La Onapre y el metaverso: el hado del mundo virtual, por Humberto Villasmil Prieto
Twitter: @hvmcbo57
«No», dijo el sacerdote, «no hay que creer que todo sea verdad;
hay que creer que todo es necesario».
«Una opinión desoladora» dijo K.
«La mentira se convierte en el orden universal».
(Franz Kafka.
El Proceso)
El Derecho del Trabajo, El Nuevo Derecho, como se titulara aquel libro célebre de Don Alfredo Palacios (1929) fue a no dudarlo la disciplina jurídica que más recurrentemente debió justificar su razón de ser, interpelada como lo fue, una y otra vez, cuando no directamente responsabilizada de cuanta crisis económica pudiera sobrevenir. Como si no hubiera sido la crisis «una compañera de viaje histórica del Derecho del Trabajo» (M.C Palomeque).
Contemporáneamente, los desafíos llegan desde la revolución tecnológica y, ahora, de lo que se ha generalizado como el metaverso; universo más allá de la realidad, que nada tiene que ver con los propios de los poetas que cada uno lleva consigo a lo largo de la vida, porque –obiter dictum, diría- el tiempo debería contarse por versos leídos. Por algo, ese grandísimo poeta que acaba de dejarnos, Juan Gustavo Cobo Borda, decía que «todos los poetas van al cielo».
La voz fue introducida en la novela Snow Crash de Neil Stephenson (1992), apunta un artículo de Nuria Olivier, Cecilia Castaño y María Ángeles Sallé, publicado en la edición de El País de Madrid del pasado 24 de agosto.
Se trata, para decirlo de alguna manera –cabrían otras, estoy consciente– de un concepto que habla de un mundo digital único y siempre disponible en el que cualquiera puede interrelacionarse o realizar todo tipo de transacciones, dicen las autoras del artículo que nos guía. El metaverso nos abriría las puertas a un espacio de fronteras inimaginables en el que pudiéramos adoptar distintas personalidades, colmar sueños frustrados o dejar atrás fracasos que no nos dejaron vivir.
Y ese mundo virtual y mágico –que no llegará a ser una montaña valga aclarar porque Don Thomas Mann hace tiempo que no tiene demasiados lectores por estas tierras– nos brindará un universo de comunidades virtuales que saltan las fronteras. El acceso a ese mundo encantado dependerá de un artilugio: unos lentes de realidad virtual que nos permitirían estar en todas partes al mismo tiempo pero sin nadie al lado.Si se quisiera escenificar la paradoja de la posmodernidad quizás esta sea la forma más taumatúrgica de hacerlo: estoy con muchos pero al mismo tiempo no tengo a nadie (Carlos Santana, dixit). Se comprueba que llevaban razón los Rolling Stones: «The times waits for no one», aquella maravilla que mi generación escuchaba, extasiada por uno de los solos de guitarra más legendarios de la historia del rock: el de Keith Richards.
Se impone de mi parte resistir la tentación de adentrarme en los impactos predecibles del metaverso para las relaciones laborales, comenzando por la legislación que debería regularlo, si es que hubiera un mínimo espacio para hablar de ello en medio de esta tormenta perfecta que impulsan, sin contrapoder alguno, los cinco grandes del Big tech.
Con todo, me conformaría con decir que, en medio de lo que vivimos, el espacio de la intimidad que suponíamos indemne se volvió líquido (Zygmunt Bauman) y a la vista de todos se solapan los ámbitos de una improvisada oficina, de una escuela primaria, cuando no de un aula universitaria y, frecuentemente, el comedor de la familia y, ni que decir, de los pocos parques y plazas que van quedando que hace rato no son templos de la palabra. En fin, ámbitos sobrepuestos que no pueden acarrear más que derechos diluidos porque la capacidad de garantizarlos –a todos y cada uno– naufragan.
Y sin creer que la norma es esa pócima mágica que todo resuelve –herencia de una tara positivista que tanto desprestigiara desde siempre al Derecho como «el arte del límite», parece obvio que es del todo urgente una norma internacional que se plante frente a este escenario que puede llevarse por delante mucho de lo que creíamos «conquistado» para siempre.
Pero resistiré a la tentación de ahondar en esta reflexión para compartir con mis pocos lectores el derrotero de los recursos interpuestos contra la resolución de la Oficina Nacional de Presupuesto (Onapre) rechazados ad portas por el más alto tribunal de la república porque, como informaron todos los medios, el instrumento de la resolución no fue acompañado lo que, en Román paladino, sugiere que o bien nunca existió y por ende no tenían sobre qué decidir o que habiendo existido no tuvieron manera de hacerse de la resolución de ninguna forma.
Sin embargo, el país entero se movilizó contra la «sedicente» resolución y los gremios –junto a las Universidades, muy relevantemente- protestaron con toda razón. ¿Sería que las movilizaciones sindicales que se dieron recientemente estaban –sin saberlo– en un metaverso al que decidieron conectarse todos los gremios afectados que salieron a manifestarse? Pero dependiendo de quién, porque si hace pocos días, alguien –calzándose los lentes virtuales donde antes moraban los catalejos– hubiera deseado convertirse en un investigador sobre las relaciones laborales comparadas y decidido poner su atención al norte del sur del continente, se hubiera hallado de seguro en medio de múltiples y multitudinarias manifestaciones convocadas por los gremios de la educación, de la salud, etc.
*Lea también: Día del esclavo público, por Esperanza Hermida
Pero si otro lo hiciera para convertirse por unos minutos en un juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que luce su toga en la sede del Barrio Los Yoses de mi querida San José, de seguro que habría recordado que la tutela judicial efectiva está reconocida en la Convención Interamericana de Derechos Humanos cuyo artículo 25.1 consagra el derecho a contar con «… un recurso sencillo y rápido o a cualquier otro recurso efectivo ante los jueces y tribunales competentes, que lo ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales…» y, con certeza, el mismo juez del metaverso – instantáneamente– recordará que la Constitución Venezolana en su artículo 257 dispone que «no se sacrificará la justicia por la omisión de formalidades no esenciales» y, asimismo, que la Sala Constitucional del TSJ ha reiterado que la tutela judicial efectiva -Art. 26 CRBV- significa un «postulado de Derecho Constitucional Procesal que impregna cada una de las leyes procesales cuyo fin último es hacer prevalecer en cada juicio el valor justicia, como pilar del Estado Venezolano».
Más allá de todo, no es el metaverso sino la más cruda y menos virtual realidad en la que, al menos, no estamos solos.
Humberto Villasmil Prieto es Abogado laboralista venezolano, profesor de la UCAB. Miembro de número de la Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Soc.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo