La muerte del centro, por Gustavo J. Villasmil Prieto
El ascenso de figuras políticas como Donald Trump y, más recientemente, Zohran Mamdani, cada uno armado con su respectiva retórica radical, pone de relieve una trágica transformación del paisaje democrático en Estados Unidos, cuyo signo no es otro que la desaparición del centro político como espacio de mediación, inteligencia, sensatez y compromiso con un proyecto nacional común.
Procesos similares atraviesan la Hungría de Orbán, la Italia de Meloni, la Francia de Le Pen, la España de Abascal, el Chile de Kaiser, el Brasil de Bolsonaro, la Polonia de Kaczyński y la Alemania de Chrupalla, donde las oscuras fuerzas de AfD vienen ganando terreno. La desaparición del centro político, mucho más que un simple cambio en las preferencias del electorado, entraña una grave crisis en la cultura democrática de países de enorme relevancia.
Cuando los actores políticos se radicalizan hasta el extremo de negar la legitimidad del adversario, se rompe el principio de reciprocidad que sostiene el juego político civilizado y se abre paso a un escenario muy distinto, en el que la violencia de corte putschista emerge como una de sus principales consecuencias.
En el ensayo número 10 de El Federalista, James Madison identifica en el problema de las «facciones» —grupos de ciudadanos unidos por intereses o pasiones no necesariamente alineados con el bien común— la principal amenaza para la estabilidad de la república.
Su análisis anticipó los riesgos de los extremos políticos que hoy se ciernen sobre la Unión Americana al punto de poner en entredicho su propia existencia. El «We The People» del constituyente de 1787 parece hoy querer restringirse a rubios anglosajones, del mismo modo que la sabia separación de poderes diseñada por los Padres Fundadores supeditarse a los caprichos del 47º presidente.
Para Madison, las facciones son inevitables en una sociedad libre, de modo que su poder debe ser contenido mediante una arquitectura institucional capaz de impedir que una mayoría circunstancial imponga su voluntad sobre las minorías, tal como lo temía Tocqueville.
La clave, según Madison, residía en el diseño de una república amplia y pluralista, sustentada en un sistema de representación indirecta y en una estructura federal de gobierno que desconcentrara el poder. Esa arquitectura buscaba evitar que una sola facción —ya fuese populista, identitaria o elitista— capturara para sí el aparato estatal. En otras palabras, el sistema constitucional estadounidense fue concebido precisamente para contener los efectos destructivos de la polarización extrema, siendo la Guerra de Secesión (1861-1865) su primera gran prueba de fuego. Y digo la primera porque, cien años después, con la lucha por los Derechos Civiles, habría de enfrentar otra. Y las que aún faltan.
Más recientemente, Norberto Bobbio, en El futuro de la democracia (1984) y Derecha e izquierda (1995), defiende la democracia no tanto como una utopía, sino como un método: un método sustentado en un conjunto de reglas que hacen posible la convivencia pacífica entre las diferencias.
Para Bobbio, la distinción entre derechas e izquierdas no es meramente electoral, sino ética: las izquierdas se definen por su voluntad de reducir las desigualdades, mientras que las derechas tienden a justificarlas como naturales y funcionales. Sin embargo, Bobbio advierte que dicha dicotomía no agota el espacio político. De allí que el centro cumpla una función esencial como ámbito de negociación en el que se moderan los extremos y se construyen los consensos necesarios. Precisamente lo que hoy se encuentra en riesgo.
La desaparición del centro político no es, por lo tanto, solo un cambio en las preferencias electorales, sino una crisis de la cultura democrática en Occidente. El mundo ya la vivió hace cien años, con el ascenso del nazismo, del fascismo y del bolchevismo en Europa. Los ejemplos abundan: liberales desesperados ante las destemplanzas de Largo Caballero, el avance «rojo» y la abdicación de Alfonso XIII terminaron poniéndose a los pies de Franco, donde permanecieron durante cuarenta años.
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En Alemania, democristianos respetables y liberales impecables como Theodor Heuss votaron la Ley Habilitante (la tristemente célebre Ermächtigungsgesetz) de Hitler, presionados, por un lado, por el avasallante avance del nuevo Reichskanzler (que devendría en Führer) y, por el otro, por la monumental crisis que dejó tras de sí la trágica República de Weimar. Las consecuencias todavía se resienten.
Cuando los actores políticos se radicalizan y niegan la legitimidad del adversario se rompe el principio de reciprocidad que sostiene el diálogo democrático. La convergencia entre Madison y Bobbio en este sentido nos ayuda a comprender que la crisis del centro político constituye una amenaza formidable para la salud de la república.
Desde Madison se constata que, sin instituciones fuertes, las facciones pueden degenerar en tiranías de la mayoría o en el caos faccioso; desde Bobbio, que sin espacios de mediación la democracia se convierte en una lucha entre voluntades irreconciliables. Ambos pensadores coinciden en que la democracia exige sosiego, parsimonia, negociación permanente, observancia de formas institucionales básicas y reconocimiento de la complejidad frente a la seducción de las sobresimplificaciones: virtudes políticas que hoy se perciben como debilidades en un entorno dominado por la espectacularización del disenso y la lógica schmittiana del amigo-enemigo.
El ascenso de los extremos políticos en EEUU —y la consiguiente desaparición del centro— debe interpretarse como una señal de alarma para quienes valoramos la democracia como forma de vida. Desde tradiciones distantes en el tiempo y distintas en sus respectivas experiencias históricas, Madison y Bobbio coinciden en que, sin moderación, sin instituciones deliberativas y sin una cultura política democrática que valore el disenso, la república corre el riesgo de sucumbir no por falta de libertad, sino por el aprovechamiento faccioso de esta.
Recuperar el centro no implica neutralidad, sino un esfuerzo por reconstruir las condiciones necesarias para una convivencia plural, racional y ética. Conviene tenerlo presente en la Venezuela de estos tiempos, donde ciertos remedios resultaron peores que la enfermedad que prometieron curar. Lo estamos viviendo.
Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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