Libres y justas, por Carolina Gómez-Ávila
Twitter: @cgomezavila
El debate es un ejercicio precioso y utilísimo, cumplidas ciertas premisas y seguido cierto método. De resto, es inútil o es un desastre.
Si se debate con gente cuya devoción a una idea o líder es el sustento de sus razonamientos, es un desastre. Son feligreses y el desastre estriba en que jamás lo admiten, ni que retuercen todo lo que dicen hasta que se ajuste al objeto de su devoción. A esa gente no hay modo de sacarle algo de provecho ni de instarlos a revisarse o a callarse.
Si el debate es entre feligreses contrarios, termina mal por aquello de que la mejor defensa es el ataque, cuyo nivel depende de los modales de cada quien y esos siempre están a un paso del despeñadero. Si debaten feligreses del mismo afecto, es inútil. Apenas identifican señales de su culto en los otros, se vuelven condescendientes y el resto del tiempo se deshacen en loas a lo reverenciado y en mutuas y grotescas lisonjas públicas.
También se debate para rizar el rizo, para triturar lo que ya está desmenuzado. Como cuando se discute si el agua es importante o no para la vida en un debate sobre las formas de evitar el cambio climático. Agotador pero muy frecuente porque la política comienza en las redefiniciones.
Por eso hay quien se detiene a caracterizar el tipo de hegemonía que define al Gobierno en la mitad de un debate sobre la forma de exigir elecciones presidenciales y parlamentarias libres y justas. Con el barranco a un paso.
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Alguno dirá que se hace con sincero interés por el conocimiento y que tal digresión puede aportar novedades al pensamiento histórico y social. Otros asegurarán que una adecuada caracterización será útil a terceros para que diseñen un método efectivo en la lucha por el retorno a la democracia.
Pero sucede que paralizar al adversario es una acción política, así que el debate en sí mismo no es inocente. Quienes se hunden en la duda sobre la caracterización del régimen son incapaces de denunciar que vivimos en dictadura. Más perversamente, la duda puede ayudarlos a justificar el origen de la opresión y a facilitar su aceptación. Y, sobre todo, a apagar la exigencia de retornar a la alternancia democrática a través de elecciones libres y justas. Solo quienes ya tienen el poder salen beneficiados de estos debates sobre aspectos marginales o exclusivamente teóricos.
Una variante de esta actividad que retrasa la libertad es la de confundir lo que ya está claro, como las elecciones «libres y justas». A esto no hay que añadirle ni quitarle nada porque no es poesía sino una lista de condiciones y procedimientos claramente definidos y aceptados por el mundo libre.
Pero he aquí que nuestros prospectos de líderes políticos (no, todavía no llegan a líderes) cambian la que debe ser la consigna de todos. De pronto, no les parece que hay que usar el código que comparten instituciones y aliados: «libres y justas», así que un caprichoso añade «verificables», otro cambia «justas» por «limpias», otro dice que además de lo anterior deben ser «transparentes», otro más le quita algo para sustituirlo por «comprobables» y así van degradando sus relaciones con la comunidad internacional y el objetivo de lucha del pueblo.
La lista de condiciones que bajo el título de «Elecciones libres y justas» creó la Unión Interparlamentaria Mundial y avalan las Naciones Unidas, es del conocimiento y dominio de todos estos voceros. Los ofendo si digo que no la han leído y los ofendo si digo que la cambian intencionalmente para que el pueblo no sepa por qué luchar y prefieran ir detrás de un pobre liderazgo en vez de alzar una poderosa bandera.
Pero la lucha es por elecciones libres y justas.
Carolina Gómez-Ávila tiene más de 30 años de experiencia en radio, televisión y medios escritos y escribe sus puntos de vista como una ciudadana común.
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