Liberalismo y democracia, por Marta de la Vega
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El liberalismo es primero filosófico. En el siglo XVII inglés dos pensadores que hoy siguen vigentes en varios sentidos, Thomas Hobbes y John Locke, a pesar de estar en posiciones contrapuestas en relación con el tema del poder y del Estado, asumen ambos dos principios fundamentales que construyeron el inicio de la modernidad: todos los hombres son por naturaleza libres e iguales. Se ejerce el poder como consecuencia de un pacto de donde surge una Constitución que va a regir la vida social mediante normas o leyes explícitas o positivas.
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Es mediante un contrato social entre ciudadanos como se organiza la sociedad. Ya sea como lo comprende Locke, entre estos y un soberano a quien se le delega el poder individual porque la sociedad les es preexistente; ya sea entre los ciudadanos que escogen a un soberano fuera del pacto como resultado de la necesidad de seguridad y paz, en la óptica hobbesiana. La sociedad es una construcción artificial que asegura una convivencia social pacífica por coacción, a fin de preservar la vida y prosperar porque en su estado natural “el hombre es un lobo para el hombre”.
La visión ética pesimista de Hobbes en relación con el comportamiento humano lo obliga a imaginar un poder omnímodo e incondicionado para contrarrestar la fuerza, pulsión o voluntad de dominación de cada uno de los individuos para imponerse sobre los otros. Gracias a la razón que todas las personas poseen, se escoge pactar la convivencia civilizada. Sin tal pacto habría una guerra de todos contra todos. Basado en los principios liberales mencionados nace el Leviatán de Hobbes, derrotado históricamente al justificar el absolutismo monárquico.
Locke, en cambio, desde los fundamentos del liberalismo filosófico como punto de partida, con la libertad e igualdad de todos los seres humanos, a su vez por naturaleza seres sociales, sienta las bases del liberalismo político, que a su vez abre el horizonte a la democracia representativa y liberal, la cual es ante todo un poner límites al poder de los gobernantes; esboza por ello la división tripartita de poderes, separados y autónomos entre sí para que haya pesos y contrapesos que impidan el poder absoluto del soberano.
Roto el absolutismo inglés, surge la monarquía constitucional, con un gobierno parlamentario. En el siglo XVIII, Montesquieu va a delimitar estos tres poderes con mayor eficacia en su Espíritu de las leyes. Se consolidan, además del pluralismo y la tolerancia como valores propios de las democracias liberales, la necesidad de un marco legal constitucional, el Estado de derecho, rendición de cuentas y la alternabilidad en la función pública, es decir cargos temporales de los gobernantes.
Vale destacar que dos de los reformadores más radicales, Juan Jacobo Rousseau, del siglo XVIII y Augusto Comte, de la primera mitad del siglo XIX, se llamaban a sí mismos liberales de pensamiento, pero eran antidemocráticos tanto política como económicamente. Y antiliberales en lo económico. En ambos está en germen el totalitarismo del siglo XX.
El liberalismo económico no forzosamente significa democracia, aunque la democracia implica también la libertad económica; resulta del quiebre del monopolio y concentración del poder del Estado absolutista. Se afirma desde la segunda mitad del siglo XVIII, es sistematizado por primera vez por Adam Smith con su famoso libro de 1776 que da lugar al capitalismo liberal; se afianza a partir de la revolución francesa de 1789, que agrega la fraternidad universal a los principios filosóficos originarios del liberalismo.
El liberalismo económico se consolidó en el siglo XIX pese a algunos signos inquietantes que explican la aparición de un “Estado social de derecho” que superara el Estado liberal, cuyo colapso en 1929 significó la Gran Depresión con repercusiones internacionales graves. Solo en la mitad del siglo XX adquiere concreción la “fraternidad” con las políticas públicas del capitalismo regulado por el Estado desde el “Estado de Bienestar”, cuando aparece un “nuevo trato” (New deal).
Los populismos dirigistas y estatistas son la modalidad latinoamericana del Welfare State. Así se ha desarrollado funestamente la Venezuela populista y con vocación hegemónica. Si apuntamos a reconstruir el país y sus instituciones ¿Estaremos preparados para ser liberales y democráticos a fin de superar las perniciosas costumbres de un Estado anti-democrático y anti-liberal?
Marta de la Vega es Investigadora en las áreas de filosofía política, estética, historia. Profesora en UCAB y USB.
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