Le Monde Diplomatique: Nueva etapa del MAS
El triunfo de Luis Arce en primera vuelta sorprendió incluso dentro de las filas del MAS y confirmó el fracaso del “voto útil” en su contra. Ni siquiera unida la oposición hubiera logrado imponerse. Durante casi el año que duró el gobierno de Áñez, el MAS logró entender la nueva etapa, revisar sus propios errores y hasta generar nuevos liderazgos. Sin embargo, su gobierno no será nada fácil en un escenario regional posprogresita y una economía muy complicada.
Por @PabloAStefanoni
Cuando se iba acercando la medianoche y la falta de resultados oficiales –e incluso de bocas de urna y conteos rápidos– comenzaba a crispar el ambiente y alimentar la sospecha, se produjo un vuelco inesperado. La cadena Unitel, una de las más seguidas en la noche electoral y de mayor audiencia en el país, que venía postergando una y otra vez sus proyecciones, anunció que finalmente se conocería el conteo rápido de la firma Ciesmori. Los resultados cayeron como una bomba: ni los más optimistas en la campaña del Movimiento al Socialismo (MAS) imaginaron semejante número: Luis Arce Catacora sobrepasaba con holgura el 50% de los votos y se transformaba en presidente sin necesidad de una segunda vuelta. El ex presidente Carlos Mesa, la carta del “voto útil” para impedir el retorno del MAS, quedaba a 20 puntos de distancia.
Todos los análisis de la campaña y de la misma jornada electoral sobre el techo de votos de Arce –supuestamente el candidato con menos posibilidades de crecer– estallaron por los aires, y el MAS se prepara para regresar al Palacio Quemado con una votación plebiscitaria. Incluso si hubiera habido una solo candidatura anti-MAS, si la oposición hubiera logrado la unidad, no hubiera resultado suficiente. El hecho de que la presidenta interina Jeanine Áñez reconociera rápidamente el triunfo del MAS y felicitara a Arce contribuyó, sin duda, a evitar que el clima de crispación y potencial inestabilidad terminara por imponerse frente al lento conteo oficial después de una jornada ejemplar de votación siguiendo los protocolos en épocas de pandemia.
El MAS obtuvo, además, mayoría en el Parlamento. En su bastión de La Paz se impuso 65% a 32%, en tanto logró un significativo 35% en Santa Cruz, donde se hizo fuerte el conservador Luis Fernando Camacho, líder de las protestas callejeras de noviembre del año pasado que, en el marco de un amotinamiento policial y un pronunciamiento militar, llevaron al derrocamiento de Morales y a su exilio en Argentina.
Liderazgo
Con estos resultados a la vista, Arce deberá construir su propio liderazgo presidencial, con un Evo Morales que volverá a Bolivia menos fuerte que antaño, pero sin duda influyente, y un vicepresidente, David Choquehuanca, distanciado de Morales y con base propia entre las dirigencias aymaras del altiplano paceño. Aún más: Arce deberá mostrar que su modelo económico –una de las cartas fuerte del MAS en su década y media en el poder– sirve también en tiempos de crisis económica e incertidumbre profundizada por la pandemia. Por lo pronto, en su discurso del domingo en la noche, se mostró humilde, sugirió una autocrítica y prometió la unidad nacional.
¿Qué estaba en juego en los comicios? Más que programas electorales, la elección enfrentó lecturas en disputa sobre los 14 años del MAS en el poder y los casi 12 meses de gestión de Jeanine Áñez, una senadora conservadora que, aprovechando el vacío de poder tras el derrocamiento de Evo Morales y la renuncia de la presidenta del Senado a asumir la presidencia, recaló inesperadamente en el Palacio Quemado.
Desde un comienzo, el gobierno interino buscó demonizar al MAS, al que intentó reducir a una fuerza “narcoterrorista”, caracterizando su gestión como una mezcla infame de autoritarismo, corrupción y despilfarro de recursos públicos, alejado de las imágenes de éxito económico resaltadas incluso por organismos internacionales. En esta narrativa radical, algunos hablaron incluso de una “dictadura” en la que solo se podía hablar en susurros en los cafés para no ser perseguido por el autoritarismo indígena. Sin embargo, como suele ocurrir con las asonadas antipopulistas, el revanchismo se impuso sobre las promesas institucionalistas y republicanas, a lo que en Bolivia se sumó una gestión administrativa particularmente deficiente de la crisis generada por el coronavirus, que provocó más de 8.000 muertes según datos oficiales.
Muchos vieron en el gobierno de Áñez un esfuerzo de las clases medias y altas “blancas” por recuperar un poder parcialmente perdido desde 2006. Pero el MAS, pese a haber sufrido una desbandada en noviembre del año pasado, logró reconstituirse desde el Parlamento –donde siguió conservando su mayoría de dos tercios– y desde las calles, manteniendo su lugar de única fuerza de base popular en el país. Por momentos, el gobierno de Áñez se pareció bastante al de la Revolución Libertadora argentina de 1955: muchos no dudaron en referirse a Evo Morales como el “tirano prófugo” y no lograron percibir que, pese a todo, el MAS seguía expresando un bloque étnico-social de matriz plebeya. Las sobreactuaciones represivas del ministro del Interior Arturo Murillo, que amenazó con encarcelamientos y persecuciones, produjeron un efecto paradójico, en la medida en que apuntaban no solo al MAS, sino a expresiones más amplias de los movimientos sindicales y sociales.
En el plano estrictamente electoral, Carlos Mesa confió demasiado en el “voto útil”, a partir de la premisa de que una mayoría quería evitar a toda costa un regreso del MAS, y posiblemente ni siquiera intentó conectarse con el mundo indígena-popular. Pero como se vio en las elecciones, tal rechazo –que en redes sociales y medios de comunicación parecía absoluto– no existía; no al menos con esa fuerza. El “voto útil” se limitó a alrededor del 30% de los sufragios.
El segundo dato electoral es la confirmación de la dificultad de los liderazgos cruceños para salir de su región. Camacho, que en 2019 parecía haber conquistado a muchos paceños, obtuvo un resultado intrascendente en la sede de gobierno, al tiempo que se consolidó como fuerza regional. Santa Cruz eligió su propio “voto útil” en defensa de sus intereses regionales y regionalistas.
El MAS
Al mismo tiempo, el triunfo del MAS muestra que sí era posible ganar con un candidato que no fuera Evo Morales, y que sus esfuerzos reeleccionistas terminaron llevando a su gobierno a un callejón sin salida, que habilitó una suerte de “contrarrevolución” que terminó echándolo del poder. Su incapacidad de deshacerse del MAS no quita que el rechazo a la reelección indefinida no fuera amplio y que el gobierno masista haya visto implosionar su forma de ejercicio del poder en noviembre pasado. La asonada terminó en un golpe, lo que no excluye que hubiera masivas movilizaciones (por abajo) y una fuerte crisis (por arriba) que explican la salida tumultuosa del MAS del poder.
Sin embargo, la represión y la vuelta al llano insufló una nueva mística a la campaña electoral, de la que careció la de 2019, cuando la confianza en el aparato estatal reemplazó la movilización desde abajo. La crisis también permitió la emergencia de una nueva camada de dirigentes, como Andrónico Rodríguez, sucesor de Morales en los sindicatos cocaleros. Campesino con una licenciatura en Ciencias Políticas, Rodríguez expresa la nueva sociología del mundo rural, cada vez más interconectado con las ciudades. En esta campaña aparecieron muchos “Andrónicos” que permitieron desplazar del primer plano a varios dirigentes sociales desgastados y con visiones prebendalistas de la política y el Estado.
Desde el comienzo, el MAS actuó con una autonomía relativa respecto de un Evo Morales exiliado en Buenos Aires y limitado en sus movimientos. Los parlamentarios, con Eva Copa a la cabeza, eligieron la moderación frente a los llamados a la resistencia que llegaban desde Argentina. Lo cierto es que no había un pedido masivo de que “Evo vuelva”; lo que existía era más bien un rechazo a actos agraviantes del nuevo gobierno, como los conatos de quemas de wiphalas en las protestas anti-MAS y otros episodios considerados racistas, como las continuas referencias a las “hordas del MAS” y las columnas en la prensa sobre el “enemigo público número uno” (3) o el “cáncer de Bolivia” (4). El “voto útil” del mundo rural y urbano popular periférico fue, sin duda, a Arce, y eso definió su ventaja final.
A diferencia de parte de la solidaridad internacional antigolpista, perdida en consignas vacías, el MAS logró entender la nueva etapa y apostar a la salida electoral, con los compromisos que esta requirió, por encima de la resistencia en las calles. Esto fue así sobre todo en quienes se quedaron en Bolivia, que entendieron la complejidad de lo ocurrido en noviembre: el proceso que terminó en una “sugerencia” militar para que Morales renuncie, lo que técnicamente configura un golpe, fue parte de una crisis con más dimensiones, incluida la de la popularidad inicial de Áñez y el propio desgaste de Morales. Esa autonomía relativa amplió el margen de acción del MAS, al tiempo que el tenor moderado de Arce –un economista técnico obligado a jugar el juego de la campaña, cantando o jugando al básquet en público–, sumado a su prestigio como gestor de la economía, permitía responder, sin sobreactuaciones, a los ataques de la derecha.
El Futuro
El nuevo desafío del MAS será gobernar sin el poder que tuvo entre 2006 y 2019. Ese periodo “épico” de la revolución ya no podrá repetirse. Su gestión operará en un escenario posprogresista en la región, y posiblemente deberá transformarse en un partido más abierto a compartir el poder y aceptar en mayor medida la alternancia, sin pensar la salida del gobierno como pura catástrofe.
El escenario es más favorable de lo que cualquiera hubiera imaginado en los días previos: por un lado, la amplia ventaja en las urnas constituye un capital electoral fundamental, en un contexto de polarización; por otro, varios actores políticos, económicos y sociales ya habían descontado la posibilidad de que el MAS regresara al Palacio de gobierno.
Por último, la épica de la “Revolución de las pititas” –como fue conocido el movimiento de noviembre– terminó de diluirse pese a los libros, suplementos de periódicos e intentos por construir un relato de “liberación”. No obstante, queda como un recuerdo de que las insurrecciones urbanas son una constante en la historia nacional boliviana –tanto las progresistas como las reaccionarias– y que el nuevo gobierno deberá reconciliar pedazos de la sociedad atravesados por clivajes étnicos, sociales y regionales. Que en estos tiempos convulsionados la salida haya sido electoral no es poca cosa, ni para Bolivia ni para el continente.
Publicación original en Le Monde Diplomatique