La novela que nunca escribí, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Recién salido de la universidad y urgido de hallar un empleo que se ajustara a mi oficio, todavía sin estrenar, un familiar me recomendó visitar a un amigo suyo que estaba por lanzar una revista sobre temas diversos. Emocionado por empezar la carrera e impulsado por la curiosidad de saber qué carajo era eso de temas diversos toqué a la puerta de una oficina en el cuarto piso de un viejo edificio de la plaza Candelaria. Desde adentro escuché la orden de entrar. Una vez parado en la entrada de la estrecha sala del estudio, un tipo grueso, de treinta y nueve años quizá, desarreglado, barbudo, sin rastros de haberse bañado al menos dos días, me sonrió.
Dijo llamarse Carlucho y me dio la bienvenida mientras liaba con los dedos un tabaco de marihuana. «Cierra la puerta… que se va a escapar el humo», rogó, al tiempo que preguntó por mi experiencia en reportajes sobre temas diversos. Como habló con voz excitada y amigable tuve que mentirle para no decepcionarlo. Después que hablé, Carlucho, sin abandonar la sonrisa, rumió «Ajá… así me gusta: gente decidida y con kilometraje recorrido».
Seguidamente me asignó la primera pauta: tú te vas a meter en un vagón del metro y harás el viaje de Petare a Catia, ida y regreso. Tu misión consiste en observar a los pasajeros más extraños que entren y salgan durante todo el trayecto. Lo miras con detalle y mentalmente le inventas nombre, edad y oficio, además de asignarles alegrías, preocupaciones y vicios. Sea hombre o mujer tu escribes sobre esos personajes. Luego vienes aquí y rehaces esas vidas en esta máquina…este será tu puesto de trabajo.
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No interesa si el que entró en Chacaíto exhibía cara de malo y al bajarse en Palo Verde era en realidad un hombre desesperado porque la mujer lo dejó, o bien, la chica que te miró con ojos de invitarte unos tragos al final resultó ser una asesina que acababa de matar al amante porque tenía fotos íntimas de ellos y el tipo pensaba enviarlas al marido para chantajearlo. Así que ella en un arrebato de ira, enojada por ese acto cruel de la traición, le atravesó el corazón con un picahielo. Usted me escribe esa vaina como un todo y me lo dejas ahí cuando termine. No te digo más porque debo irme… tengo que salir a cobrar un cheque. Te voy a pagar 600 bolívares mensual ¿estás de acuerdo?
No me dio tiempo de asentir y preguntarle cuál sería el horario. Carlucho miró su reloj Nivada barato que venden en la calle, le dio cuerda y desapareció. Durante más de dos semanas cumplí con mi labor de reportero de historias inventadas con gente real que subían al metro con rostros de angustia o de tristeza. Algunos incluso me amenazaron con darme unos coñazos porque advirtieron que los miraba mucho y eso molesta.
Total que a los veinte días, el tal Carlucho se aparece apurado, como siempre, y me paga 275 bolívares que yo recibo agradecido. Me comunica con voz trémula pero fingida que lo lamentaba pero debía entregar la oficina el miércoles porque se la están pidiendo por no pagar. Se despide con el clásico yo te llamo, sin haberme pedido siquiera mi teléfono o decirme si debo recoger mis cosas al salir.
No supe más nada de este pana hasta dos años después cuando acudí con Elizabeth a una librería, aquí en Barcelona. Era el bautizo de una novela que ya la crítica empezaba a celebrar como un éxito editorial. Su autor era el barbudo tracalero que me dio mi primera oportunidad para entrar en el oficio. No más al verme Carlucho dejó a un lado la animada conversación que sostenía con dos personas con pintas de importantes y corrió emocionado hacia mí, me abrazó como si yo fuera el hermano que tenía años sin ver. Saludó calurosamente a Elizabeth y nos aconsejó que aprovecháramos los tequeños y el vino.
Desapareció. La librería se abarrotó de amigos latinos y catalanes. En verdad la pasamos bien, y hasta compré un ejemplar de su novela en señal de agradecimiento. Dos noches después, cuando decido al fin leerla, todos los personajes de su historia de angustia, frustración, tristeza y pasión desfilaban ante mis ojos y me saludaban con la señal de costumbre.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España