La venganza de Cristóbal, por Javier Ignacio Mayorca
El juicio de extradición contra el ex jefe de la Dgcim recuerda un viejo escándalo por disputas entre la CIA y la DEA. En el centro de la historia, está un agente encubierto
La decisión de la Audiencia Nacional de España en cuanto a declarar sin lugar la solicitud de extradición del mayor general retirado del Ejército venezolano, Hugo Carvajal, podría resultar sorprendente en un principio. Pero tiene su fundamento en la credibilidad que los magistrados dieron al argumento central de la defensa esgrimida por el propio oficial, según la cual es perseguido por razones esencialmente políticas.
Aunque los letrados tradicionalmente son refractarios a este tipo de argumentos, en el caso del ex director de Contrainteligencia Militar era inevitable tomarlos en cuenta. Carvajal supo armar su caso, y transmitirlo sobreponiéndose a sus dificultades de oratoria.
Desde el principio se sabía que este juicio basculaba entre dos extremos. Por una parte, Estados Unidos trataría de sustentar una petición de llevarlo a su territorio, basado en la presunta participación del oficial en operaciones de tráfico de drogas que databan de 2005. Como es lo usual, la solicitud de extradición llevaba como soportes la decisión de un gran jurado, anexada a la declaración de un agente especial y el correspondiente oficio de remisión. Nada más.
Por el otro lado, el general trataría de convencer a los magistrados españoles de que su caso era más político que criminal (aunque según sus argumentos también tenía algo de este último componente).
Carvajal echó mano de toda la experiencia acumulada en sus años al lado del teniente coronel Hugo Chávez, y pintó ante los jueces el panorama de un oficial que tuvo que traficar drogas, pero no para beneficio propio, sino por órdenes del gobernante venezolano
En otros términos, según el ex jefe de la Dgcim esos dos juicios que están pendientes en cortes estadounidenses no serían la consecuencia de un interés por el enriquecimiento personal a través de la exportación de cocaína, sino más bien de actos de un régimen que pretendían sabotear el modo de vida norteamericano, inundándolos de drogas, y de paso obtener recursos para financiar el proyecto político venezolano.
Otro elemento invocado por Carvajal en la Audiencia Nacional se refería a la supuesta imposibilidad de obtener un juicio justo si era enviado a Estados Unidos. Para sustentar su afirmación, el ex jefe de inteligencia consignó una carta enviada en 2008 al entonces ministro de Relaciones Interiores, capitán de navío Ramón Rodríguez Chacín, por un colombiano nacionalizado venezolano que purgaba condena de veinte años de prisión en la penitenciaría federal de Georgia.
El remitente, Adolfo Romero Gómez, era ampliamente conocido por los cuerpos de seguridad venezolanos que hicieron operaciones contra la guerrilla urbana y, a partir de la década de los ochentas del siglo pasado, contra los carteles colombianos, en especial el de Medellín.
Romero, también llamado Cristóbal o el Gocho Hidalgo, era un auténtico “cuerda floja”. Un personaje de película que había pasado por las extintas Disip y PTJ. La DEA lo tenía catalogado como informante confidencial –con código asignado-, pero se vino a menos al constatarse que hacía trabajos por su cuenta. En los años finales de su carrera, trabajó como agente infiltrado al servicio del Comando Antidrogas de la Guardia Nacional.
Romero fue el centro de un escándalo mayúsculo, denominado las “entregas controladas”, por el que fue ordenada su detención en Venezuela junto a un nutrido grupo de oficiales de la GN, encabezado por el general de brigada Ramón Guillén Dávila, alias Moncho, ya fallecido. Este expediente es bien conocido por los generales Néstor Reverol (titular del MRI) y Frank Morgado (jefe de la oficina de Control de Actuación Policial de la PNB), pues ambos pasaron por la unidad antidrogas. De hecho, este fue uno de los antecedentes que Morgado puso en manos del entonces presidente Chávez para justificar el cese de la cooperación antidrogas con Estados Unidos, en 2005.
En las entregas controladas, Cristóbal fungía como un topo en los carteles que suministraban la cocaína, con la finalidad de identificar a los líderes de estas organizaciones y sus agentes, operadores o intermediarios en Venezuela. Como trasfondo de esto, se desarrollaba una disputa burocrática entre agencias estadounidenses. Mientras que la Guardia Nacional trabajaba con la Agencia Central de Inteligencia (CIA), la Disip y la policía judicial hacían lo propio con la DEA, el FBI y el Servicio de Aduanas.
Cada caso que “coronaban” unos y otros representaba una ganancia monetaria para los participantes, incluidos los informantes
El expediente se resolvió en Venezuela por una vía más política que judicial. Antes de abandonar la presidencia, Carlos Andrés Pérez indultó a Guillén Dávila y su grupo.
Romero Gómez intentó marcar cierta distancia con respecto a la Guardia Nacional y el resto de los protagonistas de este escándalo. Se mudó al Táchira. Pero, en un descuido, lo pescaron en Cúcuta. En 1997, el gobierno colombiano autorizó su extradición a Estados Unidos.
Romero creía que la victoria de Hugo Chávez abría una ventana de oportunidad para que lo sacaran de la cárcel estadounidense y lo enviaran a Venezuela, para finalizar aquí su condena. Esa, por lo menos, era su convicción al inicio de este siglo. Cada vez que podía, el ex infiltrado manifestaba mediante cartas y llamadas desde un teléfono de la penitenciaría su decepción por haber sido abandonado por sus aliados de otros tiempos: la CIA, la GN y los demás cuerpos de seguridad del país. También por lo injusto que consideraba estar preso por un caso que ya había sido decidido en otra jurisdicción.
Es probable que Romero Gómez nunca haya conocido personalmente a Carvajal. Los tiempos de ambos fueron distintos. Sin embargo, sus quejas escritas operaron como una especie de herramienta para una venganza inesperada, que le quita a Estados Unidos (por segunda vez) la posibilidad de poner tras las rejas a quien alguna vez calificaron como “la joya de la corona” en el tráfico de drogas.
Breves
-Desde finales de 2018, el Ejecutivo maneja informes de inteligencia que reflejan con bastante precisión cuáles son los grupos irregulares que operan en toda la franja fronteriza con Colombia; quiénes son los líderes de cada célula, cuál es el pie de fuerza en cada lugar; cuáles son los medios que utilizan para movilizarse; dónde actúan y a qué actividades se dedican. La información es especialmente precisa en el estado Táchira, donde comenzó el 10 de septiembre un ejercicio militar combinado que intenta reivindicar la “soberanía” sobre el territorio. Según tales informes, allí están estructuras de las bandas criminales Los Rastrojos, Los Urabeños, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, Las Fuerzas Bolivarianas de Liberación o Boliches, y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Desde el momento en que fueron elaborados estos documentos hasta ahora, el Ejecutivo solamente ha ido contra el máximo líder de Los Rastrojos, Wilfredo Torres Gómez, alias Viejo Neco, quien fue capturado en Valencia en marzo, para vincularlo de inmediato con sectores de la oposición. Pero nada se hace por ejemplo con respecto a los jefes de los tres frentes de la guerrilla del ELN asentados en el estado, como serían los comandantes Lenín (frente Domingo Laín), Simón (frente Carlos Germán Velasco) y Brazo de Reina (frente Efraín Pabón). Entre todos, indican los reportes, reúnen 700 hombres aproximadamente. En líneas generales, el cuadro pintado por estos reportes permite comprender mejor por qué el Táchira se ha convertido en un espacio para la disputa armada.
-Una de las actividades delictivas más florecientes en el país pareciera ser el sicariato. De acuerdo con datos de la policía judicial, conocidos extraoficialmente, hubo 49 muertes por encargo durante los primeros seis meses de 2019. Solo en las primeras dos semanas de septiembre, los cuerpos policiales manejan informaciones sobre cinco casos que también podrían entrar en esta modalidad. La mayoría de ellos en el estado Zulia, donde los sicarios parecen tener un terreno fértil para sus andanzas. Sin embargo, en Guárico se presentó un episodio especialmente escandaloso. Según las pesquisas de Cicpc, el gerente de Pdvsa Gas Comunal en San Juan de los Morros, Leomar José Gil, fue ultimado por un oficial de la policía regional, alias Macizo, señalado de haber recibido 600 dólares para llevar a cabo este crimen, el 2 de septiembre. La decisión sobre la muerte de Gil fue atribuida a dos comerciantes de la ciudad, quienes se vieron afectados por la decisión de no suministrarles más gas, al determinarse que luego revendían las bombonas con sobreprecio. En otros casos de 2019 también se ha determinado la participación de efectivos policiales, ya sea como ejecutores o como cómplices necesarios en la ejecución de homicidios por dinero.