La prédica vs la actuación, por Luis Manuel Esculpi
Autor: Luis Manuel Esculpi | @lmesculpi
Otrora era conocido como un acérrimo defensor de los Derechos Humanos. Su labor en la dilatada carrera como parlamentario se destacó por esa condición. El pasado domingo en los confidenciales de su programa no hizo la más mínima referencia a la masacre de El Junquito y a la brutal actuación de las fuerzas represivas, ni a la horrenda actuación del gobierno que impidió que sus familiares enterraran a las víctimas de la masacre. Su silencio fue tan escandaloso como el que también precedido de alguna fama semejante, fue Jefe de la Oficina de Derechos Humanos del Concejo del municipio Libertador, durante la gestión de Aristóbulo Istúriz. En la actualidad se desempeña como Fiscal designado por la ilegítima constituyente.
A veces tropezamos con algunos ex compañeros con quienes coincidimos en la militancia de otro tiempo –ahora están en el poder– nos reprochan haber abandonado antiguas banderas, la verdad es que quienes traicionaron caros postulados a la lucha que alguna vez emprendieron, son aquellos que respaldan y participan de la escandalosa corrupción del gobierno, los que de la condena a la tortura y a la persecución política, pasaron a tolerarla o a justificarla, antiguos defensores de los derechos humanos que hoy guardan silencio frente a la barbarie. Su inconsecuencia es evidente, todas las exigencias que enarbolaron cuando eran oposición pasaron al olvido, han sido desechadas, peor aún, son cómplices o partícipes de las peores aberraciones en nombre de una supuesta «revolución».
La historia se repite: una prédica con la cual se propone alcanzar el poder y una práctica diferente en su ejercicio, constituye la negación absoluta de las proclamas y discursos anteriores.
Con los acontecimientos recientes, los recuerdos se remontan a los años iniciales de mi militancia, la de la «gloriosa» como denominábamos en ese entonces la organización juvenil a la que pertenecimos, con frecuencia los caídos en ese período de la insurrección armada eran velados y acompañados con manifestaciones hasta el cementerio general del Sur.
Si no me falla la memoria al primer sepelio que asistí fue el de José Gregorio Rodríguez asesinado por la Digepol (antigua policía política) estaba por cumplir catorce años y casi dos de militancia, era apenas la segunda vez que participaba de una actividad política, distante del liceo donde estudiaba.
Así asistimos al entierro de Luis Emiro Arrieta, Argimiro Gabaldón, Manuel Ponte Rodríguez, Fabricio Ojeda y Alberto Lovera entre otros; por participar en el sepelio de un joven liceísta, estuve unos pocos días preso entre Cotiza y Los Chaguaramos.
Traté poco a Jorge Rodríguez –era dirigente universitario y yo de educación media– cuando nos veíamos intercambiamos saludos brevemente. Era inicialmente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria ( MIR) yo de la Juventud Comunista de Venezuela (JCV) pese a las diferencias entre ambas organizaciones en el lapso de la revisión crítica que hiciéramos del grave error que constituyó la lucha armada, siempre le respetamos sus convicciones y la entrega a la lucha por un ideal.
Luego él se separaría del MIR y fundaría junto a Julio Escalona, Marcos Gómez, Víctor Soto Rojas y David Nieves Organización Revolucionaria (OR) y actuaban de manera semi-legal como Liga Socialista (LS). David Nieves cayó preso en los mismos días que Jorge Rodríguez y logró la libertad porque luego salió electo diputado.
Cuando murió asesinado Jorge Rodríguez, ya teníamos un lustro en el MAS, asistí al velatorio en la plaza cubierta del rectorado, donde la Liga Socialista organizaba el cortejo fúnebre.
Todos estos recuerdos –disculpen las referencias personales– afloraron al compararlos el comportamiento inhumano por parte del gobierno (donde hay connotados dirigentes de la Liga Socialista comenzando por el propio Presidente) con el recibido por los familiares de Óscar Pérez y sus compañeros –al margen de la opinión que nos merezcan sus acciones– cuando les impidieron organizar las honras fúnebres. Contrasta con el tratamiento que gobiernos combatidos con las armas, concedieron, pese a las tropelías policiales, a familiares de víctimas de la represión y accedieron a liberar a un preso político cuando resultó electo diputado.
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