al cual acudíamos Claudio Cedeño y yo con cierta regularidad, a libar uno de los mejores cafés de Caracas. En esa oportunidad nos acompañaba Luis «Licho» Bello, quien andaba en esa época con la teoría del lenguaje de los animales, con datos tan elaborados que ni el mismo etólogo Konrad Lorenz tendría en su repertorio.
El caso es que, en medio de la conversación, entró a la panadería el pequeño hijo de un apreciado amigo recién fallecido y quien habia sido compañero de Claudio en sus actividades pedagógicas, al verlo yo me acerqué al muchacho para saludarlo e invitarle a cualquier dulce o refresco que él tuviera a bien consumir, pero el niño se negó a todo y señaló que solo venía a buscar un pan recién hecho que su madre ya había cancelado. Claudio y Licho también se levantaron para saludar al párvulo y en medio del saludo, Licho le pregunto: ¿Cómo está tu papá?; pero en un celaje le vino a la memoria el reciente deceso de Roberto y para enmendar la plana, le pregunto: Él sigue muerto, ¿no?. Y el niño, con cierto aplomo y frente a nuestro asombro respondió: Sí, él sigue muerto. No había transcurrido un segundo de la salida de Robertico de la panadería cuando nuestras carcajadas casi obligaron al dueño a pedir un desalojo inmediato.
Y por supuesto, una vez calmada la risa, debí entrar en un debate con lujo de detalles para tratar de explicar desde el punto de vista psicológico, aquel momento tan especial de la memoria.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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