Latinoamericanizar a Cuba, por Johanna Cilano Pelaez y Armando Chaguaceda Noriega
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El universo de los análisis y opiniones sobre Cuba en Latinoamérica oscila entre la incomprensión, la ausencia y la romantización. Para algunos, el cubano es un caso «demasiado raro», al que no podemos entender con ninguna categoría de la ciencia social al uso. Según otros, es «una pequeña isla insignificante» que no vale la pena analizar. No falta quienes idealizan al «modelo cubano» como «una democracia diferente, superior, popular».
Pero el caso cubano es perfectamente comprensible, analizable y comparable, en relación con el contexto regional. Buena parte de las democracias latinoamericanas están limitadas por la violencia criminal, la desigualdad social y la corrupción política de sus élites, pero en la región la gente cambia periódicamente a sus gobernantes, se organiza, expresa y protesta para influir en la política gubernamental.
Desde el fin de las dictaduras militares de derecha, los ciudadanos han cambiado la composición de sus gobiernos y la orientación de sus políticas. La alternancia de gobiernos (y olas) neoliberales y progresistas lo demuestra.
Por su parte, Cuba vive, desde hace 61 años, bajo un régimen político de tipo soviético –hoy en una fase postotalitaria– que consagra el monopartidismo, la ideología de Estado, el control estatal de la economía, la educación y los medios masivos, así como el accionar extendido de una poderosa policía política como elementos de control social. Dicho régimen no ha admitido ni una transición democrática ni serios cambios intrasistémicos.
En Latinoamérica, las élites están ideológicamente divididas entre sectores conservadores, reformistas y radicales; también entre segmentos empresariales y políticos. Se confrontan en el campo político, con disputas y alianzas con los sectores medios y populares.
En Cuba, «la élite» está fusionada dentro de un grupo social y un aparato del Estado que es, por su omnipresencia, el principal responsable de la violencia, la desigualdad y la corrupción. Ni siquiera las diferencias de agenda que pueden existir en su seno pueden expresarse, impidiendo a la ciudadanía la posibilidad siquiera de elegir entre modalidades distintas de gobernanza autoritaria.
El sujeto popular, tan invocado por el socialismo, está más desempoderado en Cuba –en el derecho a reclamar sus derechos sociales, económicos, culturales, civiles y políticos– que en la mayoría de las naciones vecinas.
Ese orden autoritario fue sacudido el pasado 11 de julio (11J) durante las mayores protestas en la historia de Cuba. Estas tienen de trasfondo una severa crisis, donde se combinan la debacle del modelo económico estatista, el impacto brutal de la pandemia y las sanciones de EE. UU. A todo ello se sumó la tarea de ordenamiento económico, una suerte de política de ajuste estructural que agudizó las condiciones de pobreza, desigualdad y escasez, mientras el gobierno privilegiaba la acumulación de divisas –abriendo tiendas de productos de primera necesidad en dólares– y una expansión de la inversión inmobiliaria que superó 50 veces –según fuentes oficiales– al gasto social.
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Si bien tras las protestas el Estado mantiene el control del país, la crisis y el agravio social continúan. Las manifestaciones de descontento, en el espacio público físico y virtual no cesan.
Existe una diversidad de grupos organizados para el acompañamiento a los detenidos, los procesados y sus familias; para defender agendas específicas (incluidos los derechos LGBT, de cara a la discusión y consulta del nuevo Código de Familia); para reclamar diálogo a las autoridades y para exigir derechos utilizando las instancias formales.
Las protestas desmoronaron la idea de un pueblo genéticamente incapacitado para reclamar a sus gobernantes. También el mito de una revolución pura y eterna, que disuelve las responsabilidades del Estado autoritario en la falsa identificación pueblo/ gobierno/ partido único.
La Cuba real versus la isla ideal o imaginada
En esa Cuba crecientemente latinoamericana hay también una sociedad fragmentada y empobrecida. En su seno ha emergido la promesa de una ciudadanía activa. Artistas contestatarios, periodistas independientes, laicos católicos, obreros, cuentapropistas, campesinos, gente común y diversa. Diversidad que acompaña a las familias de los presos, acopia ayuda humanitaria, organiza vigilias en parques e iglesias, firma cartas, protesta en calles y estaciones policiales.
La actitud del Estado cubano pos-11J está en sintonía con la de otros gobiernos autoritarios –Nicaragua, Birmania, Venezuela o Bielorrusia– que criminalizan los reclamos de sus ciudadanos. Existen hoy más de 1100 ciudadanos procesados por razón de las protestas.
De ellos, más de 500 siguen en la cárcel: incluidas mujeres y afrodescendientes; en su mayoría de procedencia humilde. Algunos son menores de edad. Se ha utilizado el delito de sedición para asignar condenas de hasta 15, 18 y 25 años a personas que, haciendo uso de la protesta pacífica, exigieron derechos elementales.
Amnistía Internacional, entre otras organizaciones, acompaña y documenta la represión continuada. Ante el anuncio de una nueva manifestación para el 15 de noviembre, una protesta pacifica en pro de la libertad de los presos políticos y el fin de la violencia política, el gobierno cubano ha respondido con más represión, acoso y descalificación a sus críticos.
Las élites cubanas han fracasado en su promesa revolucionaria. También en una gestión reformista de la crisis nacional. Articuladas sobre un modelo extractivo de dominación, explotación y acumulación, a medio camino entre el socialismo burocrático y el capitalismo de Estado, su carácter se ha vuelto reaccionario.
Hoy no le queda nada que ofrecer a su propio pueblo, ni constituyen un ejemplo a seguir para las sociedades latinoamericanas. Se debe evaluar al régimen cubano con el mismo rigor analítico y cívico con el que revisamos el desempeño –en materia de desarrollo, inclusión y libertades– de otros países en la región.
A diferencia del mantra del viejo modelo soviético –que preconizaba la creciente prosperidad y homogeneización de la sociedad socialista desarrollada– Cuba es hoy una nación cada vez más pobre, desigual y conflictiva. Los cubanos han demostrado que no son antropológicamente diferentes a otros latinoamericanos: también tienen reclamos y derechos, que reivindican como y cuando pueden, a pesar de la criminalización permanente de su Estado policial.
Conviene, entonces, dejar de ver a la isla como una excepcionalidad incomprensible o, peor aún, como una utopía luminosa. La gente y la sociedad cubana no son intraducibles a los léxicos de la política y las ciencias sociales latinoamericanas. Lo único anómalo del caso cubano, en este continente (aún) formalmente democrático, es la naturaleza autocrática del régimen vigente.
Johanna Cilano Pelaez es abogada y politóloga. Doctora en Historia y Estudios Regionales, con estudios de posgrado en gestión y análisis político por FLACSO México y CIDE. Nivel C del Sistema Nacional de Investigadores de México, Posdoctorante en la UNAM, ENES León. Miembro de la Red de Politólogas.
Armando Chaguaceda Noriega es politólogo e historiador. Especializado en el estudio de los procesos de democratización y autocratización, así como en la relación Estado-sociedad civil con especial atención a los casos de Cuba, México, Nicaragua y Venezuela. Ha estudiado los procesos políticos en la Rusia postsoviética, así como sus vínculos geopolíticos con América Latina.
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