Lo que cayó con el muro, por Teodoro Petkoff
El siglo XX no duró cien años; fue más corto. Comenzó en 1917, con la revolución bolchevique en la Rusia de los zares y terminó en 1989, con el derrumbe del muro de Berlín. Para todo efecto práctico y político, la caída del Muro, hace ya veinte años, marcó el fin de la experiencia comunista sobre la mitad del planeta, aunque todavía debieron pasar dos años más para que la propia Unión Soviética se desplomara a su vez. Ambos eventos marcaron el comienzo y el fin de las utopías milenaristas del siglo XIX.
Fue un fenómeno singular. Por primera vez, y en franca contradicción con el personaje en cuyo nombre se había levantado aquella abominación, un régimen social y político desaparecía sin que sonaran más disparos que los del fusilamiento de Ceausescu, el dictador de Rumania. Marx había sostenido que tal cosa rara vez ocurría, dejando para la historia una de sus citas más citadas: «la violencia es la partera de la historia». En el caso de la Unión Soviética y su imperio esteeuropeo y asiático, no fue así. Todo fue tan suave que hasta el nombre de «revolución de terciopelo» recibió alguna de aquellas transformaciones milagrosas. Regresaron al capitalismo sin huesos quebrados. Ya antes de la crisis soviética, en China y Vietnam, los comunistas habían impulsado otra revolución (¿o se debe hablar de contrarrevolución?), retornando también al capitalismo, en su versión salvaje como en Rusia, por lo demás. Tuvieron la precaución de no aflojar el férreo control totalitario sobre la sociedad, de modo que el tránsito en sentido inverso se hizo, al igual que en la URSS y sus satélites, sin levantar olas, pero también, a diferencia de estos, sin que llegara por sus predios ninguna forma de democracia.
La caída del Muro de Berlín, en lo que tuvo de significación simbólica para todo el sistema, era previsible e inevitable. Varias sacudidas previas la habían precedido. Es imposible sostener indefinidamente un régimen político que suprime las libertades esenciales del ser humano.
Un chiste de la época decía que un perro gordo y reluciente había saltado de Alemania Oriental al otro lado; interrogado por un perro occidental, flaco y hambriento, acerca de esa extraña opción, dado que se veía tan bien comido, respondió: «Quiero ladrar». Poderosa idea. Pero también es imposible sostener indefinidamente un régimen económico que hace del Estado el alfa y omega de la economía. Cuando se juntan la dictadura, la estatización absoluta de la economía y, con ambas, el control totalitario de la sociedad, el resultado es un régimen inviable e intrínsecamente frágil. Sólo puede perdurar algún tiempo con base en el Terror y en la supremacía de la policía política. Pero en el largo plazo es insostenible.
Lo insólito es que por nuestra comarca haya, veinte años después, un militar ignaro que incluso teniendo ante la vista el emblema tropical del fracaso del modelo soviético, todavía crea que hay algo rescatable en ese tiranosaurio e intente llevar adelante su proyecto levantando muros entre sus conciudadanos, reduciendo el ámbito de la convivencia democrática y ensanchando, hasta extremos francamente contraproducentes, el radio de acción del estado en la economía. Quién no aprende de la historia está condenado a repetirla.