Llanto sobre llanto, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“…del número de ciudades imaginables hay que excluir aquellas en las cuales se suman elementos sin hilo que los conecte, sin una norma interna, una perspectiva, un discurso”.
Italo Calvino, Las ciudades invisibles (1972)
La llamada “Tierra de Nadie” de la UCV, ese magnífico espacio verde que separa los edificios de aulas de las facultades de Derecho, Humanidades e Ingeniería del complejo monumental del Aula Magna y la plaza cubierta Carlos Raúl Villanueva, está llena de historias que los ucevistas guardaremos toda la vida en nuestros corazones. Todos los esfuerzos por nombrar de otro modo a tan hermoso jardín–incluido el que hace años pretendió imponerle el de quien méritos académicos creo que jamás tuvo– terminaron estrellados contra la tradición universitaria que desde siempre lo declaró “de nadie” precisamente para que fuera de todos los universitarios.
Su espléndido engramado sale al encuentro de la plaza del Rectorado a lo largo de una suave colina coronada por el bronce de Ernest Maragall i Noble conmemorativo de la histórica generación de estudiantes de 1928, alegoría de la Venezuela que plañe inconsolable por el sacrificio de sus universitarios durante el oprobio gomecista.
Llanto aquel que se perpetúa hoy en la contemplación de la derruida pérgola que cubría el corredor No.5 de la Ciudad Universitaria y cuyos escombros se divisan imponentes precisamente desde el mismo punto.
Distinto a la Brasilia trazada por Costa y Niemeyer, ciudad de artificio a cuya construcción dedicara su más grande esfuerzo Juscelino Kubitschek, el urólogo que fuera el más grande de todos los presidentes del Brasil, nuestra querida Ciudad Universitaria nació encarnando como ninguna otra los atributos de la ciudad imaginada de Italo Calvino: un hilo conductor, una norma superior, una perspectiva y un discurso vital característico.
Porque si Brasilia fue el producto de viejos sueños imperiales que atormentaron a los brasileños desde los tiempos del vizconde de Rio-Branco, la Ciudad Universitaria que pensó Villanueva lo fue pero de una celebración a la más hermosa promesa hecha a Venezuela tras su independencia: la promesa de una modernidad posible. Modernidad amable que nos abriría sus puertas ya no por la vía del desarrollismo autoritario sino por la del acceso universal de los venezolanos a aulas y hospitales por derecho de ciudadanía.
Fue a principios de los años cuarenta cuando Carlos Raúl Villanueva se entregó de lleno al proyecto de la Ciudad Universitaria de Caracas, el más emblemático de su mundialmente célebre carrera como arquitecto. Maravillosa “síntesis de las artes” que por décadas ha servido de hogar a los sueños de generaciones de universitarios; milagro venezolano que hiciera posible saborear un delicioso vaso de chicha a los pies del reloj del Rectorado, entregarse a la lectura cobijado por las luces azuladas del hermoso vitral de Fernand Léger que adorna la Biblioteca Central, citarse con la novia a los pies del Amphión de Henri Laurens y consagrar para la posteridad la hermosa tarde de grado posando de toga y birrete junto al Pastor de Jean Arp sosteniendo en las manos el ansiado diploma que apenas nos entregaban bajo las Nubes de Alexander Calder.
Sueño reiterado de generaciones de venezolanos que vieron en el conocimiento la llave que les abriría las puertas del futuro en un país que había llegado tarde al siglo veinte; casa generosa en la que el hijo de la Venezuela humilde se ponía a la par del nacido en alta cuna, no merced del odio ni de la revancha, sino del talento y de la aplicación disciplinada al estudio en el marco de la igualdad de oportunidades que forjaría la democracia. ¡Cuántas veces asistimos al homenaje que la Universidad rendía a muchachos venidos de todos los rincones de Venezuela y que, vistiendo las galas académicas, eran ovacionados de pie al paso de los graduandos que cruzaban el pasillo central del Aula Magna en las ceremonias de colación!
Conocimiento igualador. Palanca de promoción social y de cambio que ninguna guerra civil ni revolución venezolana jamás igualó. Era la fuerza del mérito venciendo a la del privilegio, la de la razón conteniendo la arbitrariedad, la de la fraternidad aplacando los odios. Poder transformador que la universidad venezolana supo desatar, faro de claridades que nos hizo pensar que otro país sería posible si apelábamos al conocimiento y al debate en él fundamentado.
Se entiende que el régimen venezolano desde el principio hiciera de la universidad un objetivo clave de su política de desmontaje progresivo de cualquier vestigio de institucionalidad republicana dado que su poder, contrariamente a lo que los universitarios sostenemos, se apoya no en el debate y la deliberación argumentada sino en la boca de los fusiles. Ellos mismos se ufanan pregonándolo, muy a la manera de Mao Ze Dong, por cierto.
Detrás de ese sueño corrió el genio de Villanueva, nacido en Londres y que apenas llegaría a pisar por primera vez tierra venezolana rayando los 30 años. Duele en lo profundo del alma venezolana el derrumbe progresivo de su más grande legado arquitectónico, patrimonio Unesco de la Humanidad desde 2000.
Arranca a jirones los últimos pedazos de afecto que por este país ingrato y cruel aún nos quedan el contemplar el desplome de sus cimientos, el desdibujamiento de sus otrora espléndidos jardines, la mancilla cotidiana recaída sobre sus nobles monumentos. Es como si al dolor de Venezuela por sus universitarios caídos en 1928 y representado en la hermosísima alegoría de Maragall i Noble, se sobrepusiera hoy el del desolador paisaje del derrumbe, metáfora macabra de otro mucho peor: el del sueño de modernidad que prohijara Venezuela durante tantos años. Sueño que alguna vez movilizara a un país que quiso ser; un sueño del que la UCV fuera luz y su Ciudad Universitaria emblema.
Es tiempo de que los ucevistas honremos el diploma colgado en la pared y la vieja fotografía de grado que por años hemos exhibido sobre algún mueble de casa, consultorio u oficina. La UCV está convocando a sus hijos en esta hora trágica implorando su auxilio. Es hora de que sus miles de egresados tomemos acciones eficaces que restauren su ofendida grandeza y la restituyan en su papel de referente y guía de un país sin rumbo.
La Asociación de Egresados, a la que me uní por invitación de la profesora doctora Ennastella Ciarletta, de tan grata recordación para mí, es quien debe fungir como coordinadora de los esfuerzos de cada ucevista que allende y aquende se sienta convocado por su Alma Mater en esta circunstancia terrible.
¡Vamos, pues, universitarios todos! ¡Arriba, muchachos, fraternos compañeros de promoción! ¡Venerados maestros, queridísimos discípulos: unámonos todos en un gesto que salve de su ruina a nuestra Alma Mater! ¡Es tiempo de “ponernos las pilas” porque, por ahora, son las sombras las que van venciendo! ¡Abracemos como hijos agradecidos a nuestra UCV y su Ciudad Universitaria! Ciudad irrepetible, tan distinta de tantas otras que solo cemento y cabillas son.
Polis sapiente en la que – recordando a Calvino- el conocimiento y su cultivo, la belleza armónica, la naturaleza y el arte han sido y seguirán siendo hilos conductores, norma suprema, perspectiva y discurso conector de los sueños de una Venezuela que llora sin resignarse a lo que hoy es.