Les debemos a ellos nuestra salud, nuestra vida, por Beltrán Vallejo
Ha llegado una maldición que viene del mundo microscópico y que afecta con mucha letalidad a esa etapa de la vida que sufre en muchos casos más abandono, demasiadas limitaciones, rudas desigualdades e intensa incomprensión; me refiero a la ancianidad.
Este coronavirus llega a Venezuela para generar la incertidumbre, la desazón y la angustia más lacerante en los denominados “adultos mayores” o los señalados como de la “tercera edad”, y que constituyen aproximadamente una población de 4,2 millones de jubilados y pensionados que intentan sobrevivir con un equivalente al umbral de los 0,22 centavos de dólar mensual (considerando la subida del dólar que traspasó los 100 mil bolívares cuando escribí esto).
Pues para ellos, vienen éstas mis inquietudes agudizadas por estos momentos inclementes para con esa ancianidad que representa el pasado que nos cuidó cuando éramos niños, que nos curó cuando estábamos enfermos, que nos llevó de la mano para nuestras escuelas; ese pasado que nos aconsejó, mimó y reprendió, ¡y gracias a Dios que nos reprendió! Resulta que esa población está encarnada por nuestros padres, por nuestros abuelos, por nuestros tíos, por los amigos de nuestros padres y de nuestros abuelos, y que también nos dieron afecto; ellos también representan a nuestros vecinos, al viejito de la bodega, al anciano zapatero, a la viejita vendedora de empanadas, ¡y muy sabrosas!
Precisamente el coronavirus ha dejado su estela de muerte en el mundo, y aterra ver su crueldad en los ancianatos de España y de Italia donde ha matado a ancianos, uno al lado del otro anciano, y donde militares y bomberos han tenido que abrir las puertas de esos lugares para encontrar el camposanto en habitaciones frías, y al silencio más pesado y a la soledad más dura.
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Y aquí en Venezuela, en estos días de cifras tímidas y confusas, divulgadas por un régimen que tiene años y años de mentiras, por lo que cuesta tanto creerle hasta en esta hora menguada para la humanidad toda, se cierne esta amenaza sobre un sector de nuestra población aquejado por la desnutrición, víctima de un sinnúmero de enfermedades y afecciones crónicas e imposibilitado de costear sus medicinas, y que hoy también vive bajo el peso de la ominosa soledad porque sus hijos forman parte de esa diáspora que los obligó a buscar comida y trabajo en distintos países y a sudar para enviar las humildes remesas que caigan sobre las manos arrugadas de una llorosa madre y de un amargado padre.
Toda esta inquietud radica en que el país no ve un plan integral que abarque la salud pública, lo económico y lo social; y particularmente en lo social, no vemos un programa de prevención o de protección que principalmente caiga sobre nuestros ancianos, y en especial sobre los más de 200 asilos, casa hogares y geriátricos a nivel nacional; y, por cierto, ¿qué se dice sobre la formación, entrenamiento especial y protección de los cuidadores y enfermeras de dichos lugares? ¿Qué se dice de las restricciones a las entradas en esos sitios y a sus visitas, pues debe haber protocolos especiales para eso? ¿Cómo está la sanidad, el jabón y el agua en esas instalaciones? ¿Existen allí terapias para atender las angustias, depresión y nerviosismo que deben estar haciendo mella en los abuelos allí ubicados, ya que seguramente tienen información sobre esta pandemia mundial?
Dijo Sófocles lo siguiente: “Los que en realidad aman la vida son aquellos que están envejeciendo”; pues vamos a cuidarlos “radicalmente” para que la amen más aún con nosotros, sus herederos.