La tercera descensión, por Marcial Fonseca
Desde pequeño se sentía diferente. Lo supo cuando vio a un amigo llorando por una chupeta que tenía otro niño; y aquel, con un simple gesto de mano, hizo que la chupeta pasara de una boca a la otra. Claro, el afectado se quedó llorando por la pérdida de su chuchería; este era un detalle que tendría que afinar en el futuro; sabía mover cosas, pero no duplicarlas.
Se sintieron pasos en el zaguán, alguien estaba entrando.
–Es mi tío –dedujo el muchachito y, alzando la voz, agregó–, bendición, tío Pedro –y todos quedaron sorprendidos por su habilidad adivinatoria al percatarse de que era Pedro.
–Dios me los bendiga y favorezca –contestó aun antes de meter la mano por la ventanilla y quitar la aldaba, abrir y entrar; traía una marusa de cachitos y rebanadas para los sobrinos.
Los años pasaron, se hizo adulto y le llegó la hora de la partida final. Pero ya en el más allá concluyó que su actividad en la tierra había quedado inconclusa y por ello rogó que le permitieran regresar para terminar su labor. Le concedieron la bajada supeditada a que empezara de nuevo en un seminario.
Así que se enclaustró en el de Barquisimeto; ya en las primeras clases se sintió molesto; no estaba de acuerdo con el enfoque de la Teoría de los Milagros. Sobre todo con que estos tenían que llevarse a cabo mediante la acción de objetos inanimados: una imagen, una prenda que hubiese estado en contacto físico con un santo. Algo no le cuadraba, recordaba lo de la chupeta y él nunca había tocado una prenda de un santo.
Tuvo una corta pasantía entre los humanos; a los treinta y tres años subió a los cielos; fue recibido por nuestro señor Jesucristo. Terminó su cuarentena de rigor; pero no estaba conforme con lo que había sido su pasantía por la tierra; y solicitó permiso al Todopoderoso para materializarse nuevamente entre los humanos; quería ser una réplica del Señor. Fue autorizado.
Llegó a Duaca. Lo primero que hizo fue conocer a su gente y para ello se fue al cementerio, ahí podía ver cuán buen cristianos eran los habitantes. Quedó contento; visitó el camposanto de noche; al entrar, miró a la derecha, allá vio el fuego fatuo del osario, no quiso entablar conversación con los que merodeaban por ahí. Generalmente en los depósitos de huesos los finados se entremezclaban: el cráneo de un fulano con las extremidades superiores de un zutano o el tórax de mengano con las extremidades inferiores de perengano. Abandonó el camposanto y se adentró en el pueblo.
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Las calles estaban desiertas; llegó a la plaza, la caminaban los asiduos de siempre.
Luego de tres meses decidió hacer lo que se había propuesto desde el principio. Así, su hermana menor tenía una leve cojera, la sanó; el hermano mayor presentaba un ligero estrabismo, con un movimiento de manos curó el defecto visual; por alguna razón, empero, no se percató de los defectos físicos o mentales de sus vecinos. Por haber hecho acepción de personas, el Señor lo regresó para siempre al más allá.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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