La muerte de un poeta, por Fernando Rodríguez
Armando Rojas Guardia murió anoche, a las nueve y veinte de la noche. Eran las nueve y veinte de la noche en todos los relojes. Escribo al amanecer del viernes y con el aprieto de cómo hablar con tanta prisa de semejante suceso. Además cómo hacerlo decorosamente, sin lamentos personales que son y deben ser personales, de quien fue mi amigo fraternal por décadas y décadas. A veces decía que era su hermano mayor, yo lo repetía con orgullo.
Me limitaré a tratar de bosquejar solo un rasgo de esa muerte, que la hace tan singular, tan única, en el panorama ensombrecido de una cultura, muchas veces profesional y sin apremios metafísicos, muy diferente a él. Por eso la resonancia inusitadamente enorme que ha tenido su fallecimiento y la lectura también singular que de ella se ha hecho; se muere feliz porque va encontrase con Dios escribió un joven y prometedor escritor, y algo parecido, a lo mejor más complejo, todos lo pensamos de una vida dedicada a dialogar amorosamente, y no pocas veces a debatir, con riesgos abismales y grandes pasiones, con el Amado o con otros espejos de su rostro inacabable.
Lo que quiero decir es que Armando asumió el oficio de escritor de una manera intransferiblemente suya, como principio y fin de su aventura vital. Y para expresar una sola y única cosa, la totalidad de su ser, su entrega a la pasión por la trascendencia.
Es posiblemente el único escritor católico de valor que hemos tenido en toda nuestra historia literaria. Por supuesto ha habido escritores que adherían al catolicismo, pero sólo eso, era uno de los rasgos de su registro civil y espiritual. Para sus lectores más genuinos no era una opción poética entre otras, era un camino de salvación. Muy egregio por supuesto literaria y filosóficamente, de los mayores literalmente hablando, lo cree el ateo que soy.
Pero su catolicismo implicaba un profundo humanismo. El mundo era parte de la divinidad. La creación era un desprendimiento generoso y doloroso suyo para compartir su omnipotencia, como pensaba Simone Weil. Y había que comprometerse con éste y amarlo con el mismo amor ardiente dirigido a su creador. Y allí comienza la batalla magnifica de Armando por integrar ambas cosas.
Porque como él lo subrayó, tenía numerosas anomalías para hacerlo, sobre todo hace unas décadas. Izquierdista en los tiempos de la teología de la Liberación –llegó a vivir en la comunidad de Ernesto Cardenal-. Homosexual en una hora en que los prejuicios malsanos todavía se abatían sobre esa condición, él fue de los primeros en escribir sobre ello con la mayor sinceridad y crudeza. Un problema psíquico grave, que lo llevó varias veces a esos infiernos que son los psiquiátricos públicos, hasta que apareció, no ha tanto tiempo, una pastilla con la que logró erradicar esos brotes psicóticos; cristiano en un momento de efervescencia revolucionaria en América latina en que lo sensato en los medios intelectuales era ser ateo.
Este tipo raro logró debatir y muchas veces compartir las posiciones religiosamente más anómalas. Y produjo un cristianismo sui generis, apasionado y rebelde, a la intemperie, que quizás se atemperó con el tiempo en algunos aspectos, pero que nunca cedió sus principios originales. Y su vida fue una entrega total a esa causa en que religión; vastísima, tolerante y plural cultura y, sobre todo, una suerte de misticismo religioso lo hicieron tan importante y definitivo en la cultura venezolana y allende.
Un jesuita, su gente desde niño, que adoraba a Rimbaud y podía comulgar con posiciones de Sartre o Russell. Siempre abogó por los pobres y él fue siempre pobre de solemnidad, aunque nunca le faltó la mano amiga que le permitía sobrevivir por su bonhomía y carisma, sobre todo esa hada madrina que fue Luisa Helena Calcaño, que decidió dedicar su vida a protegerlo. Ayer me dijo Joaquín Marta Sosa, que viene de esos predios, al yo contarle muchas de las penalidades por las que pasó Armando en su pobreza, algo certero, eso no es pobreza era un voto de pobreza, es la vida que escogió.
Hay mucho que decir y no tengo tiempo, espero hacerlo. Hay demasiada nobleza y grandeza en ese personaje y además una obra escrita de no pequeñas proporciones. Pero valga este adiós Armandú, como se me ocurrió bautizarte hace siglos. Y contarte que como tú en tus horas finales estamos serenos y con un dolor que no es el usual cuando perdemos lo amado, con un punto de epifanía.
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