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Las cuitas de Mr. Trump, por Enrique Ochoa Antich



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Donald Trump
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Enrique Ochoa Antich | @eochoa_antich | junio 13, 2019

@eochoa_antich


Un rayo de sol veraniego atraviesa por entre las cortinas del Despacho Oval y cae sobre la ceñuda frente en el busto de Churchill. Los asesores rodean el victoriano escritorio Resolute, y es como si los cuatro zarparan en la nave británica del mismo nombre de cuya madera está hecho ese buró memorable. Cada una de estas reuniones es una verdadera travesía sobre aguas tempestuosas. Pero esta vez no es la desafiante China capitalista tocando a las puertas de este país fracturado. No son los misiles de Kim cruzando el firmamento asiático. No son los muyahidines que predican sus cantos de guerra desde los altos minaretes de Teherán. No es la casquivana Europa que por momentos desacata los mandatos del imperio yanqui. Tampoco los incómodos inmigrantes que al sur derrumban empalizadas, cruzan túneles y saltan las altas vallas sin que los cuates mexicanos hagan nada. No. Hoy, y por enésima vez, volverán al sexto ítem de interés en tan compleja agenda internacional: Venezuela, la pequeña Venecia de nuestros tormentos, barruntan todos a un mismo tiempo.

Mr. Trump los observa, uno a uno, los mide y los tasa: la abultada humanidad de Pompeo; Bolton, nervioso como un potro del gran Nufud; el menudo Abrams, como un gnomo sonriente; y otro al que por comodidad llamaremos señor X.

Hacia la tercera ventana, como quien va a la puerta que conduce al Jardín de las Rosas, acomodado en su silla, el primero en hablar es Bolton. Agita su blanca melena y dice:

-La opción militar debe seguir sobre la mesa.

Pero el comerciante Trump evalúa ganancias y pérdidas. ¿Será que esa aventura redituará en su arcas electorales? Ha leído informes sobre la compleja geografía venezolana. Ha sabido de la decisión de muchos de inmolarse. ¿Otro Panamá? Difícil. Ha visto las dudas en la mirada vidriosa de sus generales. Presagia unos cuantos ataúdes de soldados gringos tornando a la patria. Anticipa la campaña de censura de los medios liberales ante la masacre de miles en aquella tierra caribeña. Así que no se decide.

El señor X se complace en que esa barbaridad no sea cometida. Pero nunca se sabe, nunca se sabe.

La voluminosa figura de Pompeo se incorpora y camina hasta la chimenea. Trump lo escucha quejarse de la oposición venezolana, en ella echa todo el peso de la culpa. Sus divisiones, sus personalismos, la falsedad de los informes.

-¡Cuántas veces nos dijeron: «¡Esto está listo!», exclama con amargura el Secretario de Estado, como si esa frase fuese lo mismo pronunciada por un caribe que por un anglosajón.

Lea también: El militarismo como problema, por Gonzalo González

Pompeo evade su propia responsabilidad en el fiasco. Sí, el diputado ése que se dice presidente de una república que no es, es decir, de un espejismo, le aseguró generales y almirantes… y al final no llegaron ni al 0,1 % de la fuerza total de militares activos en esa Fuerza Armada mal llamada «bolivariana», y todos sin mando efectivo sobre tropa alguna. Sí, los exiliados le prometieron que a cuenta de la ayuda humanitaria, el 23F desde Cúcuta una poblada admirable sacudiría al país hasta derrocar al tirano. Pompeo evoca Bahía de Cochinos. Pero nada ha sido. Palabras, palabras, palabras.

El señor X piensa pero no dice que el error fue desechar la negociación, atarse a esa oposición extremista, maximalista e inmediatista que los ha traído a este desbarrancadero. No veas la paja en el ojo ajeno, Mike

Trump se mira a sí mismo como William Walker, el filibustero que impuso su señorío en tierras del norte de México y de la América Central… antes de salir corriendo. Quisiera «pacificar» su «patio trasero» y cobrar en petróleo. Pero oye a Pompeo y sabe que no es posible. Observa el retrato de Andrew Jackson, el presidente populista del siglo XIX que redujo a los aborígenes norteamericanos a unas pocas tierras en el oeste, en lo que se conoce como el Sendero de Lágrimas.

-Si yo fuera como él…, se lamenta entre dientes.

Es cierto. Trump quiere imponerle su bota yanqui a estos venezolanos revoltosos y, como no puede, escoge matarlos de hambre con las sanciones.

El señor X medita que en eso parecen estar de acuerdo Trump y Maduro: entre la supina incapacidad del peor gobierno de toda la historia de aquel expoliado país y la punición que les impone a todos, oficialistas y opositores, ricos y pobres, el gobierno gringo, terminarán entrambos matando de hambre a ese pobre pueblo.

El último en comunicar su parecer es Abrams, tan pragmático como un cargamento de drogas y armas de Irán a Nicaragua. Aún pueblan sus noches los mil fantasmas de los masacrados en El Mozote, pero no importa. Tiene los pies en el piso.

Trump lo mira sonreír. Calibra el metal de su cinismo de Estado. Valora su sentido de la realidad.

-Debemos hablar con los chavistas, proclama.

Todos escuchan atónitos. Tanto nadar para morir en la orilla, diría un nacional de estas tierras.

Trump recuerda que, luego de prometer furia y truenos, terminó estrechándose las manos con Kim, un poquito más dictador y más comunista que Maduro

-Negociar, no invadir, dice el gnomo.

«Negociar, no invadir», rumia Mr. Trump.

Claro, el tiempo pasa, y cada día se negocia peor. X observa el cuadro, de pésimo gusto, que el presidente ha traído a palacio, The Republican Club, en que Trump comparte con Eisenhower, Nixon, Reagan, los Bush, ¡Lincoln!, y otros más. Se pregunta cómo pudo este país elegir a este tipejo. La democracia da para todo, medita. X se hace el asesor y cobra… pero aborrece a este presidente procaz y patológicamente mentiroso. Algo puede incidir así en el curso de las cosas.

Al final, cuando sus asesores han abandonado el Despacho Oval, sin conclusiones claras acerca de qué han de hacer los Estados Unidos de América con aquel pequeño país al norte del sur, Trump, balanceándose en su silla como un escolar en un columpio, sintiendo que hace aspavientos de ahogado en este pantano venezolano, sólo alcanza a exclamar, en voz alta y clara:

-Maduro: ¡son of a bitch!

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