La privatización de la seguridad, por Javier Ignacio Mayorca
El incremento explosivo de la extorsión en 2020 revela la creciente incapacidad del Estado para cumplir con una de sus misiones fundamentales
Twitter: @javiermayorca
En la entrega anterior se adelantó que el comportamiento de la extorsión en el país durante 2020 ameritaba una consideración especial, tomando en cuenta el notable incremento en el número de denuncias recibidas y procesadas por los cuerpos de seguridad, en el contexto de la prolongada cuarentena.
La extorsión —así como la concusión— no es un delito cualquiera. Se trata, por decirlo así, de la evidencia más palpable sobre la existencia de estructuras criminales que avanzan en su proceso de organización y crecimiento. En la extorsión, estos grupos ofrecen un valor preciado, como es la seguridad, a cambio de un pago. En este sentido, cuando la extorsión llega a los niveles que hemos visto en el país, nos indica que estamos ante procesos de suplantación del Estado en su función primordial.
La principal herramienta de la extorsión es la amenaza. En su historia de la Cosa Nostra, John Dickie (2006) recuerda que los mafiosos sicilianos eran antes que todo “empresarios de la violencia”, la factual y también la que se asoma, quizá apenas con un gesto o un breve mensaje, expresado en términos elusivos. En la isla del sur italiano, abandonada por la capital, el verdadero poder lo ejercía esta estructura criminal. Y aunque parezca insólito, por mucho tiempo su fuente primordial de recursos no fue el tráfico de drogas sino el cobro por seguridad, o pizzo.
La extorsión es además un delito esencialmente discriminador. Las víctimas son aquellas personas o empresas que, a los ojos de los criminales, pueden pagar por la prolongación de su tranquilidad.
Entonces, quienes no pueden hacerlo quedan a expensas de los delincuentes, puesto que en esos lugares las fuerzas de la ley son vistas como impotentes, ineficaces, cómplices o todo esto al mismo tiempo. Al pagar, ya sea por temor o conveniencia, se concreta una relación entre privados, una especie de contrato verbal, de riguroso cumplimiento.
De la PNB a Yeico Masacre
El llamado socialismo del Siglo XXI tenía entre sus propósitos la concentración de la mayor cantidad de poder en el Estado y, en específico, del gobierno central. La Constitución del 99 fue un punto de partida imperfecto. Hugo Chávez lo sabía y por eso intentó su reescritura ocho años después. Como no tuvo éxito, optó por un esquema de gradualidad, que Maduro ha continuado.
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En el plano de la seguridad ciudadana, la tendencia centralizadora y estatista tuvo una primera expresión en la Ley del Servicio de Policía y del Cuerpo de Policía Nacional, implantada mediante decreto habilitante en 2008. En su exposición de motivos, el Chávez-legislador manifestó su rechazo hacia las tendencias privatizadoras en esta materia. Pero no lo hacía por atenerse a un plan diseñado con anterioridad, sino por temor a que se formaran en Venezuela grupos paramilitares como los que proliferaron en Colombia, a la sombra de las llamadas Convivir, cooperativas de seguridad que contaron en su momento con respaldo de Bogotá.
La idea del teniente coronel, tomada luego por Maduro, fue avanzar en lo posible en la suplantación de las policías regionales y municipales —heredadas del proceso descentralizador— por un cuerpo regido desde Caracas, eliminando en el camino cualquier matiz ideológico.
El proyecto, en algún momento evaluado durante la gestión del general Reverol en Relaciones Interiores, fue plegar estos cuerpos a la PNB, para que todos fuesen “revolucionarios, socialistas y profundamente chavistas”.
La iniciativa no tuvo éxito, entre otras razones porque ya se percibía la imposibilidad de asumir una nómina de más de 120.000 hombres, cuando en ese momento eran unos 26.000.
Las policías quedaron entonces como una carga muy pesada y al garete. Sus agentes, abandonados a la buena de Dios, con ingresos mensuales que en promedio no llegan a los cinco dólares y sin seguridad social efectiva. Por eso, no debe extrañar el progresivo abandono de las calles por parte de los uniformados. La iniciativa anunciada por la almirante Meléndez, en cuanto a la rápida graduación de 30.000 nuevos agentes, solo confirma que el pie de fuerza de los cuerpos preventivos ha mermado como mínimo en 25%.
En medio de este deslave policial, uno sospecha que los agentes restantes se mantienen allí gracias a ciertos incentivos: porcentajes o comisiones por multas o remolques de vehículos; el cobro de paso preferencial en estaciones de servicio; la posibilidad de “liberar” más tiempo y así poder trabajar como escoltas, armados y con chapa, y jefes que se hagan de la vista gorda cuando los subalternos trabajan como “parceleros” en las horas de cierre de automercados y panaderías, por citar solo algunos factores, presenciados directamente.
Al final, el agente de aplicación de la ley termina saliéndose de las restricciones que impone la pertenencia a un cuerpo uniformado y, en cierta forma, se equipara a grupos como el de “Yeico Masacre”, que exigen pagos a cambio de tranquilidad.
En 2020 fueron iniciados 394 expedientes por extorsión o por concusión, un delito muy parecido al primero, en el que la solicitud de pago se hace de manera solapada, tal y como lo relató a Efecto Cocuyo un hombre que viajó desde Bolívar a Caracas y se topó con un PNB que le pidió “colaboración” para el pan, a pesar de que ya le había entregado 400.000 bolívares en efectivo. Estos episodios pueden formar parte de relatos periodísticos, pero rara vez son consignados en denuncias formales.
La mayoría de las extorsiones queda en las llamadas cifras negras, alimentadas por el miedo que suscita la posibilidad de ser objetivo de una violencia mayor.
Por todos estos factores, el incremento de 90% en la extorsión con respecto al año anterior debe ser tomado como un punto de alerta y una señal sobre el estado de inseguridad que atraviesa la ciudadanía. Y es también una prueba de la disolución progresiva del Estado.
Breves
*Entre las 9.050 víctimas de homicidio reportadas en 2020 en Venezuela, 174 fueron funcionarios policiales o militares —activos o jubilados—, así como escoltas o vigilantes. Según registros conocidos extraoficialmente, ninguno de ellos fue ultimado en el ejercicio de sus funciones sino en el contexto de robos, ajustes de cuentas, riñas e incluso ataques por sicarios. Pero el motivo más frecuente fue la resistencia al robo, con 82 casos, lo que equivale al 47% de las víctimas de este selecto grupo. Las muertes en el ejercicio de las funciones fueron mucho menos frecuentes. De acuerdo con estos datos, hubo 46 funcionarios fallecidos en el cumplimiento del deber durante 2020. Sin embargo, en esta lista se confunden los nombres de aquellos que intentaron actuar en forma correcta con los que usaban el uniforme para beneficio de organizaciones criminales, tal y como sucedió el 14 de noviembre durante el rescate de una víctima de secuestro. En este caso, efectivos de la policía judicial se enfrentaron a tiros contra funcionarios de ese mismo cuerpo, en la calle principal de Lomas de Urdaneta. Sin lugar a dudas, el suceso que arrojó la mayor cantidad de uniformados caídos ocurrió en el sector La Charca de Apure, el 19 de septiembre, cuando un grupo de acciones especiales adscrito a la 92 Brigada Caribe se enfrentó con insurgentes del Frente 10 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que tenía cautivo en ese lugar al hermano de un exgobernador del departamento colombiano de Arauca. Cuatro militares murieron en este incidente.
*El Risk Awareness Council se define como una organización sin fines de lucro basada en Florida y dedicada al estudio y la divulgación de conocimiento sobre riesgos políticos y de seguridad. En enero, divulgó un documento denominado Esto es Venezuela: entre la estabilización y la amenaza de un estado en disolución. Sus autores (Carlos Blanco, José Arocha y Alberto Ray) plantean una caracterización del régimen liderado por Nicolás Maduro como “un ensamblaje reticular y dinámico, que opera en un delicado equilibrio binario de pesos y contrapesos de sus estructuras de mando”, cuyos recursos en este momento estarían destinados por completo a la preservación del poder. “Ha fraccionado el territorio dándolo en comodato a organizaciones criminales que lo explotan en una dinámica sinergia”. Según este análisis, la cesión de parcelas a tales estructuras al margen de la ley no implica la pérdida de control. Por el contrario, detrás del caos aparente, ocasionado por una feudalización del país, subyace un “esquema cooperativo” entre los que rigen en los distintos lugares (FARC en el sur del lago de Maracaibo, el ELN en enclaves mineros de Bolívar o Amazonas, el Tren de Aragua o la megabanda del Coqui) y la élite gobernante. Se trata de una descripción interesante, que contribuiría a explicar por qué el régimen ha mostrado tanta capacidad para eludir y recuperarse de los golpes, en medio de una crisis devastadora. Los autores, por otra parte, son poco optimistas en cuanto a la posibilidad de una salida negociada. Por el contrario, sostienen que eso estabilizaría al régimen e incrementaría el riesgo de la internacionalización de conflicto.
Javier Ignacio Mayorca es Periodista especializado en criminalística. Consultor. Miembro Observatorio Venezolano del Crimen Organizado.