Liderofagia (II), por Tulio Hernández
¿Se acuerdan de Carlos Andrés Pérez? Es un ejemplo claro de lo que trataré de explicar a continuación. La tesis de que desde finales del siglo XX, al inicio de la crisis de la democracia representativa, al menos entre los demócratas venezolanos padecemos de una patología colectiva que bien podríamos llamar “liderofagia”.
Su síntoma mayor es la pulsión a devorar rápidamente a los mismos líderes que antes, también impulsivamente, encumbramos. Son tres momentos. Primero, buscamos ansiosamente un salvador de la patria. Mejor decir, un héroe. En el sentido mitológico del término. Quizás un mago. Segundo, una vez que lo encontramos, generamos hacia él un enamoramiento, también colectivo. Mejor, un delirio apasionado. A la manera adolescente. Y, al final, tercero, cuando se comprende que “el salvador” no lo es tanto, que no responde de manera express a nuestras expectativas ilusorias, no saca del sombrero los conejos que todos aguardábamos –pero que él, el líder de turno, tampoco se había encargado de aclarar que no sabía hacerlo– entonces lo pateamos.
La multitud, generalmente instigada por unos opinadores con auctoritas, lo saca de juego. Lo mata en el sentido freudiano. Como se mata al padre. Viviendo así el placer, casi sensual, de comerse, si es posible aún vivo, al objeto de ilusión de unos meses atrás.
Carlos Andrés Pérez suscitó pasiones profundas entre los venezolanos. Fue, a su manera, el primer gran líder de masas mediático del país. A partir de la campaña electoral de 1973, convocó multitudes que lo escucharon arrobadas. Saltó charcos. Se vistió con chaquetas cinéticas que a la mayoría agradaban. Movió los brazos como aspas frenéticas que concitaban aplausos y suspiros magnéticos.
Nacionalizó el petróleo y el hierro. Creó Fundayacucho, el pleno empleo, la Gran Venezuela, el Sistema de orquestas. Y luego, exactamente veinte años después, cayó en desgracia en medio de su segunda presidencia. El colectivo lo mató. Simbólicamente, claro está. Porque quienes querían efectivamente asesinarlo, y no metafóricamente, los militares conjurados en el golpe de Estado de 1992, no lo lograron.
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En cambio, lo sacó de juego una élite de civiles seniles encabezada por Rafael Caldera, Ramón Escovar Salom, Arturo Uslar Pietri, José Vicente Rangel y el mismísimo Luis Alfaro Ucero, el caudillo de su partido, que manipuló a su antojo la Corte Suprema de Justicia de entonces. Fue tan dramático el proceso que, una vez condenado por la cifra ahora risible de cincuenta mil dólares que traspasó a Violeta Chamorro para su equipo de seguridad como nueva presidenta de Nicaragua, el Muchacho de Rubio declaró: “Hubiese preferido otra muerte”.
Pérez –como Bolívar, Guzmán Blanco, Castro y Betancourt–, murió fuera del país. En su caso, en exilio forzoso. No recibió, por suerte, porque hubiese sido una deshonra más, homenaje alguno del gobierno de Nicolás Maduro. Pero igual un pequeño grupo de persistentes militantes de AD acompañó, sin pompa ni ruido, sus restos al Cementerio del Este.
Desde entonces en adelante, en las filas de la resistencia democrática al militarismo chavista, no ha pasado un solo año en que el colectivo opositor no esté buscando un nuevo presidenciable y tramando cómo deshacerse del líder del momento.
Desde los días de esa ópera bufa del año 2002, recordada como El Carmonazo, unas tras otras, como a modelos en pasarela, las multitudes han aclamado a posibles fichas que podrían sentarse a salvar la patria con la varita mágica escondida bajo la silla de Miraflores.
Recuerdo por aquellos tiempos, años 2002 o 2003, a las multitudes que aclamaban a generales y almirantes públicamente declarados en rebeldía contra el gobierno de Chávez incitándolos a conducir un golpe militar contra el tirano. “Ese sí las tiene bien puestas”, decían. De sus apellidos hoy pocos se acuerdan.
Leopoldo López alcanzó por el año 2010, en las encuestas que irritaron la vanidad de Hugo Chávez, el más grande nivel de aceptación que haya tenido un dirigente político desde 1989 hasta hoy. Pero el colectivo igual, después, se lo comió. Ahora, aunque sea un jefe de gabinete en las sombras, yace en las brumas de la Embajada de España.
Henrique Capriles, especialmente en la campaña electoral de 2015, contra esa equivocación de la genética llamada Maduro, producía conmociones. Delirios. Arranca-lágrimas y pasiones. Pero, igual le tocó su turno al cadalso y el colectivo también lo eliminó. Por no defender su triunfo, comentaban. Lo que no necesariamente significa en Venezuela que esté muerto.
Ramos Allup, en su fugaz paso al frente de la Asamblea Nacional, luego de hablarle golpeado al chavismo y retirar las fotos de Chávez del Palacio Federal, comenzó a ser visualizado con una banda presidencial en su pecho. “No hay nada como un político veterano y curtido”, se escuchaba decir. Pero no se salvó. También, hasta nuevo aviso, quedó sin vida.
Igual ocurrió con Antonio Ledezma después de su espectacular fuga que recordaba las peripecias de Petkoff. Amado. Admirado. “Huele a presidente”, decían en las gradas más o menos los mismos que luego aplaudían a rabiar a Lorenzo Mendoza: hasta que subieron los precios de la harina pan. Incluso Ramón Guillermo Aveledo, el prudente conductor de la Coordinadora Democrática, tuvo sus quince minutos. También cayó.
Después vino la fascinación Guaidó. Las multitudes saludaron emocionadas en febrero de 2019 la llegada del nuevo mesías. “Caramba, no hay nada como un político joven y sin mancha”, se escuchaba decir en las gradas a los mismos que alabaron a Ramos por experimentado. Pero también su ciclo terminó.
Pronto, en un consenso extraño que reunió a escritores ilustrados con la analista Diosa Canales, la dueña de los senos más leídos del país, al líder juvenil guaireño una jauría impaciente “le dio hasta con el tobo”. Para decirlo en habla popular.
Ahora estamos en pleno funeral. Los colaboracionistas del régimen –náufragos de AD, Copei, el MAS, de PJ, VP y UNT– hacen de “anfitriones” a las puertas del nuevo Consejo Nacional Electoral conformado a la medida de la estafa roja. Mientras, los opositores “liderofágicos” intentan terminar de cavar la tumba del presidente interino.
Si Mandela hubiese hecho política en Venezuela, y no en Suráfrica, nunca hubiese llegado a la presidencia de la República. Muy pocos hubiesen aguardado pacientemente sus veintiocho años de prisión. A los cinco, o quizás a los tres, seguramente a los dos meses, alguien hubiese gritado: “Ah no, Nelson, estás como Miranda en La Carraca, ¡enchinchorrado!, mientras los blancos siguen mandándonos”.
Siguiendo los consejos nuevos de políticos viejos, los de la horda se darían la vuelta, sacarían los tenedores y las servilletas, mirarían hacia un lado buscando otro líder para venerarlo, y luego comerlo. Y otro. Y otro. Y así sucesivamente.
Porque no aprendemos. Los líderes, a ser transparentes y honestos. A no congraciarse con el colectivo anunciando la Toma de la Bastilla sin tener los comandos de asalto listos. A no seguir ofreciendo soluciones mágicas sin involucrar a los ciudadanos en las luchas ni explicarles con sinceridad el tamaño de derrota que hemos sufrido y las circunstancias reales, profundas, del secuestro que hemos vivido y estamos viviendo. A tener a humildad para secarnos las lágrimas en público. Y reconocer las cuotas de la responsabilidad en las derrotas. No a transferirlas. Ni evadirlas.
Y los ciudadanos, a terminar de aceptar que quienes nos tienen secuestrados no son brutos, ni tontos, ni enemigos menores. Ignorantes, sí. Sin escrúpulos, también. Degenerados moralmente, mucho. Malos gobernantes, sin duda. Pero han tenido de su lado los más grandes avances de la ingeniería del mal, de las tecnologías de la dominación política autoritaria. Que no es pequeña cosa heredar casi un siglo de aprendizaje de los mecanismos oscuros del poder absoluto compartido entre el G2 cubano, la KGB soviética, las maldades sádicas de los ayatolas iraníes y la tradición perversa de las guerrillas colombianas.
Terminar de entender que solo una pequeña parte de lo que nos ocurre es culpa de nuestros compañeros de prisión, que son nuestros activistas políticos, porque que el grueso del sufrimiento proviene de los carceleros.
Nuestros verdaderos enemigos. Que no todo el que piense distinto a nosotros es un chavista de clóset, un vendido, un mediocre, un bueno para nada. Que ir a la cárcel, o estar en el exilio, o asilado en una embajada, a veces sin dinero o sin familia; o ser torturado, o perder la vida intentado un golpe militar para salir de la tiranía, no es un juego menor. Quien no ha estado en una de esas situaciones que lance la primera piedra.
Ah, y que ya la cuota de salvadores de la patria la pagamos caro con esa esperanza convertida en estafa que fue Hugo Chávez. Que ojalá en el futuro no necesitemos héroes sino estadistas. No líderes carismáticos sino liderazgos compartidos. No comandantes de testículos grandes sino dirigentes civiles, hombres y mujeres, con el corazón bien puesto y las neuronas organizadas. No jonroneros que bateen en el noveno y salven el juego, sino buenos equipos que ganen inning a inning. Y que antes de sentarnos a cenarnos a otros líderes por lo menos meditemos un minuto en el tamaño de la indigestión que nos aguarda.
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