La Venezuela (imaginaria) sin sanciones (y con la misma crisis), por Rafael Uzcátegui
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En una Venezuela sin democracia, y sin medidas coercitivas unilaterales, la situación de la población no mejoraría significativamente.
Para seguir conversando sobre las sanciones, aportando elementos novedosos, los invito a un ejercicio de imaginación política. La gira de Datanalisis, Fedecámaras, Conindustria, Foro Cívico y otros ha tenido éxito. Luego de una categórica argumentación, han logrado convencer a la comunidad internacional que, haciendo precisamente lo contrario a lo conocido, el país se acercará más a un momento de reinstitucionalización.
Que, levantando todas las sanciones, e incluso financiando al gobierno de Nicolás Maduro, se generará un mejoramiento generalizado de las condiciones de vida que, a su vez, creará burbujas democratizantes dentro del propio gobierno. Una Unión Europea sin Borrell y un Estados Unidos con Trump deciden que, para el 11 de enero de 2025, Venezuela estará libre de sanciones.
Frente a esa situación hipotética, y luego de la desintegración de todas las medidas coercitivas impuestas sobre el país, empero, la mejora en la vida cotidiana de los venezolanos de a pie es imperceptible. Y ello, postulamos, por dos grandes razones que se han omitido en la discusión sobre el tema: 1) La alergia bolivariana al conocimiento técnico y 2) La existencia de un gobierno basado en una coalición autoritaria con cuotas y esferas de poder e influencia. Todos los recursos que, teóricamente, pudieran usarse para mejorar las políticas públicas no terminarían de llegar a puerto por estas dos dimensiones.
Sobre el primer aspecto, lo que hemos calificado como alergia bolivariana al conocimiento técnico, tiene que ver con que los puestos de dirección gerencial de ministerios e instituciones públicas no se designan por méritos profesionales y técnicos, sino por lealtad ideológica. Esto fue hecho tradición por Hugo Chávez y se ha exponenciado hasta el infinito por Maduro.
Y para aclarar, no estamos sugiriendo que los cargos públicos deben ser ejercidos por eunucos políticos, como si tal cosa fuera posible. Salvo las excepciones que confirman la regla, los ministros de las principales instituciones han venido de la cantera militar y partidista, y hasta el momento de su designación no tenían ningún conocimiento o experiencia previa en el área. Luego de años de enfrentarse a lo que calificaban como «tecnocracia», no es casual que nuestros próceres endógenos hayan arrinconado a las instituciones de educación superior a su mínima expresión en el país.
La izquierda pre-chavista era particularmente culta e ilustrada, como lo demostraron Domingo Alberto Rangel, Teodoro Petkoff, Américo Martín o Moisés Moleiro. En contraste, el chavismo realmente existente ha erosionado el valor del conocimiento como un bien social y atesorado colectivamente, sustituyéndolo por una colección de lugares comunes y consignas. Por eso, durante sus primeros años de gestión, muchos profesionales que eran parte del proceso, y fueron designados a puestos de dirección, renunciaron tanto a su rol en el gobierno como al propio movimiento, dada su propia experiencia en cómo se estaban tomando decisiones.
Además, dada la soberbia autocomplaciente –más el elemento que describiremos a continuación– el ministro o ministra no tenía la humildad para reconocer que debía rodearse de profesionales que sí tuvieran experiencia en la materia, sino que se hizo acompañar de otros pares en su fidelidad ideológica.
No hay inyección de recursos que prospere si al frente de un hospital o de un órgano encargado de construcción de viviendas colocan a un militar o un cuadro político, que piense que aquello puede manejarse como un cuartel o una célula de propaganda.
Lo anterior se multiplica a la enésima potencia por la segunda dimensión. Hugo Chávez era la autoridad central del chavismo, equilibrando a sus diferentes tendencias e integrantes, distribuyendo –en un eficaz balance– cuotas de poder e influencia. Desaparecido el caudillo, y luego de los desastrosos resultados electorales del 28-J Maduro ha perdido autoridad a lo interno del PSUV, por lo que el chavismo, a partir del 10 de enero, será una coalición, en un equilibrio cambiante e inestable.
Nuestros socialistas endógenos han llevado hasta el paroxismo una característica de la cultura política desarrollada bajo la renta petrolera en la Cuarta República: Entender la gestión pública como un bastión de apalancamiento, tanto político como económico. Hoy, cada una de las tendencias a lo interno del bolivarianismo entiende la gestión gubernamental no como un bien público, sino como una guerra de posiciones, la cual explotará lo máximo posible el tiempo que la ocupe.
Por tanto, la corrupción es tanto una necesidad de empoderamiento frente al resto de las tendencias chavistas en liza como una carta de supervivencia frente a un futuro signado por la incertidumbre. El enriquecimiento súbito hoy ya es estructural en el modelo de dominación que ha ocupado el territorio.
Lo curioso es que esta situación no se vive como «corrupción», sino que se justifica ideológicamente, y por tanto se transforma en una extraña «virtud». Recuerdo en días de Hugo Chávez escuchar a uno de los jóvenes revolucionarios ucevistas explicar cómo se estaban beneficiando del «Estado burgués» para construir el «Estado revolucionario». Siendo así, la sobrefacturación o la contratación de los miembros de mi propio círculo se vive como una actividad militante a toda regla.
También recuerdo cómo otra persona, con amplia trayectoria en la izquierda, me comentó que los «sacrificios revolucionarios» terminaban convirtiéndose en una «cuenta por cobrar» en la toma del poder. Y como la vida es irónica, este conocido, con el tiempo, terminó teniendo un exilio dorado como embajador en los peores momentos del madurismo. Para un ñangara los que cometen «corrupción» son los de «la derecha», ellos lo que hacen es «expropiación revolucionaria» al Estado burgués. Así es el delirio ideológico que nos subyuga.
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Como demuestra la situación de las empresas básicas de Guyana, la fábrica estatal de hemoderivados Quimbiotec, la compra de alimentos para las bolsas Clap o el manejo de la propia Pdvsa, por citar algunos casos, la privatización del Estado para fines partidarios y personales es inherente al socialismo del siglo XXI realmente existente entre nosotros. Y si antes había cierto pudor en el manejo administrativo bajo la mirada de Hugo Chávez, la necesidad que una mentira sea mantenida por 3 millones de personas –la supuesta victoria electoral el 28J–, ha eliminado las contenciones morales que quedaban al uso discrecional y particular de los recursos públicos.
Con la corrupción elevada a esta magnitud, no habrá aluvión de dinero que finalmente permita que los beneficios lleguen, de manera sostenible y permanente, a la población.
Rafael Uzcátegui es sociólogo y codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (Gapac) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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