Leche condensada y acaramelada rusa, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Entré al «discount» a comprar un tarro de pintura, el invierno hace estragos en los marcos de las ventanas y hay que precaverse. De paso, algunas conservas para la casa, y al buscarlas me entero de la novedad: en un estante está anunciada la venta de leche condensada rusa, acaramelada. Es muy buena; no hay mejor. En casa la combinamos con galletas de soda sin sal, de Israel, y sale algo parecido a los «alfajores chilenos», muy especial para el café cargado de las tres de la tarde.
Desde las sanciones impuestas por la UE a Rusia la leche acaramelada había desaparecido del mercado. Naturalmente la pregunta a mí mismo al verla, fue: ¿Es que se acabaron las sanciones a Rusia? Las noticias dicen lo contrario, han aumentado. ¿Cómo entonces reapareció la leche acaramelada rusa? Las respuestas solo podían ser dos: o los productores rusos logran eludir las sanciones, o sencillamente, las sanciones no funcionan. Me quedo con las dos respuestas, entre otras cosas porque ya las sabía.
La impotencia de las sanciones económicas
Como siempre ha sucedido, las sanciones económicas impuestas a un país no funcionan, nunca han funcionado y nunca funcionarán, mucho menos hoy, en la era de la globalización. O mejor, solo funcionan en áreas controladas por el estado, pero no por la empresa privada. Y es lógico, natural e incluso bueno que así sea. Si funcionaran de modo perfecto significaría que estamos bajo un dirigismo estatal, como ya no lo hay ni siquiera en China (tal vez solo en Corea del Norte y Cuba).
Evidentemente, los gobiernos europeos también lo saben. ¿Para que aplican sanciones entonces? Por dos motivos: Uno: las aplican de modo simbólico, para señalizar que los desacatos cometidos por gobiernos como el de Putin no pueden ser ignorados ni aparecer impunes ante la opinión pública internacional. Dos: las aplican en áreas estratégicas, cuando el conflicto, aún no habiendo declaración de guerra como sucede con Rusia, ha alcanzado una dimensión militar. El problema es que incluso estas sanciones tampoco funcionan de modo óptimo.
Para nadie es un misterio por ejemplo que, a pesar de las restricciones dispuestas por la UE, hay países europeos que continúan recibiendo gas ruso. Peor todavía, los países que lo reciben –es el caso de Hungría– lo revenden a otras naciones. Si esta práctica sigue vigente entre países de la UE no se necesita imaginación para darse cuenta del tipo de relación que algunos gobiernos mantienen con Rusia a través de la intermediación de países no adscritos a la UE.
¿Significa eso que no hay que aplicar más sanciones económicas a Rusia? De ningún modo. Significa que las sanciones no pueden quedar solo en manos del sector privado de la economía. Significa por lo mismo que no pueden ser aplicadas en todas las áreas de la producción, sino solo en las estratégicas, vale decir en las que directamente tienen que ver con la producción militar, como venta de armas y otros productos bélicos. Pero sobre todo significa que las sanciones por sí solas no juegan ningún papel decisivo sino uno muy secundario en una confrontación internacional.
Los latinoamericanos, por ejemplo, sabemos que las llamadas sanciones económicas, aplicadas a gobiernos que han transgredido la norma democrática (Cuba, Venezuela) si cumplen algún efecto, es solo el de hacer sufrir a los sectores pobres, además de proporcionar a los respectivos gobiernos un pretexto para asumir el papel de «víctimas del imperio» y, de paso, atizar de modo perverso los sentimientos patrios.
En caso de países militarmente enemigos es más complicado. Definitivamente hay que imponerlas, pero siempre hay que contar con transgresiones pues la economía no se deja regir por leyes morales sino por intereses y ganancias, factores que a su vez son los que conceden dinamismo a la economía. No hay nada más anti-económico que intentar conducir políticamente a la economía.
En términos más sencillos, aunque marxistas y neo-liberales piensen lo contrario, la economía política no existe.La economía es económica y la política es política, punto.
Es cierto que la economía sin política es una actividad salvaje, por no decir antropófaga. Es cierto también que la política sin economía es una imposibilidad total, pero, y este es el quid: no son lo mismo. Permanentemente se cruzan, se interfieren, se retroalimentan, se separan y se encuentran, pero, otra vez, no son lo mismo.
El colapso del comunismo fue –ahora sabemos– resultado de un proyecto cuyo objetivo era expandir la economía de acuerdo a un determinante político prefijado desde la era stalinista: Superar a la productividad de los países llamados capitalistas. Para lograr ese objetivo las dictaduras comunistas destruyeron las relaciones de producción existentes, forzaron la explotación de la fuerza de trabajo hasta niveles subhumanos, generaron un capitalismo de estado de rendimiento notablemente inferior al del capitalismo liberal.
El fin del comunismo significó, entre otras cosas, el fracaso del capitalismo dirigista, o lo que es casi igual, del proyecto destinado a orientar la economía en función de objetivos políticos meta-históricos. Exactamente el mismo error de nacimiento que caracteriza al proyecto económico chino de Xi Jinping, ya no orientado a superar al capitalismo –China es el país más capitalista del mundo– sino a la economía occidental, pero con el objetivo de dominar políticamente al mundo, creando relaciones de dependencia, como las que giran en torno a Brics.
La crisis que hoy se anuncia en China, la que según especialistas no es de crecimiento sino de estructura, pondrá a la nomenklatura china frente al dilema de, o liberalizar el mercado interno, o volver al dirigismo de tipo maoísta.
En el mal llamado Occidente (del que hoy forman parte un conjunto de democracias orientales) está teniendo lugar, sin embargo, un proceso paralelo al chino, pero exactamente al revés. Si en China, Corea del Norte, Rusia e incluso Irán y otras naciones, renace el proyecto de subordinar la economía a los dictados de la política internacional (lo que supone la supresión de la política nacional) en diversos países hoy democráticos, ha nacido el proyecto de subordinar la política a los dictados de la economía, sea nacional o mundial.
No otra cosa fue el llamado neo-liberalismo, cuyos antecedentes los encontramos en las dictaduras militares del cono sur latinoamericano de los años setenta. Aquí, en vez de neoliberalismo, que es solo una ideología, hablaremos de la doctrina economicista de donde provienen los ajustes neo-liberales
Lógica de la razón economicista
Entiendo por economicismo la creencia en que la actividad política es, y debe ser, un subproducto del desarrollo económico. Quizás el ejemplo más nítido del economicismo lo encontramos en la política internacional que intentó proyectar el gobierno norteamericano de Donald Trump, a mi juicio, un intento de sublevación de la economía en contra de la política.
Si tradujéramos en una frase el sentido de la doctrina Trump tendríamos que decir que America First fue un programa para eliminar los obstáculos que se interponen al crecimiento de la economía norteamericana. En ese sentido, Trump era y es un patriota económico.
Si Trump, por ejemplo, detectó a China como enemigo principal, no fue porque viera en China un rival sistémico, sino antes que nada, un rival económico.
A la vez, su amistad con Putin se explica por el hecho de que no vio en Rusia un peligroso competidor económico. Cuando más, geopolítico, pero eso no le interesaba.
A Europa, a la vez, la veía como un parásito que disfrutaba de la protección norteamericana (lo que no era tan falso). Si Putin invadía Crimea, si violaba los acuerdos internacionales, si amenazaba potencialmente a Europa, ese no debía ser un problema para los EE. UU de Trump. Por eso Trump vio en la carísima mantención de la OTAN por los EE UU un mal negocio y su propósito evidente fue desmantelarla. Pues bien, en el seguimiento de su creencia economicista, Trump no estaba solo.
*Lea también: Ucrania: las razones de la solidaridad, por Fernando Mires
Como es sabido, los gobiernos europeos, aún después de la invasión rusa de 2014 a Ucrania, se dejaron seducir por el petróleo y el gas hasta el punto de convertir a sus naciones en zonas dependientes de las exportaciones energéticas rusas. Evidentemente, los gobiernos europeos pensaron domesticar las pasiones invasionistas que desde 2006 no se ha molestado Putin en ocultar.
Tanto la UE como Trump tuvieron hacia Putin una política de brazos abiertos. Hecho que hizo pensar a Putin –quien confundió dependencia económica con debilidad política– que ya los tenía en su mano.
Obtenido ese convencimiento decidió poner en práctica su fantasía imperial atacando a Ucrania, a contracorriente de cualquiera racionalidad económica (lo que todavía, en su mentalidad economicista y tecnocrática no logran entender gobernantes como Scholl y Macron)
Economicismo «lulista»
No podemos olvidar tampoco que en América Latina, la misma creencia economicista relativa a Rusia, se ha hecho presente en los dos gobiernos con mayor proyección internacional, el de Argentina y el de Brasil. A pesar de representar ideologías aparentemente contrarias, tanto Fernández como Bolsonaro, en las tensas vísperas de la invasión a Ucrania, justo en el momento en que el dictador ruso movilizaba sus tropas hacia los límites, visitaron a Putin en son de amistad, distanciándose de sus pares europeos.
Evidentemente actuaron siguiendo el principio economicista de que las relaciones con Rusia no deben ni pueden verse alteradas por acuerdos internacionales, derechos humanos y otros temas subalternos a la cooperación económica. Máxime si ambos países se encuentran muy endeudados con el principal socio de Putin, el imperio chino. Solo así nos explicamos la actitud favorable mostrada hacia el eje chino-ruso por el presidente brasileño Lula.
El colmo de la predisposición economicista de Lula lo supimos durante la reunión del G-20 cuando Lula declaró que en la próxima cumbre que tendrá lugar en Brasil, su gobierno no procederá a detener a Putin, desconociendo así a la propia Corte Internacional de Justicia que dictó, en marzo del 2023, orden de detención en contra del presidente ruso, acusado de cometer crímenes de guerra. Lula agregó: «Putin puede viajar con seguridad a Brasil». Con esas declaraciones se puso en contra de la justicia internacional y en contra de la corte de justicia de su propio país, pues en Brasil rige la división de poderes y nadie ajeno al poder judicial, menos el representante del ejecutivo, puede hablar en su nombre.
Ante la fuerte reacción internacional, Lula, como ya es costumbre, hubo de retractarse. «No sé si en Brasil la Justicia detendrá a Putin. Es la Justicia la que decide no el gobierno». Pero al mismo tiempo cuestionó la adhesión de Brasil a la justicia internacional. «Los países en vías de desarrollo, firman acuerdos que no son de su conveniencia». Lo que quiso decir Lula fue que los países subdesarrollados son obligados a firmar acuerdos políticos que van en contra de sus intereses económicos, para él, los únicos que cuentan.
En breve: con sus declaraciones, Lula dejó claro una vez más que él, como populista, se permite desvalorar acuerdos firmados por gobiernos de su propio país. Que él, personalmente, no acepta las acusaciones a Putin.
Que él, si pudiera, no las acataría. Que en la guerra a Ucrania no solo asume una posición neutral, como India por ejemplo, sino favorable a las pretensiones expansionistas de Rusia.
Recordemos que en ocasiones anteriores Lula ha puesto al gobierno de Ucrania al mismo nivel de responsabilidad que al gobierno de Putin, no haciendo la diferencia elemental entre invasores e invadidos, por lo que también hubo de retractarse. En su posición anti-ucraniana, y por lo mismo, anti-europea, ha llegado a evitar una mínima conversación con el presidente de Ucrania, Zelensky, aún habiendo coincidido en reuniones internacionales conjuntas.
El Brasil de Lula no es país neutral, hay que decirlo al fin. Su gobierno ha decidido actuar por razones derivadas de vinculaciones de dependencia económica, y no de acuerdo al lugar que ocupa en el espacio occidental. Por esas mismas razones Lula no puede (ni debe) aspirar a ningún liderazgo continental. En ese sentido ya es inocultable que Lula ha asumido la política exterior del gobierno de China como propia, incluso en el respaldo que presta a gobiernos no-democráticos de América Latina, como el de Maduro –un hombre-ficha de Putin y Xi– a quién ha llegado a presentar como víctima de una «»falsa narrativa».
En el caso de China podemos entender, sin aceptar, su posición pro-rusa. China es un competidor directo de los EE UU y sus aspiraciones a ejercer hegemonía política mundial son el resultado de su enorme crecimiento económico. No así Brasil.
Brasil es un país económicamente subdesarrollado, con pretensiones de liderazgo continental, pero con una fuerte dependencia económica de China. Basta solo acordarse que el flujo comercial entre Brasil y China aumentó de US $ 2,3 mil millones en 2000 a US $ 98,6 millones en 2019. Dato que estaría fuera de crítica si es que Lula no hubiese puesto a la razón económica por sobre la razón política, transformando la dependencia económica de Brasil con China en dependencia política, como ocurrió con diversos gobiernos latinoamericanos con respecto a los EE UU, durante el periodo de la guerra fría.
Economicismo «muskista»
La suplantación de la razón política por la razón económica (o a la inversa, como en el caso de Putin) suele ser resultado de la erosión de la política. Si esta suplantación es mantenida en el tiempo, puede llegar a darse la situación en que los intereses de los estados se convierten en los intereses de las empresas y por lo mismo, en los intereses de los empresarios.
De ahí a que los empresarios tomen decisiones políticas sin consultar a los gobiernos, hay un solo paso. Pues bien, ese paso ya ha sido dado en los EE UU. El paso lo dio Elon Musk desde las oficinas de sus empresas. Y a diferencias del empresario Trump, quien ocupaba un cargo político, lo ha hecho desde su posición de empresario privado, influyendo y determinando, por su propia cuenta, el curso de la guerra de Rusia a Ucrania.
Los hechos son conocidos. En septiembre del 2022 drones marinos fueron lanzados por los comandos ucranianos hacia Crimea a través del Mar Negro, con el objetivo de dañar barcos rusos apostados en los muelles de Sebastopol. Pero el sistema de comunicaciones Starlink no estaba funcionando. Al darse cuenta de eso los ingenieros se pusieron en comunicación con el propietario, el multimillonario Elon Musk, para que reactivara el sistema.
Musk, en lugar de consultar a un miembro del gobierno estadounidense, se puso en contacto con su biógrafo personal Walter Isaacson quien había recibido informaciones del embajador ruso en los EE UU, de que Putin, en caso de ser atacado en Crimea, respondería con armas nucleares. Según la historiadora Anne Applebaum, esa información no correspondía con la realidad, puesto que después del intento obstaculizado por Musk, Ucrania, usando otros dispositivos, agredió a los barcos en mira, sin que Rusia reaccionara con contraataques atómicos. Según Applebaum, el retardo de la operación obstaculizó gravemente la ofensiva ucraniana.
El propósito de la citada autora en su interesante artículo titulado «Lo que Rusia obtuvo asustando a Musk» (The Atlantic) era mostrar como Putin, cada vez que se ve amenazado en sus posiciones, recurre al chantaje atómico. Sin embargo, más allá de esa conclusión hay otro hecho que debe ser evaluado. Formulado ese tema en modo de preguntas:
¿Por qué un empresario privado puede decidir si atacar o no en una guerra, por muy propietario que él sea de los medios de comunicación? ¿Quién le ha dado atribuciones para frenar o dilatar operaciones militares decididas por los actores en los campos de batalla? ¿Por qué, ante la disyuntiva, Musk no se puso en contacto directo con autoridades de su nación? (ministerio de exterior, ministerio de defensa) ¿Por qué actuó por su cuenta?
La respuesta solo puede ser una: porque Musk tiene poder y para Musk el poder económico está por sobre el poder político. Un criterio que, por lo demás, comparte con muchos ciudadanos norteamericanos.
El problema es gravísimo: Más allá de Musk, hemos alcanzado un momento distópico donde el poder de los magnates puede, en determinadas situaciones, situarse por sobre el Estado del que son tributarios. Sin embargo, el problema no está en Musk. El problema hay que buscarlo en los vacíos del poder político norteamericano que permiten la intromisión de poderes ajenos a la política y a su vez ocupan el lugar de la política.
Quizás tiene razón el internacionalista Ian Bremmer al sustentar una tesis que en un momento pareció fantasiosa: «la globalización del futuro no será multiestatal sino supraestatal». Contra eso justamente hay que estar en guardia. Significaría, sin más ni menos, el fin de la política.
En eso pensaba cuando parado frente a un estante del «discount», me encontré con que nuevamente estaba en venta, habiendo burlado todas las sanciones, la deliciosa leche condensada y acaramelada rusa. Un detalle nimio, pero que en sí concentra un complejo de relaciones mundiales.
Lo menos importante, por supuesto, es contar si la compré o no. Pero de todas maneras lo voy a contar. No, no la compré. Y no lo hice por razones morales sino políticas. Lo hice porque pensé en que los productores e intermediarios habían actuado de acuerdo a la razón económica, y esa es y debe ser su razón. Pero yo no soy un «homo economicus», es decir, antes de ser consumidor soy ciudadano y como tal debo acatar las disposiciones del país en que vivo, aunque otros, de acuerdo a sus razones o máximas, no las acaten.
Al fin y al cabo, decía Sócrates, es peor ser juzgado por uno mismo que por los demás.
Creo haber tenido razón. Al día siguiente, en medio de esas noticias colaterales, pero muy leídas que nos impone Microsoft, fue dado a conocer el menú de la cena con la que el presidente de Rusia agasajó al gordo presidente de Corea del Norte. Tres platos. Y como postre ¡arándanos cubiertos con leche condensada y acaramelada rusa! Afortunadamente no la compré en el «discount», me dije. Después de esa cena de asesinos, me habría quedado un gusto muy malo en la boca.
Referencias:
Anne Applebaum – LO QUE RUSIA OBTUVO ASUSTANDO A ELON MUSK (polisfmires.blogspot.com)
Ian Bremmer – LA PRÓXIMA POTENCIA GLOBAL NO SERÁ LA QUE SE PIENSA (polisfmires.blogspot.com)
Fernando Mires – PENSAR EL MUNDO (polisfmires.blogspot.com)
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Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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