La promesa, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
«Ah… cómo el mundo ha cambiado, verdad…», lo expresa justo cuando nuestras miradas se refugian en los pasos ágiles de una chica que se aproxima quizás a los treinta y quien, en mi humilde opinión de observador de piernas femeninas, debería figurar en el elenco de modelos a través de las cuales Dolce & Gabbana vende joyas y ropas en su estilo de alta sartoria. Tú sabes, esos catálogos bien diseñados que gente como yo suele leer en la sala de espera de hoteles o del consultorio médico.
El hombre que pronunció la frase estaba en la mesa de al lado, y no cabe duda que lo expresó para que yo añadiera algo así como «es cierto… esas chicas de ahora» o cualquier otro comentario banal que precediera al acto de levantarse y estrechar la mano del vecino con un «¡mucho gusto!»
–Encantado, mi nombre es Abraham, como el profeta que por mandato divino deja las tierras de sus padres para establecerse en la Tierra Prometida, explicó con un tono que semejaba la broma, pero apuesto a que creía firmemente en lo que decía.
–Vaya, yo soy simplemente Andrés, el mismo nombre de mi papá, aseguré algo nervioso en mi defensa.
–¿Puedo sentarme o espera usted a alguien?, indaga mientras señala una de las sillas, y de manera simultánea, sin aguardar respuesta, se acomoda frente a mí y me pregunta si me apetece tomar otro trago. Levanta el brazo, no deja que la chica se acerque porque la frena con el gesto que ordena traer otras dos cervezas. Me mira y sonríe con candidez y con una confianza como si me conociera desde la adolescencia.
La inesperada agresividad social con la que este desconocido ha emprendido la ofensiva me obliga a inventar una pregunta y apunto con un movimiento de la boca hacia la maleta azul que le acompaña:
–¿Qué… de viaje?
–¿Quiere que le sea sincero? Si se queda en este lugar por algunos minutos usted verá volar el hotel de allá enfrente, ahí donde acaba de entrar la chica de las buenas piernas, contesta recostándose de la silla, con aire de fatiga, pero también con incierta desesperación.
Nos reímos buenamente y con complicidad. La mesera que acaba de colocar las dos cervezas parece contagiarse con nuestras risas y se despide con un ademán estudiado de actuación como si hubiese sido incluida en la conversación. Pensé sin temor a equivocarme: estoy frente a un ocioso bufón sin otra cosa que hacer a esta hora que hablar pistoladas hasta que le llegue la hora de marcharse a la estación del tren. Porque si se trataba ciertamente de un terrorista, me dije apurado por una actitud de sospecha que me avergonzó, el aspecto elegante de su traje y corbata negra, y los zapatos nuevos, relucientes me hablaban más de un hombre de negocios dado al oculto placer de joderle la vida a los demás con chistes y burlas cotidianas.
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–¿Y por qué no hacer volar este hotel, ya que está dentro y, al parecer, goza de la confianza entre los empleados?, lo desafié para seguirle el juego.
–No, porque mi objetivo es aquel hotel, replicó Abraham, aunque luego observó pensativo hacia el suelo y me devolvió la mirada con aire de superioridad. Entonces estalló en una especie de euforia contenida, como la del apostador que acepta un reto y pone todo su dinero en una carta. «¿Sabe qué?, voy a tomarle la palabra y haré que esta maleta explote con toda su furia en este hotel y la misión que yo planeaba ejecutar en aquel sitio sea cumplida fielmente pero ahora en este hotel cuatro estrellas. Dijo eso y rió de forma grotesca, luego se puso serio.
–Un momento, ¿se aloja usted aquí con su familia?, preguntó.
–De ninguna manera, vine solo acá porque dentro de veinte minutos exactamente me voy a reunir con unas personas.
Lo observé detenidamente mientras lo escuchaba saciar la perorata sobre su vida conyugal, los hijos, etc., acompañándola con sendos tragos de su bebida. El tal Abraham, si es que en realidad se llamaba así, no pasaba de ser un simple cincuentón, corpulento y canoso, de esos que se inventan inmerecidas aventuras para darle valor a su aburrida existencia. Es decir, muy al contrario de esos personajes que la policía identifica como «lobo solitario» para definir al autor de un atentado terrorista que deja a todos desconcertados.
Conversamos sobre temas diversos, se definió como fanático de la Fórmula Uno; yo, del beisbol. Me dijo que era belga, 47 años, divorciado dos veces y tres hijos. Abraham se afanó en describirme su ciudad natal, Charleroi, perteneciente a la provincia de Henao. Cierto aire de melancolía rozaba su semblante cuando se sumergía en el pasado, nada glorioso o más bien aburrido. Yo lo escuché con cierta paciencia hasta que creí prudente interrumpirle para abordar temas de interés general. Pero en ese instante, justo cuando Abraham iba a pedir más cervezas y hablarme de lo que pensaba del mundo, según su visión personal llegaron las dos personas con las que había acordado reunirme.
Se lo informé y mi imprevisto compañero de mesa se levantó obsequioso, estrechó mi mano con afabilidad y me dijo «buena suerte, en la otra vida». Yo sonreí y para seguirle su gracia le desee lo mismo, y agregué «espero que salga bien… ya sabe, lo del hotel».
El hombre volvió a sonreír, dijo «es una promesa, y suelo cumplir mis promesas». Antes de que se topara con mis invitados de mi cita, cambió su rostro y noté una expresión a la vez de cansancio, resignada y a veces desafiante.
Me levanté y recibí extendiéndoles la mano a los dos amigos. Nos sentamos y sin demora comenzamos hablar del tema que nos había convocado. En mitad de la conversación me entraron unas ganas incontenibles de ir al baño. Me excusé porque, les dije, durante la espera ya había bebido cuatro cervezas con el desconocido que acababa de marcharse cuando ellos llegaron. Una vez en el baño intenté vaciar la vejiga lo más rápido posible y no convertir el encuentro en un acto de descortesía.
Regresé donde mis invitados, pero en la medida que me acercaba a la mesa un sentimiento inexplicable de angustia profunda me envolvió. Pensé en una frase que el tal Abraham había soltado yo no sé si para impresionarme, pero la recordé en su exacta claridad justo cuando constaté que el hombre había dejado la maleta azul. Como buscando un sentido, pensé de nuevo en la frase «hay día, amigo, en que creemos que toda la basura del mundo nos cae encima».
Tuve un amargo presagio, corrí desesperado hacia mis amigos mientras ellos al verme con tal semblante, nerviosos por mi actitud de ansiedad, me observaban como en cámara lenta, se levantaban sobre excitados con intenciones de huir no se sabe de qué.
–Es lo único que recuerdo, señor inspector, si es que de algo le puede ayudar mi testimonio.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España