La metafísica de la física, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Me sentí algo desconcertado al comenzar a leer la última y más divulgada novela del escritor Benjamín Labatut, Un verdor terrible. Según me habían informado, la novela tenía como tema central un momento histórico del siglo XX, cuando los físicos más notables de Europa se dieron a la tarea de descifrar los misterios cuánticos de la materia. Sin embargo, la novela comienza revisando otro tipo de descubrimientos como el de la metanfetamina con la que Alemania sostuvo la Blitzkrieg, la que entre muchas de sus consecuencias fatales la menor no fue que los soldados sufrieran inexplicables ataques psicóticos. Luego nos relata acerca de la enorme cantidad de drogas que contenía el cadáver del segundo de Hitler, Göring, así como la extraña epidemia de suicidios que acosó a la plana mayor del ejército alemán: «53 generales del Ejército, 14 de la Fuerza Aérea y 11 de la Marina».
Labatut continúa, después, escribiendo acerca de las propiedades mortales del arsénico «que se esconde en los tejidos más profundos de tu cuerpo» y del cianuro «que te roba el aliento».
Prosigue su relato avanzando hacia el campo de la química, personificado en el gran químico Fritz Haber, quien creó refinados métodos de exterminio aplicados primero a insectos y ratas, después a enemigos bélicos. La propia esposa de Haber, la famosa químico Clara Immerwahr, terminaría suicidándose al saber de las tétricas consecuencias que traían consigo los descubrimientos de su esposo. No obstante, en 1918, al terminar la Primera Guerra Mundial, Haber fue declarado criminal de guerra y Premio Nobel de Química, casi simultáneamente.
Pero Haber pasaría a la historia por sus invenciones destinadas a extraer nitrógeno del aire, según muchos, el descubrimiento más grande del siglo XX. Ese mismo descubrimiento, destinado a mejorar las condiciones de vida humana, llevaría a la fabricación del gas Ciclón, creado para despiojar y exterminar con elegancia ecológica a polillas, cucarachas y arañas. Con el nombre de Ciclón B fue utilizado por los nazis para exterminar judíos en los siniestros campos de concentración.
Utilizando los inventos de Haber fueron asesinados por lo menos seis millones de judíos, entre ellos los miembros de su propia familia. Pero la mayor pesadumbre de Haber fue su infundado presentimiento de que la extracción de nitrógeno alteraría para siempre el ciclo natural de reproducción del planeta, desnaturalizando a sus habitantes y cubriendo el espacio con «un verdor terrible», palabras que dan título a la novela de Labatut.
Gracias a ese título entendí, entonces, por qué para escribir sobre la física cuántica, el novelista había comenzado relatando descubrimientos productores de la vida, pero también de la muerte. Efectivamente, la física cuántica comienza, en la versión literaria del autor, con la observación de «la muerte de la vida». Sí, aunque parezca paradoja. La pasión que llevará a Karl Schwarzschild a ocuparse de los vacíos oscuros del espacio infinito —después lamados «agujeros negros»— lo llevó a pensar también sobre el sentido de la existencia de tales vacíos.
La singularidad de la materia, de acuerdo con Schwarzschild, proviene de su desaparición. Las estrellas, como pasará alguna vez con nuestro querido Sol, si no pierden, exportan energía hacia otros espacios del universo (segunda ley de la entropía) con lo que, primero lentamente, después de modo acelerado, llegarán a contraerse sobre sí, incrementando su fuerza de gravedad, originándose de este modo la oscuridad más absoluta, hasta alcanzar el punto de contracción máxima que las llevará a explotar en el espacio –¡Big Bang!– dando así origen a enormes fuerzas energéticas convertidas en universos estelares, guijarros gigantes que después tomaran la forma de nuevos soles gracias a cuya existencia será reproducida la vida animada y pensante de la cual formamos parte, nadie sabe el porqué y el para qué.
O sea, el universo, según la observación de Schwarzschild se estaba haciendo y deshaciendo. A cada rato. Experiencias que hoy conoce cualquier escolar adelantado de secundaria, pero cuando sus visionarios observadores las percibieron por primera vez, llegaron al borde de la locura.
Como escribió Schwarzschild: «He tejido los hilos que se extienden hasta las zonas más oscuras del alma humana, que es allí donde debemos llevar la nueva luz de la ciencia». Fue quizás esta, u otras frases similares, las que despertaron los ocultos deseos de uno de los genios más grande de la modernidad, un hombre que era capaz de unir las dimensiones más exactas de las matemáticas y de la física, con reflexiones elevadas al nivel de la pasión filosófica e incluso poética: Werner Heisenberg, quien a su vez será el personaje central de la novela que estoy comentando. Pero no nos apresuremos.
Guiado por un ímpetu similar, el matemático japonés Shnischi Mochizuki, pensando en términos de «conjeturas» llegaría al convencimiento de que en cada unidad numérica yace de modo potencial la totalidad de la numeración universal. O como diría el novelista Arthur Koestler, entre el cero y el infinito no hay contradicción sino continuidad.
El infinito ya está en el cero. La conjetura a+b=c demolería, con su terrible simpleza, a toda una lógica matemática acumulada en siglos.
El seguidor más fiel de Mochizuki fue, según Labatut, el genio de las matemáticas Alexander Grothendieck. De sus seminarios, reunidos en más de 20.000 páginas, sus estudiantes no entendían nada, pero seguían cada una de sus opiniones como hipnotizados, como si escucharan un mensaje que viene de otro mundo. Antes de que Derrida inventara la palabra deconstrucción, Mochizuki y Grothendieck habían deconstruido a las matemáticas. Quien haría lo mismo, pero en el campo de la física, sería el padre superior de la energía, de la materia y de la luz: Albert Einstein.
Einstein modificó el paradigma de Newton al descubrir que los efectos no obedecen a causas preestablecidas, como lo determinaron en el campo de la filosofía, primero Husserl y después Heidegger. Paralelamente a Einstein, el duque francés Louis de Broglie había dictaminado: «Durante más de un siglo hemos dividido los fenómenos del mundo en dos campos: los átomos, las partículas de la sólida materia y las ondas incorpóreas del éter duminífero». Y bien, esos dos sistemas no pueden permanecer separados, debemos unirlos, pensó Einstein. Y los unió al comprobar empíricamente que la luz no es solo una onda sino que está formada por partículas luminosas de ondas concentradas. Pero las ondas, pensó después, no son algo así como un bus en donde viajan las partículas de la luz sino dos formas de existencia de una misma realidad. Eso significa: la luz existe como onda y como partícula a la vez, articulando dos regímenes (al mismo tiempo) y manteniendo identidades opuestas.
Einstein comprobó de modo experimental lo que en el otro lado de la acera, la filosofía –desde Parménides, Demócrito y Heráclito, hasta llegar a Husserl, Sartre y Heidegger– había intuido de un modo casi poético, escudriñando la metafísica sin pasar por la física, para concluir en que no existe diferencia entre el fenómeno y su esencia, o lo que es similar: el fenómeno es la esencia y la esencia es el fenómeno.
Dicho en términos muy populares: las ánimas (lo animado, lo energético) aparecen como ánimas, pero no pueden existir sin nosotros, pero a la vez, nosotros no podemos existir sin las ánimas. En cierto modo somos portadores de nuestros propios fantasmas. Ese fue el punto donde Einstein, como el riguroso científico que era, negó conjeturar sobre lo no verificable. No así Heisenberg.
Heisenberg, al observar el desdoblamiento de las partículas en energía, o fotones, presintió inicialmente que entre esa transición infinitesimal que se da entre la partícula y la onda se escondía un fondo oscuro que, en palabras no doctas, me atrevería a denominar como un «no- ser» incrustado en el interior del propio ser. Sus conocidas descripciones fueron las siguientes: «Cada vez que uno de los electrones que rodea el núcleo cambia su nivel de energía, emite un fotón, una partícula de luz. Esa luz puede ser registrada en una placa fotográfica y esa es la única dimensión que se puede medir directamente, la única luz que surge de la oscuridad del átomo». Más allá de esa dimensión, encajado en la profunda materialidad de cada cosa, comienza el reino de lo inconmensurable. En ese reino invisible yace el secreto del universo, el de su creación, el de su origen y el de su final.
Así como Pedro aprendió de Jesús que no solo podemos creer en lo que vemos, Heisenberg decidió abordar la subrealidad de los átomos en términos poéticos.
«¿Dónde está el color que puede ceñir el cielo? (…..) La niebla gris me deja ciego (…) por más que miro no veo». Erwin Schrödinger, su íntimo enemigo, fue más allá todavía: «Los fenómenos atómicos tenían un atributo común, podrían ser las manifestaciones individuales de un sustrato eterno». ¿Dios? Eso no lo dijeron ni Schrödinger ni Heisenberg. Pero de una u otra manera, ambos habían conocido el principio que rige a la «existencia de la nada».
«En el transcurso de la vida no hay nada salvo el sube y baja de las formas materiales y mentales, mientras que la realidad insondable permanece. En cada criatura duerme la inteligencia infinita», hace decir Labatut a una discípula de Schrödinger. Heisenberg, por su parte, nos habla de ese bello destello de un universo que nace cuando el electrón salta de un estado a otro. Y si esa era la realidad de las partículas elementales, debía ser también la de todo el universo. Ese fue el punto en donde Heisenberg logró desbancar una tesis del genio danés Niels Bohr quien había separado a la realidad infrafísica de la superfísica. Heisenberg logró convencerlo de que esa separación es solo convencional. Los movimientos que rigen las formas de las ondas deben ser los mismos que rigen la totalidad del universo, incluyendo en ese universo a «nosotros mismos». Ese «nosotros mismos» es la clave, argumentó Heisenberg. Ese fue su gran aporte.
Heisenberg no solo logró superar «la maldita discusión –según Labatut– entre ondas y partículas». La letal conclusión —para la física clásica— de Heisenberg, fue que los objetos cuánticos no tenían una identidad definida sino que habitan en un espacio de múltiples posibilidades.
Por lo tanto un electrón no existe en un solo lugar sino en muchos, y no tiene una sola velocidad sino varias, dependiendo del observador y de sus instrumentos de medición. Y este fue definitivamente el punto de ruptura, no solo con la física de Newton sino con la física en general: el mundo que pensamos e imaginamos depende de nuestra observación. No estamos solo afuera, estamos también adentro de los objetos que analizamos.
No existe para Heisenberg una realidad objetiva y otra realidad subjetiva. Toda realidad es subjetiva y objetiva a la vez. O dicho en su famoso dictamen: «El observador es parte de la observación». Y, por lo mismo, también debe ser observado. Tesis que ya no era física sino profundamente metafísica (e intrafísica a la vez)
Einstein había clausurado el principio de la causalidad. Heisenberg, en cambio, inauguró el principio de la casualidad. A partir de sus observaciones, toda determinación debía ser arrancada de raíz en nuestro pensamiento. En vez de causas, aparecían abanicos de posibilidades. «La partícula como tal — dijo Heisenberg— no existe. Nuestra observación la convierte en algo existente». Como el nombre de Dios, pienso yo.
Si los humanos no lo hubieran descubierto a partir de su lógica, Dios no existiría para nadie, y eso quiere decir, no existiría. En cierto modo, la realidad es la que hemos acordado como realidad, o para formularlo según la lógica de un Lacan, la realidad que conocemos no es la realidad sino solo la punta de un iceberg que asoma desde las profundidades infinitas de un oscuro océano. Demasiado para la paciencia de Einstein.
El gran sabio no podía aceptar la tesis de que estamos regidos por un orden impuesto por el caos. Su frase legendaria: «Dios no juega a los dados» es más bien un clamor por un orden universal. La frase pasó a la historia. La que no pasó a la historia fue la réplica de Niels Bohr: «No es nuestro lugar decir a ÉL cómo debe manejar el mundo». Pero con esa frase, Bohr, tal vez sin darse cuenta, tendía un puente entre Einstein y Heisenberg. Sobre el caos reina un orden, fue el imperativo categórico de Einstein. Pero ese orden no nos es accesible a menos que seamos dioses, fue lo que quiso decir Bohr. Heisenberg, por su parte, se iría de este mundo creyendo, como Sócrates, que cuando definitivamente hemos llegado al punto en el cual ya no entendemos nada, ahí, justamente allí, hemos comenzando a entenderlo todo.
Benjamín Labatut, chileno de nacionalidad, nació en Rotterdam en 1980. Antes de publicar su ya consagrada novela Un verdor terrible (2020), había dado a conocer una colección de cuentos bajo el título La Antártica empieza aquí (2010) y una novela, Después de la luz (2016)
Su novela Un verdor terrible no es en sentido tradicional una novela, pero a la vez lo es. Por momentos la leemos como un ensayo, otras veces como una historia, y no en pocas ocasiones, como un largo poema. Como sea, no nos deja tranquilos. En ningún momento la novela baja su intensidad. Asombroso, pues, pese a que nos introduce en los enigmas más intrincados de la física, no se necesita saber mucho de física para entenderla.
Podríamos, entonces, calificar a la que nos brinda Labatut como una novela cuántica donde no se sabe bien dónde comienza la ficción ni dónde termina la realidad (es esto, es lo otro, pero no es ninguna de esas cosas, pero son todas a la vez). Gracias a su lectura hemos llegado a comprender que la teoría cuántica no solo es una teoría. Es también una visión del ser en el universo.
¿Cómo fue posible que ese grupo de científicos geniales llegara a coincidir en un mismo tiempo y en el mismo espacio destruido por dos guerras mundiales y que casi se lleva al mundo consigo? Quizás por eso mismo, podría ser la respuesta. Esa Europa a punto de hundirse en el apocalipsis, mostró a estos seres, tan inteligentes y sensibles, que la vida, la que conocemos, podía ser perfectamente un modo de ser de una realidad que coexistía con su no-ser. Con su propia nada.
La visión cuántica de la vida parece no tener hoy muchos continuadores. Es comprensible: sus mentores la llevaron hasta los propios límites del pensamiento. Puede que más allá de ese pensamiento no haya nada. O puede que sí. Creo que no fue casualidad el hecho de que Labatut decidiera poner fin a su novela en Chile, en el concho del mundo, en un lugar rodeado de montañas como hay muchos en Chile, país que suele albergar a tantas personas insólitas, entre ellas un jardinero llegado de la vieja Europa. Alguien que parecía portar un secreto consigo, dispuesto a revelarlo cuando llegara el momento. Alguien que en su fuero interno sabía que entre un cielo infinito y estrellado, y un átomo poblado por millones de partículas invisibles, estamos nosotros, seres testimoniales que intuyen que entre ese cielo, ese átomo y «nosotros mismos», no hay grandes diferencias. Y, no por último, que sin la física no hay metafísica, aunque Heisenberg pudiera opinar lo mismo. Pero exactamente al revés.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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