La revolución que no fue, por Aglaya Kinzbruner
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De tu casa a la mía, Cielito lindo no hay más que un paso y ahora que estamos solos, Cielito lindo dame un abrazo. ¿Fueron abrazos los que le dieron el ejército de Georgetown a los amerindios asentados en el Rupununi? Me temo que no.
En los lejanos días del 1969, el 2 de enero para ser precisos, empezó el movimiento separatista de la región del Rupununi. Los insurgentes, amerindios todos. Siendo minoritarios en Guyana habían votado en contra del partido de Forbes Burnham, ganándose así un odio visceral. Fueron sacados de sus casas por el ejército de Georgetown con lanzallamas. Murieron muchos. Otros huyeron a Brasil y Venezuela. En Venezuela les dieron papeles de identidad, tierras cerca de Ciudad Bolívar y todo tipo de ayuda. Quien gobernaba entonces era Raúl Leoni, quien era abogado y un señor, cualidades no excluyentes la una de la otra. ¿Mandaron entonces los británicos un barco de guerra para defender a los amerindios? No.
Tres años antes, en el 1966, le habían dado la independencia a Guyana. Sin embargo, la población era multiétnica, lo que llevó a ciertos problemas de convivencia ya que a partir del año 1616, los holandeses, quienes eran entonces los dueños de la Guyana Esequiba (Dutch West Indies Co.) habían logrado convencer a muchos europeos que se establecieran allá a desarrollar nuevas plantaciones. Escucharon el llamado ingleses, portugueses, holandeses y otros. Compraron mano de obra esclava, en su mayoría negros, para la explotación de algodón, azúcar, café y otros bienes. Cuando se abolió la esclavitud a mediados del siglo diecinueve, se abrió la puerta de una semi-esclavitud (servidores contratados) que venía de la India.
Los ricos estancieros vivían una vida regalada. Llenaron sus casas de alfombras muy bellas, porcelanas, cristales de Bohemia y mandaron los hijos a estudiar a Oxford. Unos amigos nuestros empezaron a recibir poco antes de la independencia unas llamadas aterradas – «no vuelvan aquí, nos tenemos que ir no sabemos dónde, nuestra vida corre peligro». Y así fue, algunos de los que estaban afuera se vinieron para Venezuela. Los que se encontraban todavía allí escaparon a Trinidad, Canadá, o los Estados Unidos. Escaparon con una mano adelante y otra atrás.
¿Qué pasó con las alfombras Bokhara y Kashan, las vajillas de Sevres, las figuritas de Meissen y Capodimonte? Pasó que los antiguos esclavos se apersonaron, sabían dónde quedaba cada cosa, saquearon y todo culminó en una masacre.
Hoy en día menos del 1% de la población guyanesa es blanca. ¿Mandó entonces Inglaterra un barco para salvar a los estancieros? Parece que no.
¿Y entonces qué hace ahora un buque de guerra inglés, igual se va hoy como vuelve mañana, en el horizonte? ¿Vino a defender a su antigua colonia? ¿O más bien vinieron por los intereses de las petroleras? ¿O será en realidad puro teatro? Indudablemente la política, el teatro y la conveniencia se entrelazan. Shakespeare ubicó su obra más querida, Hamlet, en Dinamarca, buscando el mecenazgo de la Reina Ana de Dinamarca casada con Jacobo 1º de Inglaterra. De eso vivían los artistas en esa época, del mecenazgo, y la Reina Ana le correspondió con creces.
En el 1795 los ingleses tomaron a la fuerza la Guyana Esequiba y sacaron a los holandeses. Firmaron años después en el 1814, un tratado de paz, pagando solo unas bienhechurías. El que gana paga poco y además se da el vuelto.
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Y, volviendo al presente, nos preguntamos ¿cómo se resolverá este conflicto? ¿De forma civilizada, conveniencia o teatro?
Suponemos que más bien se trate de un gigantesco e interplanetario bluff. Una palabra tan inglesa que ni siquiera tiene correspondencia exacta con otros idiomas. Pero no olvidemos que «a ojo quitado ¡no vale Santa Lucía!»
Aglaya Kinzbruner es narradora y cronista venezolana.
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