La organización, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
Caracas, en mi infancia estaba llena de descampados, uno de ellos, lo utilizábamos para armar unos juegos de pelota que, por lenguaje de los muchachos mayores, llamábamos, caimaneras. Aquellas tardes de los fines de semana, así como los días que por alguna razón no había clases en las escuelas, eran una felicidad.
No siempre estas partidas de pelota terminaban amistosamente, recuerdo que, en una oportunidad, la trifulca se armó por la diferencia de opinión sobre un batazo que nuestro equipo calificaba de jonrón y los adversarios de triple base.
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Las barras o amigos del equipo contrario eran mayoritarias, de manera que, después de unos cuantos combates boxisticos, alguien dio la orden de retirada y a carrera abierta, llegamos a la casa y al cerrar la puerta la lluvia de piedras alertó a una tía que nos cuidaba y al salir a ver qué pasaba, quedó horrorizada por las docenas de piedras que encontró en la acera. Mi hermano, que tenía una derecha potente, me dijo que esa tarde al menos dos nocauts, habían entrado a su récord.
La cuestión fue que uno de los padres amorosos con sus hijos, se empeñó en que nosotros debíamos participar organizadamente en la Liga Infantil, en tanto que él veía en el grupo prospectos para el béisbol profesional y hasta llegó a comentarles a algunos padres que no era descartable pensar que, con nuestro desarrollo, las Grandes Ligas nos esperasen con los brazos abiertos. Así comenzó un proceso organizativo en el cual nosotros debíamos participar.
Lo primero, se suspendieron las caimaneras, con lo cual, el tiempo libre debía utilizarse en llevar las fichas de datos a los distintos padres, a fin de que estos autorizaran a sus hijos a participar en la organización; aquello iba con un largo reglamento que yo pienso, ningún padre leyó. Luego, una serie de diligencias con cartas para los patrocinantes, quienes donarían los uniformes y los equipos necesarios, luego la visita a la federación con cartas para la inscripción, hasta llegar a unos sujetos supervisores que verificaban que todo marchaba bien, para luego autorizar la participación del equipo en la Liga Infantil, la cual, ya debía tener para ese momento, un manager, capaz de ubicar a cada jugador, de acuerdo con sus habilidades y establecerlo en una lista de bateadores que garantizaran el éxito en el terreno.
Mientras las largas semanas organizativas transcurrían, el país dio un vuelco político y unos cuantos muchachos tomaron otro rumbo. Surgió para mi familia una mudanza con la cual, lastimosamente, no supimos más de aquel equipo de béisbol que no pudo realizar su primer partido y no volvieron a darse, aquellas caimaneras tan llenas de emoción.
Creo que aquello de alguna manera marcó mi vida ya que en cada una de mis lecturas busqué la parte organizativa. Recuerdo las biografías escritas por autores como: Gerard Walter, Brian Boyd, Mary Shelley, Joham Eckermann, Adolfo Bioy Casares o el fantástico Stefan Zweig, en las que leía con entusiasmo aquellos textos y me detenía a escudriñar la parte donde el personaje realizaba acciones trascendentes, en busca de la cadena de datos que le había permitido cumplir su hazaña. Esta búsqueda no cesó, aún con el paso del tiempo, incluso llegué a buscarlo, en Tierra de murmullos, uno de los maravillosos libros de Gerald Durrell, cargado de humor sobre la naturaleza y sus poblaciones, en especial, los elefantes marinos.
Pero esta narración, no es sobre las lecturas de autores consagrados, no. Es sobre esos giros y ese azar que se produjo, no una vez, sino varias veces, en las actividades que organizamos y fue, efectivamente, lo que nos ocurrió con el pintor Claudio Cedeño, quien una vez que sale de la dirección de la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas, realiza una serie de contactos para pasarse un mes en Florencia para realizar un curso, patrocinado por la Galería Uffizi.
En una reunión de la Oficina de Orientación Laboral, un núcleo político de común militancia, discutimos la posibilidad de prolongar esa estadía hasta por cuatro meses, para que Claudio pudiera completar una serie de estudios que él anhelaba desde largo tiempo. Los amigos más cercanos considerábamos que aquello era una sabia decisión y que esa cabeza llena de ideas geniales, traería más luz para alimentar nuestra incipiente cultura. Cada amigo asumió una tarea para que Claudio pudiera estar esos cuatro meses sin preocupaciones mundanas.
Partió Claudio a Florencia y yo de tiempo en tiempo o bien le llamaba por teléfono o le enviaba largas cartas sobre la situación política nacional y algunas veces sobre sucesos internacionales que, a nuestro juicio, repercutirían en el país.
Total, los cuatro meses pasaron y a la llegada de Claudio, en el trayecto del aeropuerto a su casa, planificamos con gran entusiasmo dos reuniones, una, sobre la situación política nacional y otra, para que él explicara sus impresiones sobre Florencia y por supuesto sus aprendizajes.
La primera se cumplió a la semana de su llegada, pero la otra, comenzó a posponerse sin sentido alguno.
Para esa época, yo me encontraba finalizando una investigación para un trabajo de ascenso en la universidad y para más colmo, estaba enfrascado en una polémica política, que había arrancado con un debate interesante, pero que para ese momento me obligaba a navegar en un mar de sandeces; ambas actividades, me consumían un tiempo precioso.
Al fin se planifica la segunda tan esperada reunión, con refrigerio incorporado. Pese a mi puntualidad al llegar al lugar acordado, noté que ya varios invitados se encontraban presentes e intercambiaban impresiones sobre temas diversos. Esperamos un cuarto de hora y dimos inicio a la reunión con unas palabras mías, donde quedaba de manifiesto la importancia que tendría para nuestra formación, que se llevara a cabo esta ansiada reunión.
Mientras Claudio ordenaba sus notas, Luis «Licho» Bello, una especie de Sherazade masculino, quien vivía narrando sorprendentes cuentos de Río Caribe, intervino para decir que había ocurrido la quema de las oficinas de Cadafe, la empresa encargada de dar la luz eléctrica en ese pueblo y que estando presente tanta gente inteligente, sería bueno, por unos minutos, oír algunas opiniones. Yo inmediatamente busqué con la mirada a quienes pensé que estaban más interesados en el contenido de la conversación; algunos movieron los hombros y otros simplemente expresaban cierta duda. Volví sobre la importancia y la finalidad de la reunión, pero en gesto democrático y captando la mirada de Claudio, señalé que oiríamos opiniones.
Dos o tres de los invitados, intervinieron para señalar que la reunión perfectamente podía realizarse en dos partes, siendo la primera, sobre el suceso insurreccional, como lo llamó uno de los invitados, y que luego nos dedicaríamos a escuchar a Claudio.
Aprobado ese método, comenzaron las interpretaciones sobre el suceso. Ya cruzadas las 9:30 pm, intenté detener los comentarios para iniciar la conversación con Claudio y uno que otro opinó, que, dada la importancia de la estadía de Claudio en esa ciudad italiana, era mejor terminar esta reunión con el tema Cadafe y planificar otra para los comentarios sobre Florencia. Mientras el debate seguía yo me acerqué a la dueña del apartamento y ella captando mi preocupación, me señaló que podíamos organizar otra reunión.
El cuento es que Claudio se despidió de este mundo sin nunca haber tenido la ocasión de contar y deleitarnos con aquella cantidad de anécdotas y conocimientos que pudo entregarnos de haberse llevado a cabo la tan ansiada reunión, mientras tanto, hoy, nadie recuerda la insurrección de los pobladores de Río Caribe contra Cadafe, cansados todos de los desafueros de esa empresa. He lamentado toda la vida mi incapacidad organizativa, para evitar que Claudio se llevara al otro plano sus hallazgos y aprendizajes en la única ciudad del mundo donde los visitantes colapsan emocionalmente por tanta belleza en el arte.
Eso era lo que quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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