La paradoja colombiana de la paz, por Rafael Uzcátegui
Recientemente tuve la suerte de escuchar a Rodrigo Uprimny, fundador de la ONG Dejusticia y miembro del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas, haciendo un resumen magistral sobre la evolución del llamado acuerdo de paz en Colombia, y haciendo algunas reflexiones sobre su futuro a raíz de la victoria del candidato Iván Duque a la presidencia colombiana. Aquello ocurrió en el taller global de Investigación Acción promovido por Dejusticia, bajo el sugerente título “Reimaginar el futuro del movimiento de derechos humanos”, en el cual activistas de una docena de países del sur global tuvimos la oportunidad de reflexionar desde el eje cafetero del país.
Me tomé la libertad de grabar y transcribir parte de aquella intervención, útil para opinar sobre el tema en el contexto venezolano, proclive a opinar sobre lo humano y lo divino con los lentes estrechos de la polaridad chavismo/antichavismo.
“Tuvimos en Colombia una guerra de 50 años con costos humanitarios tremendos, 6 millones de desplazados, con excepción de Guatemala, con más desaparecidos que todas las dictaduras de América Latina, una cantidad enorme de personas asesinadas y secuestradas. Además, la violencia relacionada con el conflicto armado, las otras violencias, las que vienen de las economías criminales, narcotráfico, explotación ilegal minas.
En Colombia tenemos una paradoja: Tenemos un Estado débil con instituciones fuertes. Donde el Estado controla hay institucionalidad fuerte, y donde no lo hace hay grupos armados. Esos son dos países que están íntimamente relacionados, con conexiones. Por otro lado, tenemos un extremado legalismo, pues casi todos nuestros problemas políticos terminan en discusiones jurídicas.
¿Por qué se logró un muy buen acuerdo? Porque era un acuerdo en la mitad. No era el acuerdo que iba a revolucionar a Colombia, pero tampoco era el acuerdo que simplemente acababa la guerra
¿Qué es lo nuevo con el proceso de paz? Para muchos de nosotros era la posibilidad de acabar con la paradoja colombiana en un sentido positivo. Porque uno podría acabarla terminando con la democracia, por ejemplo: “Este es in país horroroso, tengamos una dictadura. Punto”. O uno puede acabarla con un sentido progresista: “Salgamos de la guerra de una manera negociada, porque así podremos afrontar los problemas de control territorial del Estado y con ello una paz territorial”, con lo que al mismo tiempo lograremos tener un Estado fuerte con un Estado de derecho fuerte. Y eso lograría normalizar a Colombia, para poder tener las discusiones usuales que se dan en otros países: Pobreza, desigualdad, derechos sociales, etc.
Para quienes apoyábamos el acuerdo de paz con las FARC ese era la doble apuesta: Terminar el conflicto armado, que es costoso y doloroso, pero sobre todo que terminando el proceso de paz se activaran procesos de transformación democrática importantes, que nosotros llamábamos una “paz fundacional”. Otros querían una “paz chiquita”, una en la que simplemente la guerrilla se desmovilizara y entregara las armas y se sometiera a la justicia, con algunos beneficios. Ese debate era entre el reconocimiento que el conflicto armado generaba algunas fracturas, políticas y sociales en Colombia, o la idea que Colombia era un país integrado, donde había una cantidad de guerrilleros narcotraficantes que había que darles una oportunidad de desmovilizarse y punto. Esta es la discusión que está en el corazón de los debates actuales.
¿Qué fue lo que pasó con el Proceso de Paz? Resumo. Se logró lo que algunos de nosotros calificábamos como un muy buen acuerdo, en lo sustantivo. En lo formal muy malo porque el acuerdo de paz tiene 310 páginas, y eso no es un tema menor, que tuvo que ver con la derrota del plebiscito. ¿Por qué se logró un muy buen acuerdo? Porque era un acuerdo en la mitad. No era el acuerdo que iba a revolucionar a Colombia, pero tampoco era el acuerdo que simplemente acababa la guerra. Era un acuerdo que acababa la guerra, las FARC se desmovilizaban y se transformaban en un actor político con un mecanismo de verificación para que eso ocurriera, como efectivamente ocurrió. Lo segundo era que enfrentaba las violaciones de DDHH con un sistema de justicia transicional que es único, de lo que yo conozco, en el mundo. Es un acuerdo en donde las partes en vez de darse recíprocamente impunidad deciden someter sus crímenes a un sistema integral de justicia transicional, con todos los componentes que recomiendan los expertos. Creación de una Comisión de la Verdad; robustecimiento de los mecanismos de reparación que ya existían; que hubiera mecanismos humanitarios, para establecer la suerte humanitaria, no la verdad y responsabilidad, de los desaparecidos y, finalmente, un sistema de justicia por donde pasaran los criminales, tanto del Estado como de la guerrilla, como de paramilitares como de terceros, que era algo que muchos decían que era imposible de lograr: “Una paz con justicia es imposible”.
Los defensores del proceso de paz tenemos que consolidar el mensaje al nuevo gobierno que su victoria en segunda vuelta, que fue clarísima, no es un mandato para reformar los acuerdos.
¿Cuáles eran los temas polémicos? Los tipos de penas. El esquema era: Se amnistiaba el delito de rebelión, el delito de alzarse en armas. Que era un poco el reconocimiento del Estado en decir “yo no tengo que estar de acuerdo en que usted hizo una rebelión legítima, pero reconozco que había problemas que usted interpretó como un derecho a rebelarse, por consiguiente, eso no lo voy a castigar”. Pero todos los crímenes internacionales, de guerra y lesa humanidad, no eran amnistiables. Para esto se establecía un sistema intermedio entre uno exclusivamente punitivo (como Nuremberg) y otro meramente restaurativo (como Suráfrica, que daban verdad y luego quedaban en libertad). Aquellos que contribuyan a la verdad, con garantías de no repetición, tienen el máximo componente restaurativo y el mínimo retributivo, pues la sanción es restricción de la libertad por fuera de la cárcel y con el deber de hacer labores de desminado, ayudar a las víctimas, etc. Los que respondían tardíamente pero contribuían a la verdad estaban a la mitad, tenían que dar su testimonio con penas de cárcel de 5 a 8 años. Los que no contribuían a la verdad y no reconocían su responsabilidad, y eran demandados por la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), esos serían sancionados con penas de cárcel disminuidas para las sentencias ordinarias pero altas para los estándares colombianos, o sea hasta 20 años. Ese era el esquema.
Ese esquema fue extremadamente difícil de lograr por que las FARC siempre decían “Si no fuimos derrotadas militarmente ¿por qué vamos a terminar convertidos en delincuentes? Eso es una humillación”. Un guerrillero o un militar pueden aceptar muchas cosas, menos la humillación. Entonces el Estado les respondía: “Pero no es sólo usted, aquí va a entrar todo el mundo” lo cual ya daba cierta dignidad por que se creaba un sistema de justicia para todos. Esto facilitó la discusión. A veces respondían “Dígame usted que guerrillero negoció para finalmente entrar en la cárcel”. Entonces se les decía “Todos negociaron antes de la Corte Penal Internacional, ustedes están en un lío”. Recuerdo que, en una discusión con unos ex guerrilleros muy antiimperialistas, me decían: “Hay un punto en el que estamos de acuerdo con los gringos, no nos gusta la Corte Penal Internacional”. Yo les dije: “Pues de malas: Los gringos pueden dejarla de lado, pero ustedes no. Deben aceptar que el mundo cambió y ustedes lo que deben es negociar una paz con dignidad”. La fórmula fue encontrar, que era una cuadratura del círculo muy difícil, una sanción que fuera suficientemente digna para quien negocia y la acepte, pero suficientemente seria para la sociedad y las víctimas, para que no digan que eso era una tomadera de pelo. La idea que se encontró fue restricción efectiva de la libertad bajo cumplimiento de sanciones restauradoras. Esa fue la fórmula colombiana en lo sustantivo.
Los opositores comenzaron a decir que eso era impunidad. Nosotros, los defensores del acuerdo de paz, no logramos construir una narrativa que comunicara que esa era una justicia posible y suficiente en una paz negociada. También hubo problemas en el acuerdo que contribuyeron a su derrota en el plebiscito. El primero que se votó no clarificaba bien que era eso de “restricción efectiva de la libertad bajo cumplimiento de sanciones restauradoras”. Quedaba abierto, por lo que los opositores podían ridiculizarlo: “No salga de América latina. Allí está la libertad restringida”, por ejemplo. Fue un error que después de la derrota del plebiscito se clarificó y quedó bastante bien.
El segundo tema novedoso en el tipo de justicia promovida por el acuerdo de paz es el tipo de tribunal que se creó, que también generó polémica. Las FARC decían: “Si a nosotros no nos derrotaron, por qué nos vamos a someter a la justicia del enemigo”, sugiriendo un tribunal internacional. El Estado colombiano les respondía que un tribunal internacional no daba a lugar, “Este no es un Estado colapsado”, cosa que no aceptaba nadie en Colombia. Esto era otra cuadratura del círculo, por lo que la solución también fue ingeniosa: “Bueno, será un tribunal nacional pero que nazca del acuerdo”. Esta es la Jurisdicción Especial de Paz (JEP). Esto generó muchas tensiones con la comunidad jurídica colombiana, que decían “pero si nosotros somos un sistema jurídico hiper-sofisticado, tenemos una corte suprema que funciona”. Entonces generó toda suerte de dificultades, pero fue la fórmula que se encontró.
El tercer desafío de armonizar justicia y paz, en ciudades que salvo períodos relativamente cortos vivieron directamente la violencia, aunque sí sus efectos, era como explicar que había que dejarlos participar en política, a las FARC. La esencia de un acuerdo de paz es que se pase de ser un actor armado a un actor político, que es el núcleo de la negociación. Era obvio que las FARC iba a participar en política, pero el problema era quienes y cuando. Algunos decían “Sí, pero no los responsables de crímenes internacionales”. Ese argumento era malo porque toda la comandancia de las FARC iba a terminar como responsables de crímenes internacionales. Al menos del crimen de secuestro, pues las FARC habían sacado un documento, la Ley 02, donde ponían cuales eran sus políticas de secuestro. Entonces la respuesta fue que, aunque las personas sean responsables de crímenes de lesa humanidad no les inhibirá de participar en política. En eso hubo entre las partes un acuerdo relativamente rápido, muy cuestionado por la derecha. Es un tema difícil y sensible. Ese punto quedó con ambigüedad porque tienen que cumplir sanciones, tienen que ser juzgados, pero es no les inhibe de participar en política. Allí hay un debate que aún sigue abierto y la Corte Constitucional sentenció que le correspondería a la JEP mirar como armoniza las dos cosas. Allí hay un tema abierto que ha generado problemas de legitimidad, que lo que la gente ve es que los grandes comandantes andan por ahí libres, haciendo política, van al Congreso y ¿la justicia qué? Allí hay un lio de legitimación del acuerdo entre participación política y justicia.
El presidente electo Duque era el más moderado de los candidatos del uribismo, aunque no sabemos qué tan autónomo sea con respecto a Uribe. Los defensores del proceso de paz tenemos que consolidar el mensaje al nuevo gobierno que su victoria en segunda vuelta, que fue clarísima, no es un mandato para reformar los acuerdos. El pueblo no le dio un mandato para deshacer los acuerdos y reformarlos, porque este es precisamente el discurso que tienen muchos uribistas. Nuestra posición es que el gobierno no puede deshacer unilateralmente un acuerdo de paz, primero porque lo que hace es fortalecer las disidencias. La cúpula de las FARC no va a volver a la guerra, pero eso fortalecería las disidencias internas y haría imposible cualquier futura negociación con el ELN. Es segundo lugar por los riesgos de credibilidad del Estado colombiano, de vulnerar la palabra comprometida. Porque ese acuerdo no fue con el gobierno de Santos: Fue Santos, aprobado por el Congreso, ratificado por la Corte Constitucional, todo el Estado”.