Leyendas, por Gisela Ortega
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Para tener una idea de lo que llegó a ser el más grandioso lujo de las fiestas y la mesa en la Italia, del Siglo XV, basta leer la descripción del florentino Bernardetto Salutati, a cerca del banquete, que el 16 de febrero de 1476, dieron los hijos del rey Ferrante I, en Nápoles.
La escalera del palacio estaba cubierta con ricas colgaduras, tejidos y guirnaldas de tejo, y la gran sala adornada con tapices llenos de figuras; del techo, tapizado con los colores de la corona de Aragón, pendían dos grandes lámparas de cadena tallada y sobredorada, con gran profusión de velas de cera. Frente a la entrada principal, una tarima con alfombras, se alzaba la mesa, cubierta por un tapete bordado sobre el que se tendían los finísimos manteles de lienzo.
En una de las paredes estaba un gran aparador, en el que exhibían unas ochenta piezas de arte, de plata la mayoría de ellas y algunas de oro, aparte de la vajilla de plata destinada al servicio; había trescientos platos de diversas clases, escudillas, copas y bandejas. Los comensales se sentaron a la mesa entre el redoblar de los tambores y los sones de los pífanos.
El banquete se inició con entremeses; una pequeña fuente con un pastel dorado de piñones y un pequeño plato de mayólica con un dulce de leche para cada uno. Siguieron ocho bandejas de plata, con pechugas de capón guarnecidas con gelatina y adornadas con blasones y divisas; la fuente destinada al huésped más distinguido, que era el Duque de Calabria, tenía un surtidor en el centro, del que brotaba un fino chorro de agua de azahar.
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La primera parte de la comida era de doce platos de distintas clases de carne, caza y ternera, jamón, faisán, perdiz, capón y pollo presentados en diversas formas: al final de esta primera parte colocaron delante del Duque una gran vasija, que, al levantar la tapa salieron volando numerosos pájaros. Sobre dos enormes fuentes se presentaron en las mesas dos pavos reales, que parecían estar vivos, haciendo la rueda y sosteniendo en el pico sustancias perfumadas en combustión; llevaban sobre el pecho, atadas con cintas de seda, las armas del Duque.
Los postres servidos al cabo de una hora, fueron diferentes clases de dulces, tortas, mazapanes, presentados en recipientes de plata revestidos de cera y azúcar y adornados también con blasones y divisas. Los vinos servidos eran casi todos del país, italianos y sicilianos, y al lado de cada comensal figuraba una lista con más de quince clases… Al final de la comida, los sirvientes presentaron a cada invitado un servicio de plata con agua perfumada para lavarse las manos
Durante el banquete y al terminar este, se entretuvo a los comensales con música y una mascarada. Los invitados abandonaron la sala hacia la hora quinta de la noche, después de haber pasado cuatro horas comiendo y bebiendo.
-En el siglo XVIII se destacan, por su lujo asiático, sus alardes de abundancia, pero sin el menor asomo del buen gusto, y su desenfrenada dilapidación, los banquetes orgiásticos de la nobleza polaca bajo el reinado de Estanislao Augusto, en Varsovia. Uno de los esplendorosos fue el que dio en 1789 el príncipe Carlos Radeziwill. Fueron invitadas cuatro mil personas.
En el salón presidido por el Rey toda la vajilla era de oro; en las tres salas anexas, reunidas para formar una sola, brillaba sobre una mesa interminable la más maravillosa vajilla de plata de filigrana augsburguesa y los aparadores no menos largos que cubrían las paredes, aparecían también abarrotados de plata; los tapices y el atavió de la servidumbre era también de un lujo extraordinario. La comida fue de una abundancia pantagruélica. El refrigerio comenzó con ostras, traídas de Hamburgo en carros especiales; en un instante se vaciaron cientos de fuentes. Se calcula que esta fiesta costó a sus organizadores un millón de marcos.
Gisela Ortega es periodista.
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