Lo que compartes también te controla, por Luis Ernesto Aparicio M.

Más de uno de nosotros se ha topado con alguien que comenta un suceso reciente, una declaración importante o una frase atribuida a alguna figura destacada o incluso a deidades. Lo curioso es eso, la vía por la cual esa persona obtuvo la información, que repetirá como cierta y que alguien –algunos– podría terminar otorgándole un «me gusta».
Nos referimos, por supuesto, a las redes sociales: canales por los que circulan millones de informaciones cada segundo. Algunas ciertas, otras con verdades a medias, y muchas más fabricadas por actores inescrupulosos que se aprovechan de la relevancia de estas plataformas para difundir su agenda, o la de quienes les han encomendado esa tarea.
Pocos se dedican a verificar aquello que nos cuentan o que hemos visto. Uno de los algoritmos diseñados para ello nos trae esa información de forma automática, casi como un acto mágico a nuestros dispositivos, sin que nos percatemos de que se trata de una consecuencia de nuestras propias búsquedas, comentarios o consultas.
No hay duda de que contar con redes sociales hoy día representa una gran ventaja. Facilitan la comunicación rápida y la multiplicación de la información más allá de lo que los medios tradicionales pueden lograr.
El problema surge cuando el interés por controlar esa información supera el propósito de mantenernos verdaderamente informados. Allí aparece la distorsión de la realidad, otra de las herramientas favoritas del autoritarismo.
Las redes sociales sirven para difundir ideas valiosas, conectar a millones, abrir debates. Pero al mismo tiempo, descontextualizan pensamientos, fabrican frases que jamás fueron dichas, y banalizan a autores, cantantes, precursores, pensadores y políticos. Y aunque esto no es nuevo —basta recordar frases atribuidas a Simón Bolívar o Luis Herrera Campins—, con las redes sociales funcionando a toda marcha, estos procesos se han vuelto sistemáticos.
Las redes sociales son como el espejo líquido que el protagonista de la película Matrix intenta tocar: distorsionan la realidad mientras aparentan mostrarla tal como es. Amplifican y viralizan tanto lo banal como lo profundo, pero también crean desasosiego con falsos sucesos que parecen estar ocurriendo o a punto de hacerlo.
Muchos autoritarios ya no necesitan censurar ni reprimir directamente. Ahora cuentan con ejércitos de llamados «influencers» que difunden verdades a medias o mentiras convertidas en verdades, gracias a su capacidad de persuasión y a los miles o millones de seguidores que poseen.
Es importante que todos nosotros, incluyendo a usted que está leyendo este artículo, tomemos en cuenta que las plataformas están diseñadas para maximizar reacciones emocionales. Esto las convierte en canales ideales para difundir contenidos que apelan al miedo o refuerzan creencias sin necesidad de argumentos racionales.
Aún más preocupante es que los algoritmos priorizan el contenido que genera interacción. En la práctica, esto significa que discursos alarmistas, teorías conspirativas o simplificaciones exageradas tienen mayor visibilidad que el análisis pausado y la información verificada. En el universo digital, lo que más se comparte no es lo más cierto, sino lo que más sacude.
*Lea también: La falsa «verdad», por Ángel Lombardi Lombardi
Sin menospreciar el valor de las redes sociales como estructura comunicacional, me sumo a quienes consideran que estas plataformas son uno de los mecanismos más eficaces que tienen los regímenes autoritarios contemporáneos: manipular las emociones a través de narrativas diseñadas para impactar, no para informar.
Aunque nacieron para democratizar la comunicación, hoy son herramientas usadas por el poder autoritario para esparcir miedo, dividir a la sociedad, silenciar voces disidentes o generar una sensación de caos que justifique el control.
En tiempos donde la verdad compite con emociones diseñadas para manipular, el pensamiento crítico no es un lujo: es una necesidad democrática. Saber leer las redes no solo nos protege de la mentira, sino que nos preserva como ciudadanos libres. Porque en este tiempo de conexiones instantáneas, no solo compartimos contenido: también cedemos espacio a quienes saben cómo usarlo para moldear lo que pensamos, lo que sentimos y hasta lo que tememos. Y en ese juego, lo que compartimos también termina controlándonos.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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