La pulsión autocrática, por Marta de la Vega
Sin entrar en consideraciones psicoanalíticas, tomamos de Freud la idea de que las pulsiones son inevitables estructuras orgánicas, inherentes a la naturaleza de los seres vivos y específicamente de los humanos. Resuena también la noción de vis en latín, “fuerza”, que Tomás Hobbes en su Leviatán, de 1651, identifica con el poder. Se trata de una tendencia, impulso o condición natural de los hombres que estos manifiestan para sacar el mayor provecho de los medios que tienen ante sí, siguiendo sus deseos, a fin de asegurar su bienestar futuro (capítulo 10).
Según su concepción filosófica liberal, Hobbes parte de la convicción de que todos los seres humanos son libres e iguales; tal condición inherente a su naturaleza les convierte la vida en una “guerra de todos contra todos” (capítulo 13). Para salir de esta condición de guerra constante, los individuos acuerdan ceder su vis individual al soberano, quien detenta el poder absoluto de coerción y control. Este traspaso de fuerza se basa en el contrato social, en el cual la vis se centraliza en el soberano o el Leviatán, el único autorizado para ejercer el poder coercitivo a fin de garantizar la vida, la paz y la seguridad (capítulo 14).
Gracias no solo a su voluntad de preservarse, porque la vida en el estado de naturaleza es solitaria, pobre, malévola, bruta y corta, sino a su razón (logos), que Hobbes entiende como el “cálculo de las consecuencias”, los individuos, mediante la renuncia voluntaria a su poder, acuerdan transferir su poder a un soberano. Así, Hobbes justifica el absolutismo, es decir, el poder incondicionado, indivisible y sin límites de un autócrata. El liberalismo no es sinónimo de democracia. En este sentido a Hobbes se le puede considerar como precursor teórico de la autocracia contemporánea, aunque su propósito al desarrollar su teoría no fue promover un régimen autocrático, sino buscar una solución al caos y al conflicto inherente al estado de naturaleza.
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Aunque defendía la autoridad total del soberano, su teoría estaba más motivada por el deseo de evitar la anarquía y la violencia que por una preferencia por la opresión o el abuso de poder.
Para garantizar la paz y la seguridad, era necesario un poder absoluto, que encarna la figura del Leviatán, el soberano al que los individuos otorgan autoridad total sobre sus vidas a cambio de protección. De allí se derivaban la justificación de un poder centralizado y absoluto, el Estado como garante de la seguridad y estabilidad frente a enemigos externos o internos y la legitimidad de la obediencia incondicional, que nos recuerda la célebre “servidumbre voluntaria” de Étienne de La Boétie, pensador del siglo XVI.
La Boétie desarrolló esta idea en su ensayo Discurso de la servidumbre voluntaria, escrito hacia 1548. En este texto La Boétie explora el fenómeno por el cual los pueblos llegan a someterse a la autoridad de un tirano sin que medie coerción directa. Su reflexión es una crítica a la opresión y al poder arbitrario, cuestionando cómo es posible que las personas, siendo libres, acepten someterse de manera voluntaria a un gobernante despótico. Según él, esta servidumbre voluntaria surge porque los individuos se acostumbran a la obediencia y, en cierto modo, renuncian a su libertad, ya sea por comodidad, por temor o por la esperanza de obtener beneficios personales.
Adela Cortina, en su libro Ética aplicada y democracia radical (1993), se refiere a una auténtica democracia, que ella denomina “democracia radical”. Esta implica lo contrario de lo que en la antigua Grecia se entendía por democracia, equivalente a “demagogia” o lo que hoy consideramos “populismo”, que era en realidad una “ochlocracia” o “gobierno de la chusma”, una degeneración o forma pervertida de la politeia, de la res publica, de la república de ciudadanos sobre la base de la “isonomía”, es decir, de la igualdad entre ellos, que exige su participación en la toma de decisiones.
Platón, en la República, temía las “falsas y jactanciosas palabras” del demagogo, y sospechaba que la democracia podía no ser más que un punto de partida en el camino hacia la tiranía. Pero sabemos que los ciudadanos eran muy pocos con respecto a la totalidad de la población en la polis, en la ciudad. ¿Quiénes? Los que Cortina llama “interlocutores válidos”. Hoy, todos los somos. Son los que intervienen desde una visión dialogante y crítica; ni dogmática, ni facilista, ni complaciente, ni cómoda. ¿Por dónde discurre el camino democrático? ¿Qué es un proceder democrático? Nos pregunta Adela Cortina.
Es urgente contestar estas cuestiones porque, “si bien es cierto que con la excepción del Estado islámico fundamentalista, la democracia es el único modelo de gobierno que goza en la actualidad de una amplia legitimidad ideológica”, su significado sigue siendo ambiguo u oscuro. Propone dejar de pensar la democracia como un dogma indiscutible, es decir, “emotivista”. El emotivismo significa inducir conductas sin ofrecer razones, de forma acrítica, esto es, en modo manipulador. Por comodidad reflexiva de la gente.
Pero también porque, como señalará Anne Appelbaum en su libro El ocaso de la democracia, la seducción del autoritarismo (2021), existe una tendencia inseparable de la condición natural de los individuos hacia el autoritarismo. Se apoya en Karen Stenner, una economista conductual que empezó a investigar los rasgos de personalidad hace dos décadas, quien ha argumentado que alrededor de una tercera parte de la población de cualquier país tiene lo que ella denomina “predisposición autoritaria”.
El autoritarismo es algo que atrae simplemente a las personas que no toleran la complejidad: no hay nada intrínseco “de izquierdas” o “de derechas” en ese instinto. Es meramente antipluralista; recela de las personas con ideas distintas, y es alérgico a los debates acalorados. El resentimiento, la venganza y la envidia son su telón de fondo.
Es el riesgo que tenemos, dice Cortina, mientras permanezca en la oscuridad que sea la democracia, que no es simplemente el gobierno del pueblo y para el pueblo. Pues, como piensa Popper, es más bien “el gobierno de la ley que postula el incruento despido del gobierno mediante un voto mayoritario”. Y si sigue siendo ambiguo e impreciso el término, quedarán los ciudadanos sin capacidad crítica frente a las realizaciones de las “democracias reales” y sin fuerza moral para cooperar en su transformación.
Marta de la Vega es investigadora en las áreas de filosofía política, estética, historia. Profesora Titular en la USB y en la UCAB
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