Las aspirinas del doctor Guevara, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
¿Fusilamientos? Sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario.
Ernesto «Ché» Guevara. Discurso ante la Asamblea General de la ONU, Nueva York 1964.
En la historia reciente no han sido pocos los casos en los que ha sido violentado el sagrado principio de la beneficencia en medicina, el mismo que nos impone como mandato hacer el bien —el bene facere— a nuestros enfermos por encima de todo. El siglo XX nos trajo a médicos tan siniestros como Josef Mengele, alumno de las universidades de Munich y Frankfurt, a cuyo nombre tendríamos que sumar los de no pocos otros destacados miembros de la élite médica alemana de su tiempo cuyas vidas y talentos se dedicaron a todo lo contrario: a infligir el mayor sufrimiento posible a otros seres humanos en nombre de la ideología del régimen al que caninamente sirvieron.
Es el caso, entre otros, de Hans Reiter, quien describiera la afección inflamatoria de las articulaciones vertebrovertebrales de la columna lumbar y sacra que seguía a afecciones diarreicas de tipo infeccioso o a enfermedades sexualmente transmitidas por muchos años conocida como síndrome de Reiter. La literatura médica suprimió dicha denominación cuando se supo de los horribles experimentos con seres humanos llevados a cabo por el personaje de marras en el campo de exterminio de Buchenwald.
El epónimo fue eliminado, si bien en ediciones antiguas de textos de Medicina Interna y Reumatología aún lo podemos encontrar, porque los honores en la medicina no pueden ser para asesinos como ese.
La lista es larga. En ella figuran otros personajes con cara de «yonofuí» como el doctor Hans Asperger, cuyo nombre todavía hoy se designa a cierta condición neurológica de la que seguramente muchos amables lectores habrán oído hablar. Hans Asperger fue figura clave en la puesta en marcha de Aktion 4, la macabra política de «higiene racial» del nazismo que decretó la muerte de miles de niños con dicho rasgo.
Al nazi-fascismo y sus tesis ya nadie los defiende. Salvo la idiocia supremacista trumpiana o alguno que otro grupete de marginales de cabeza rapada que en España, Francia, Alemania o Austria —ahora también en Polonia y hasta en Hungría— andan con el cuento de la «Europa blanca». Ya nadie en sus cabales va por el mundo con el cuento de las «razas superiores» y los «espacios vitales». Tales tesis fueron, al fin y al cabo, las grandes derrotadas en la guerra del 39 al 45. No sucede así con las de los comunistas, que con la Rusia soviética entraron en la ecuación de los ganadores que son los que escriben la historia. Por eso se suelen echar al olvido a los cuatro millones de muertos de hambre a manos de Stalin en el Holomodor ucraniano y a los más de 40 millones que se cargó el camaradita Mao Zedong en China durante el llamado «Gran salto adelante» de 1958. Como pocos son también los que evocan la cuenta de los muertos del inefable Ernesto Guevara, al que conocemos mejor como «el Ché».
De Ernesto Guevara de la Serna se sabe que estuvo en Venezuela en 1952 y que entre otros sitios visitó el leprocomio de Cabo Blanco.
Se insiste en que era médico, pero jamás se ha visto documentación que lo acredite como tal ni se sabe de facultad de Medicina alguna en la querida Argentina que lo reconozca como alumno suyo.
Lo que sí se sabe es que era —como él llegó a decir de sí mismo— una verdadera «máquina de matar». Con su nombre han sido designados no sé cuántos ambulatorios y hasta hospitales en Venezuela abanderados por la Misión Barrio Adentro, verdadera estafa continuada con la que los cubanos le han succionado a este pobre país nuestro más de 40 millardos de dólares desde 2004.
*Lea también: ¿Por qué no cede la pandemia en Chile y Uruguay?, por Marino J. González R.
Cuenta en sus memorias Huber Matos (Cómo llegó la noche, Tusquets, 2002) que Guevara ordenó personalmente el fusilamiento de no menos de 600 presos en la vieja fortaleza de San Carlos de la Cabaña solo hasta junio de 1959. «¡Dale aspirina!», exclamaba entre risas y con el habano entre los dientes el «comandante» tras firmar cada sentencia. ¿Lo saben las miríadas de incultos carajitos de melena rubia que se salen «de tapas» las noches de viernes por los bares de las capitales europeas luciendo en sus chaquetas y franelas el famoso ícono de Korda? Para las izquierdas iberoamericanas, criminales fueron Somoza, «Chapita» Trujillo, Videla, Bordaberry y Pinochet; Guevara, los hermanitos Castro y el sexópata de Ortega no: ellos son de otro lote, el de los «defensores de la revolución antiimperialista».
He allí la perversión básica del marxista, que se cree prejustificado para todo en tanto que operador de una transformación –la «revolución proletaria»– llamada a liberar al hombre de las cadenas de todas las opresiones conocidas. Y si en el trámite resulta que mueren millones de seres humanos en Rusia y China, que miles de cubanos terminan arrojándose a un mar infestado de tiburones en precarias balsas para cruzar el estrecho de la Florida o que miles de venezolanos marchen hoy a pie por llanos y páramos para llegar a Lima o Santiago de Chile, habrá que disculpárselos de antemano en tanto que «daños colaterales» tolerables en función de una causa tenida como superior al hombre mismo: la causa de la revolución.
La Unesco ha conmemorado hace poco la comparecencia de Guevara en la Asamblea General de la ONU en Nueva York en 1964, la misma en la que anunció que seguiría fusilando gente en nombre de su revolución.
Al «Ché» se le ha erigido la estatua que en Caracas nunca tuvieron Arnoldo Gabaldón, benefactor de la humanidad y vencedor del paludismo, José Ignacio Baldó, que lo fuera de la tuberculosis o Rumeno Isaac Díaz de la fiebre amarilla. Es el doble rasero moral de la burocracia de los organismos internacionales, que en Caracas conforman hoy una verdadera sopa de letras. Sus tartufos son así.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo