La verdad como derecho y amenaza, por Luis Ernesto Aparicio M.

Bien valdría que esta opinión se limitara a las recientes elecciones venezolanas. Pero, como aquel episodio terminó siendo más una concesión al régimen que un avance democrático —gracias a quienes prefirieron ajustes de cuentas y caprichos personales antes que una estrategia coherente para recuperar las libertades—, es mejor pasar a otro tema. Uno menos predecible.
Mucho se ha dicho sobre los gobiernos autoritarios ya consolidados, pero menos sobre aquellos que avanzan silenciosamente hacia esa deriva. Sabemos que se caracterizan por concentrar el poder, socavar instituciones, sembrar el miedo y acorralar a las minorías. Pero hay un rasgo que los delata aún más: el miedo a la verdad.
Para los autócratas, la verdad no es solo un dato incómodo, es una amenaza existencial. Les persigue como una sentencia inevitable. Les desvela, les delata, les condena. Es la espada que cuelga sobre sus cabezas y que amenaza con derribar los pilares de poder construidos a base de manipulación, opacidad y violencia.
En el espíritu de todos los autoritarismos, la verdad suele tener rostro: el del periodista. Son ellos quienes, con las herramientas del oficio y el compromiso ético, intentan despejar el muro de mentiras que levantan los regímenes. La prensa libre, en su esencia, no busca imponer una verdad, sino defender el derecho de los ciudadanos a conocerla.
Con la llegada al poder de Hugo Chávez —referente temprano de los nuevos autócratas del siglo XXI— comenzó a imponerse una idea manipulada de la verdad. La «verdad instrumental», aquella que se acomoda al interés del poder. La «verdad a medias», que opera como disfraz. Una verdad amputada.
Pero la cacería de la verdad no es metafórica: los autoritarios persiguen a quienes la encarnan. Artistas, activistas y, sobre todo, periodistas han sido blanco de persecuciones, encarcelamientos e incluso desapariciones.
En el hemisferio, las cifras son tan elocuentes como alarmantes. México es hoy el país más letal para la prensa en tiempos de paz. Ningún otro país de la región concentra tantos casos de periodistas desaparecidos. Y si se trata de encarcelamientos, Cuba, Nicaragua y Venezuela destacan tristemente entre los primeros lugares. En estos países, el ejercicio del periodismo libre se paga con detención, exilio o silencio forzado.
En Venezuela, aunque no se reportan cifras oficiales de periodistas presos, la represión se manifiesta en detenciones arbitrarias, censura, cierre de medios y amenazas constantes. Casos recientes como los de Raúl Amiel, Nakary Mena y Gianni González, o el del veterano periodista Luis López, de 83 años —sin olvidar el de Roland Carreño—, evidencian que ningún perfil está exento de la persecución. Las acusaciones son vagas, las pruebas inexistentes. Todo apunta a una estrategia de intimidación, basada en verdades manipuladas y delitos fabricados.
Estas estadísticas no solo retratan un drama humano; revelan una intención política: neutralizar la verdad y su vehículo principal: el periodismo. Allí donde el periodista es perseguido, la ciudadanía queda indefensa ante la manipulación y la desinformación. Y allí donde se aplasta el derecho a saber y expresarse, se debilita toda posibilidad de democracia.
Sin embargo, el periodismo, sus defensores y trabajadores, no han claudicado. A pesar de las amenazas, muchos medios y periodistas —no solo en Venezuela, sino en todo el mundo— se mantienen firmes, comprometidos con su vocación. Enfrentan no solo a gobiernos autoritarios, sino también a la cultura de la posverdad que se expande por el mundo como una niebla tóxica.
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Porque en estos tiempos de confusión programada y realidades fragmentadas, defender la verdad no es solo una responsabilidad profesional: es una forma de resistencia y una exigencia democrática. El derecho a la verdad no es un privilegio del periodista, sino un derecho de todos los ciudadanos.
Lo ocurrido en las recientes elecciones venezolanas no solo representó una oportunidad desperdiciada; también reafirmó que, mientras no exista una estrategia real para recuperar la institucionalidad, la verdad seguirá siendo rehén del poder. En un país donde el miedo, la apatía o el cálculo individual se imponen sobre el compromiso colectivo, los periodistas seguirán pagando el precio de decir lo que otros prefieren callar.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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