Laura no está, Laura se fue, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
El sueño me había vencido a la altura del quinto inning del Tigres vs Yankees. El televisor seguía encendido, el control del aparato yacía en mi mano al tiempo que con la otra dejaba caer la lata de cerveza que se derramaba en el suelo.
Hablo de un instante irrepetible porque nos besábamos a escondidas en playa Choroní cuando un estruendo de subida y bajada por las escaleras irrumpió con rudeza, sin respeto a la gente, perturbando la paz del edificio. Abrí los ojos, me estremecí al oír los gritos y sobresaltado me levanté del sofá.
Contrario a la primera ley de la sobrevivencia en Caracas, que ordena no asomarse si hay alboroto en el pasillo, entreabrí la puerta. Fue así como un gordito extenuado, enfundado en el chaleco antibalas y portando un fusil de asalto pagó su arrechera conmigo. «¡Viejo, tranque la puerta y váyase a dormir, nojoda!». Claro que la cerré, pero no logré pegar un ojo dado que el alboroto se amplificaba justo arriba en su apartamento.
Me dije: Mauricio esta vaina es un asalto masivo. Luego cambié de guion y aposté por un ladrón mala leche que al ser sorprendido se atrincheró en una casa, después me convencí de que se trataba de otra pelea del coronel Fernández Díaz, otra vez borracho, con su mujer.
Los minutos se escurrían entre gritos, muebles que eran arrastrados y puertas que cerraban bruscamente. Al final me quedé con la conclusión indeseable: pana, se metieron en la casa de la chica de tus sueños y no solamente la están robando.
En realidad no estoy seguro de que se llamara Laura y lo único que me consta es que reunía los requisitos para ganar el Miss Venezuela, si es que ya no había concursado antes. Solo puedo decir que en los cuatro meses y varios días que vivió en el apartamento de arriba intercambiamos escasas palabras, las suficientes para sentir en mi piel sus encantos.
Yo la observaba con la meticulosidad de un coleccionista. Era alta, delgada, esbelta, rubia natural, ojos verdes y cabellos que se soltaban al aire como la publicidad de un champú. Un domingo, en Navidad, llegó totalmente ebria y no encontró en su bolso la llave del apartamento. Tocó el timbre, abrí y le ofrecí el sofá donde se acostó, pero le dio por conversar, me reveló su nombre.
Dijo que provenía de Río Caribe, que trabajaba como modelo en una agencia internacional y que dentro de unos meses se largaría a Miami. Cuando volví de la cocina para traerle el vaso de agua fría que me solicitó estaba dormida. Al siguiente día tampoco pude ofrecerle la taza de café caliente para que espabilara: al llegar a la sala Laura se había esfumado. No importa porque en otras ocasiones nuestros autos coincidieron en el estacionamiento y más allá de alguna frase amable de mi parte y la sonrisa suya de niña traviesa como respuesta a un señor mayor no logramos traspasar los límites donde se fija la amistad de alguien de 67 años, divorciado y gerente de una tienda en el Sambil y una joven radiante de alegría, dotada con exuberante cuerpo y en busca de aventuras. Por eso la soñaba cada vez que ella sonreía en el ascensor, sea en las mañanas o los fines de semana.
Algunas veces era visitada por el novio o lo que fuese quien le arrancaba unos gritos perturbadores de lujuria. Sus voces y risas, más el dale que dale con el reguetón, se derramaban por la ventana mientras yo veía a Miguel Cabrera en home con dos hombres en bases. Para mí era un tormento. Por más que le subía el volumen al televisor y me concentraba en el juego, los gemidos de Laura me distraían. Tanto que no sabía si los corredores de Detroit habían anotado.
No era su apartamento. El sobrino de un antiguo ministro de Defensa de Chávez se lo compró a la familia Fábregas, según la leyenda, uno de los primeros habitantes del edificio vetusto y lujoso cuando Los Naranjos era solo una urbanización para quintas y mansiones. Pero Caracas se reacomodó a los tiempos modernos y de un solo coñazo los tentáculos residenciales se extendieron hasta este lugar tranquilo, como contó el viejo Fábrega antes de vender e irse con su familia a las islas Madeira. Así me lo describió Ignacio Vallarino, presidente del condominio, la noche que me le presenté para informarle que yo era el nuevo inquilino del apartamento del piso seis, 6-3 y que estaba a la orden.
Obvio que el sobrino del exministro de Defensa se había beneficiado del robo público revolucionario y adquirió a brinco rabioso el apartamento de arriba. Desde entonces lo alquilaba a gente solitaria como yo o a chicas que a los tres meses se mudaban a otra parte, como acaba de ocurrir, aunque de manera forzosa, con Laura. De modo que la última en habitarlo podríamos decir ha sido ella, Laura Díaz, mi chica de diez de la noche a cuatro de la mañana, porque mire usted señor, no sabe cómo la soñaba.
Bastaba solo con toparnos en el ascensor o el estacionamiento e intercambiar los buenos días para que mi afiebrada imaginación se encendiera. Servía también escucharla cuando salía del ascensor con los ojos llenos de ilusiones, hablando por teléfono con sus amigas sobre el pasado fin de semana en Los Roques, o el nuevo ferrari rojo de su amigo o la otra cuenta bancaria que había abierto en el Bank of America.
Yo me dedicaba a mis asuntos con la sobriedad que embarga la rutina de un viejo divorciado y con pocos amigos. De vez en cuando me entretenía con algún vecino en la entrada del edificio que, dada mi perfil de sesentón y sin familia, se les hacía difícil invitarme a su mesa aún en los días navideños.
Distraído o aburrido de esas triviales conversaciones que yo soportaba por educación solo me animaba a intervenir cuando mencionaban a Laura y apuraban toda suerte de chismes, ninguno de ellos favorables a su moralidad. Yo solo la defendía para mis adentros, no tanto porque la amaba en secreto sino porque entendía que era el precio que suelen pagar quienes viven solos en una comunidad donde las familias con niños y perros son la única normalidad posible.
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Fue así –como les estoy contando– que navegando en esa frontera invisible entre el sueño y la vigilia me sacudieron los pasos por las escaleras, los gritos desesperados y la brusquedad de gente empeñada en echar abajo muebles, biblioteca y televisores. Entreabrí la puerta, ya lo dije. El gordito con chaleco antibalas me dijo que me fuera a dormir, pero media hora después pude observar como esa docena de funcionarios policiales la bajaban esposada.
Ella, a sabiendas que la espiaba, se volvió hacia mí con mirada intensa, oscura, vaga. Una nerviosa sonrisa afloró sobre su rostro como disculpándose y traicionando la serenidad que le caracterizaba.
Me dijo adiós con lágrimas en las mejillas. Me emocioné hasta sentir dolor intenso y me vino no sé porqué una línea del poema de Emily Dickinson, «tronando como si todos los cielos fueran campanas». Al siguiente día, el fiscal Tarek William Saab se ufanaba en mostrar por VTV las fotos de los apresados en la Operación Anticorrupción. Excitado, el fiscal informó que llevaba 67 detenidos por causa del robo de los 3.000 millones de dólares de Pdvsa. Entre las imágenes no aparecía Tareck El Aisami ,pero sí algunos de sus colaboradores y, en la otra mano, fotos de chicas de compañía de los «corruptos» que están dañando la gestión impoluta del presidente Maduro. Dentro de esa serie de gráficas estaba ella, seguro una foto tomada en un viaje a la isla de Coche. Solté un suspiro que iba entre la nostalgia y la tristeza, y me dije, paragonando aquel personaje de Borges, Mauricio, los espejos de tus noches ya no serán los mismos.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España