La mentira, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Claro que lo conocí. Un tipo raro, a decir verdad, envuelto en el misterio y poco dado al intercambio de saludos. Riguroso en sus actos y, aunque nadie sabía a qué se dedicaba, el viejo Gómez era, antes que nada, un personaje irascible que, no sería exagerado suponer, su sombra le acompañaba con miedo.
Decían que provenía de Chivacoa, de donde llegó a Caracas porque llevaba una muerte encima. Si uno se lo encontraba de frente lo que asustaba era su mirada y su silencio. De aspecto grave de quien oculta un secreto, andaba mal dispuesto, el cabello blanco desordenado como si nunca se peinara y ropa corroída por los años. Ocupaba un caserón algo desaseado en mi calle, con tal excentricidad que a veces daba la impresión de que venía de otra época.
De allí la facilidad con la que excitaba ideas aterradoras, muchas de ellas inventadas, en particular las nuestras, cuando añadíamos pasajes de terror acerca de su vida anterior y la de su familia. Aún más cuando la pelota caía de faul en su patio, abarrotado de trastes y basura. Entonces, él salía furibundo a la calle, ofendido, con el filoso machete en la mano para dejar el mensaje de su endemoniado carácter, avisándonos que no entregaría la pelota. Si acaso cedía para que alguien entrara a buscarla, quienes permanecíamos afuera apostábamos, en son de burla, si quien había ingresado saldría con vida. Desde luego que estoy hablando desde ese espacio borroso de la niñez y se sabe cuán difícil resulta revivir los días de una época ya lejana.
Solo digo que la calle Guaicaipuro era nuestro estadio improvisado para la pelotica de goma, parando el juego si pasaba el autobús o un carro, y fastidiando a las viejas que dormían la siesta de la tarde con los gritos de ¡out!, «¡Es safe!» o «¡Es foul, marico!»; porque sí, nuestro beisbol se inició con el aporreo de la palma de la mano contra una pelota de goma pequeña y esas sí son experiencias que no se olvidan. Pero, antes, había que aprender a ahuecar la mano, dominarla para que el impacto con la bola lograra que se disparara en dirección hacia el jugador más torpe del equipo contrario o para traer a home la carrera desde la segunda base, con batazo a los pies del primera base, de modo que el piconazo le sorprendiera y nos ayudara a ganar el juego.
Un amigo de mi hermano, de apellido Salas, había desarrollado una técnica infalible para batear líneas por encima de la cabeza de quien cubría la segunda base o en dar un paso atrás para coger los piconazos y lanzar a primera, pero eso será materia para quien se atreva alguna vez a describir el arte de la pelotica de goma.
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En fin, ¡qué carajo le iba a interesar al viejo Gómez la magia de ese beisbol callejero! Al contrario, su irritación se incrementaba cuando la bola golpeaba su puerta, justo el punto donde fijamos la primera base y, peor aún, si la bola aterrizaba entre sus cachivaches. Fue así, a partir de esa inquina, que nació el extraño caso de la mascota degollada y la pelea a muerte que ello suscitó.
Todo empezó porque Juan Ramón aseguró haber visto desde el balcón de su apartamento, en el piso ocho, cómo el viejo Gómez le asestaba un machetazo a un perro que se atrevió a ingresar en un trullo de su descuidada cerca de metal. No eran tiempos para llamar a la policía y denunciar la muerte de un animal, por muy querida que esa mascota fuese en su familia. Pero esa tarde, tirando ya a la noche, Juan Ramón no bajó a jugar porque tenía fiebre y, por tanto, pesaba sobre él la prohibición de salir de casa. Debió conformarse con vernos jugar desde el piso ocho y para saciar nuestro sadismo le sacábamos el dedo del medio ya que se perdía lo que constituía el mayor de los placeres de amigos que crecieron en la acera del barrio, donde se aprendía lo que no enseñaban en la casa ni en la escuela.
Fue así como Juan Ramón juró haber visto al viejo Gómez darle un solo machetazo al animalito. Nos lo contó al día siguiente cuando, de ociosos en la escalera de la letra A, nos asustó el señor Villamizar, cojeando como siempre y preguntando por Canelo. Fingimos oír con atención su inquietud y la súplica para que le ayudáramos a buscar el perro. Cuando se alejó, nos burlamos de su caminar y del acento de gocho. Fue en ese instante cuando Juan Ramón dijo: «A ese perro lo mató el viejo Gómez». Lo afirmó con contundencia, pero luego suavizó el tono de su testimonio, alegando que era ya tarde noche y la calle no se caracterizaba justo por su iluminación. No obstante, describió en detalle lo que había presenciado. Detrás de la confesión se abrió un espacio para el silencio. Yo intenté creerle porque desde hace tiempo abrigaba mis dudas acerca de ciertas afirmaciones de Juan Ramón.
Sin pensarlo, Virgilio se apresuró y corrió detrás de Villamizar para darle la primicia. El sol de la tarde jugaba con nosotros y nos aturdía. En medio del interrogatorio a Juan Ramón para confirmar lo que había visto se apareció Villamizar, con expresión fantasmal e indignado. Detrás, Virgilio, orgulloso por el deber cumplido.
Teníamos al frente al presidente de la junta de vecinos de los bloques, cuya severidad quedó demostrada un sábado cuando reclamó a Superman una mala acción cívica y, en mitad de la refriega, sacó su machete y se lo incrustó al malandro en la espalda.
Juan Ramón repitió lo que creyó haber visto y todos notamos que Villamizar fruncía el entrecejo dibujando un mapa sinuoso en la frente, como el detective que analiza la declaración de un testigo y separa la verdad de la mentira.
Para no dejarlo en el aire —y porque era cuestión de segundos para que Juan Ramón estallara en llantos—, cada uno de nosotros agregó —inventó— datos que reforzaban su versión. No habían pasado tres minutos, creo, cuando el señor Villamizar acentuó su cojera y dijo: «Ya vuelvo». Entonces, alguien —comprenderán que éramos muchachos— presagió: «¡Coño… un duelo de machetes!» . En mitad del entusiasmo, otro corrigió: «No, es como un duelo de espadas»; y salimos disparados, como mensajeros de la guerra, cada quien a su casa para avisar lo que sería el combate entre dos viejos que nos caían mal.
Al cuarto de hora de haberse marchado, reaparece Villamizar, decidido, serio, lleno de ira, rumbo a la casa del viejo Gómez, quien debió sorprenderse ante el estruendo de los golpes desafiantes a su puerta.
El rumor se expandió no sé cómo, y la gente se movilizó en procura de los mejores puestos sobre el capó de los autos estacionados en el Bloque 8. Otros prefirieron ver lo que apuntaba a ser el combate del año desde sus balcones para tener la oportunidad de gritar y alentar la refriega, dando así impulso a las crueles emociones del hombre. Villamizar volvió a tocar —digo, a golpear— con más fuerza la puerta hasta que abrió el viejo Gómez, con restos de comida en la boca, el machete en la mano y preguntando de forma altanera a quien tenía enfrente qué carajo le pasaba.
«Vine porque usted mató a mi perro», dijo Villamizar, con voz firme, pero midiendo cada una de sus palabras.
Gómez, entre sorprendido y encolerizado, pudo apenas decir «¡qué coño dice!», porque un machetazo salió directamente contra su cuerpo. Entre la multitud ebria del espectáculo que brindaba la violencia surgió un grito aterrador, pero al instante comprobamos que Villamizar no había acertado y que para su desgracia el machete se había incrustado en el portón. Apenas tuvo tiempo para una mirada singularmente piadosa porque fue, entonces, el turno de Gómez quien, con toda furia, le asestó en una pierna –hubo apuestas si le había dado o no en la extremidad con la que cojeaba– y Villamizar cayó bruscamente en la acera, por primera vez asustado e invadido por el desaliento. Vino otro machetazo y Villamizar alzó el brazo que se interpuso y evitó que el golpe cayera sobre su rostro, pero obedeciendo a un impulso repentino, el viejo Gómez tomó fuerza para lo que sería el remate y, justo entonces, intervino un osado policía que le contuvo la mano, mientras el otro agente jalaba a Villamizar, como los asistentes arrastran a su boxeador noqueado a la esquina del ring antes del conteo de protección.
La pelea había concluido. Un taxista se prestó para llevar a Villamizar al Hospital Militar, mientras el viejo Gómez —enfurecido todavía, pero dominado y desarmado bruscamente por varios agentes— fue introducido a la patrulla, sin lograr borrar del rostro la expresión de quien le sobraba coraje y la convicción de no haber cometido delito alguno. Solo después, cuando seguramente Villamizar y Gómez pasaban apuros, uno en el hospital y otro en la jefatura, Juan Ramón me silbó y yo salí de casa. Tembloroso, me dijo que esa sería una noche para no dormir y, antes de que yo contestara: «Sí, me lo imagino», me habló en un tono triste y me confesó que se lo había inventado todo.
Lo miré, no sé si con asombro o con desprecio, y antes de que llorara como el pendejo que a veces era, lo abracé sorprendiéndome de que el ruidoso ambiente de la calle de hace unos minutos hubiera sido reemplazado por el silencio. Le contesté que yo lo suponía, pero que no dije nada porque no podía traicionarlo. Nos dimos la mano, sin pensar si alguna vez en lo que sería del resto de nuestras vidas nos volveríamos a ver y nos preguntaríamos si actuamos bien o si seríamos torturados por el recuerdo de aquella mentira.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España