Las razones de la «reforma», por Rafael Uzcátegui

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Un gobierno caracterizado por la arbitrariedad necesita simular un proceso de participación para imponer un modelo de Estado y gobierno a través de nueva Constitución. El objetivo es mantener la cohesión de su menguada base de apoyo en torno a una quimera utópica, evitando así el resquebrajamiento de la mentira del triunfo electoral en presidenciales.
La pregunta es perfectamente comprensible: ¿Por qué un gobierno autoritario, que dejó atrás las últimas líneas rojas que lo separaban de una dictadura, y que se ha colocado de espaldas al texto constitucional vigente, necesita promover un movimiento teatral para reformar la Carta Magna? ¿Qué explica que quien gobierna unilateralmente, sin respeto por la independencia de las instituciones, y que ya ha declarado su intención de quedarse indefinidamente en el poder, simplemente no imponga por decreto el Estado Comunal; elimine el voto secreto, universal y directo y continúe usando milicias y colectivos para labores de control de la ciudadanía, cómo ha sido hasta ahora? ¿Por qué necesita de la simulación y el performance si pudiera simplemente hacerlo «a las malas»?
Para desarrollar nuestra hipótesis debemos dejar por sentado una afirmación previa: Ningún autoritarismo puede gobernar, exclusivamente, en base a la represión. Los Fujimori, Videla, Pinochet o Castros del mundo necesitan mantener una base social, aunque sea minoritaria respecto al resto, persuadida y seducida de la necesidad de mantener su apoyo, abierto y franco, al régimen.
Por los únicos datos detallados disponibles de las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024, sabemos que Nicolás Maduro obtuvo 3.385.155 votos. Entonces, consideremos que tres millones de personas constituyen su actual base de apoyo.
Aunque el chavismo ha mostrado una importante capacidad de cohesión, esos tres millones no son un sector monolítico. Están integrados por altos y medios funcionarios, así como por otros sectores que se benefician del actual estado de cosas.
Pero, también, de ese sector forman parte una porción de la población que tiene otras motivaciones para seguir apoyando la PSUV: Desde los ideologizados y fanáticos, pasando por quienes obtuvieron alguna gratificación material o emocional del propio Hugo Chávez hasta quienes están convencidos, por las razones que sea, que un triunfo de la oposición sería el holocausto para Venezuela. Cualquier movimiento político del mundo desearía tener un piso electoral de tres millones de votos, una cifra que no es baladí.
Sin embargo, a diferencia de otros procesos electorales, el 28 de julio tuvo un detalle esencial. La población, chavista y opositora, fue testigo de la lectura de los resultados en la mesa en la que sufragó, en los alrededores de los centros electorales. Muchos de los presentes, tanto rojos como azules, grabaron aquellos datos y los compartieron con sus pares, bien sea en los chats vecinales o comunitarios o a los comisarios del partido. La «verdad estatal» de los resultados contradice la verdad de la gente.
A partir de los números divulgados por Elvis Amoroso se activó la maquinaria de propaganda para convencer a extraños, pero sobre todo a los propios, que Nicolás Maduro había ganado las elecciones. Un sector de la militancia chavista comenzó a debatirse entre creer lo que habían visto sus ojos y acatar los lineamientos del partido. Por ello, todos los esfuerzos oficiales luego de la fecha han sido para cerrar el círculo de la mentira entre tres millones de personas, convertidas en cómplices sobrevenidas del fraude a la voluntad popular más escandaloso en la historia reciente de América Latina.
Este esfuerzo, en mantener compacta la narrativa oficial, no avala disensos, ni siquiera el reconocimiento de algún miembro de mesa psuvista que, en su centro, Superbigotes fue derrotado. Como sabemos, las maneras de custodiar el silencio han mezclado la intimidación, la cárcel y diferentes tonos narrativos, para que ese sector de los tres millones pueda auto convencerse, en un intrincado recorrido psicológico, que la tierra es plana. O que si se hizo «trampita» ahora fue por un objetivo noble mayor: Derrumbar el Estado burgués y sus elecciones representativas para, ahora sí, construir el «paraíso en la tierra». Como dicen, el corazón necesitado de fe tiene razones que la racionalidad nunca podrá explicar.
Con este movimiento la hegemonía superaría una contradicción que salta rápidamente en las críticas: El socialismo, las comunas, las milicias, los colectivos y todo lo que se ha inventado Maduro luego del año 2013, no aparecen en el texto constitucional.
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Entonces, la pretendida «reforma», que en realidad es una nueva Constitución, no está dirigida al conjunto de la población, a usted o a mí, sino a esos tres millones cuya fe necesita ser urgentemente renovada.
No obstante, la cúpula tiene un dilema que resolver: Construir una narrativa que resuelva las dudas de los fieles que pudieran sostener que la Carta Magna de 1999 es el último legado en pie de Hugo Chávez. Teóricamente sería la última oportunidad del chavismo institucional democrático en expresar algún tipo de opinión divergente con el avance autocrático. Sin embargo, pareciera que su identidad izquierdista permitiría cualquier dislate que se justifique en nombre de la «revolución».
Rafael Uzcátegui es sociólogo y codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (Gapac) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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