Límites, por Carolina Gómez-Ávila
Los límites son antipáticos para cualquier apetito aunque todo apetito los debería agradecer. Los límites son un buen ejercicio para saltar de la ilusión a la realidad. Debe ser por eso que los límites no gustan a quienes viven en sus sueños pero, mucho menos, a quienes viven de los sueños de los demás.
Los límites dicen de qué se trata la libertad. Muy visibles en las dos categorías que definió Isaiah Berlin: la libertad positiva -aquello que usted puede hacer- y la libertad negativa -aquello que a usted le permiten hacer
Que, aun queriendo, usted no pueda vivir eternamente, es un límite a su libertad positiva y que, durante su ya restringida vida, le impidan hacer ciertas cosas (por la ley o por la fuerza) limita su libertad negativa. Es una idea fácil de entender pero difícil de aceptar. Y es útil para comprender los tiempos que corren, el rol que nos corresponde y cómo manejar las expectativas.
Por ejemplo, como parte de la población, puedo y nadie me prohíbe apoyar a los líderes que considero que representan mis intereses fundamentales, pero no puedo cambiar la agenda de las negociaciones que les ocupan. Quien quiera hacerlo probará a ver si se lo permiten y, cuando note que no goza de representatividad para ello, reclutará a un montón de incautos que no tienen idea de sus propios límites ni conocen los de los demás.
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Es por eso que, mientras suceden cruciales negociaciones para nuestro futuro, más de uno intenta cambiar lo que ya está hecho apoyándose en gente que desconoce que no puede. Claro que también están los que pueden sin necesidad de apoyo popular, como es el caso del lobby falconista que opera en favor de una vía que permitirá a muchos lucrarse con múltiples formas de corrupción (prácticamente imposibles de detener), representadas en el Programa Petróleo por Alimentos (Oil-for-food Programme), mientras la población no puede impedirlo ni puede callar.
Opino que es prácticamente imposible de detener porque en su célebre informe final “Manipulation of the Oil-For-Food Programme by the Iraqi Regime”, la Comisión Volcker acusó a más de 2000 empresas de sobornos y sobreprecios en una trama en la que fueron cómplices la mismísima ONU y cancillerías de países poderosos, y cuyo resultado final fue el grotesco enriquecimiento del régimen de Saddam Hussein. Imposible de detener porque, para evitar que algo así se repitiera, habría que cambiar políticas bancarias y empresariales en todo el planeta, además de poner controles a países soberanos y a organismos multilaterales.
Estos son los límites para entender que, aunque se esgrima la necesidad de aminorar el sufrimiento del pueblo, el Programa Petróleo por Alimentos sólo beneficiaría a la tiranía y a miles de corruptos oportunistas.