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«Lo que natura non da, Salamanca non presta», por Gustavo J. Villasmil Prieto



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"Lo que natura non da, Salamanca non presta"
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Gustavo J. Villasmil-Prieto | @gvillamil99 | julio 12, 2025

X: @Gvillasmil99


Convocar al esfuerzo nunca fue popular en la Venezuela de la revolución. La razón es clara: Chávez, en tanto que versión tropical de Robin Hood, se hace del poder ofreciendo quitarle todo a quien algo tuviera para repartirlo entre quienes no. Oferta simple, pero poderosa. Su tesis privilegió la redistribución por sobre la producción, todo lo cual era perfectamente posible con un barril de petróleo en 140 dólares.

Se entiende entonces que el país se habituara pronto a locuras sin parangón que solo el dinero a borbotones podía pagar: hidroponías que jamás produjeron ni un rábano, vías férreas en las que jamás se puso un riel, pretendidas universidades en las que nunca se dictó una clase y cosas por el estilo. Consecuencias a la vista: el país se arruinó, la clase política se enriqueció y lo que se daba se acabó.

Pero para consuelo de este pobre país nuestro, hay que decir que al lado de la Venezuela parásita y manirrota siempre pervivió otra muy distinta, trabajadora y previsiva, que entendió que no podía poner su futuro en las manos del minúsculo mujiquita político de la calle o el barrio a cargo de la amenazadora lista de reparto de la bolsa de comida o la bombona del gas, como tampoco en las de algún funcionario ignorante de esos que ve uno por ahí, enfundados en estrafalarios atuendos de poliéster con pintorescos emblemas oficiales y despachando con la gorra roja puesta para exultar a cada instante su lealtad a la revolución que les sacó del solazo de los hombrillos de la autopista para ponerlos, aunque sea brevemente, en ambiente con aire acondicionado. Sobranceros ellos, casi carnavalescos; arlequines de partido que antaño agitaron banderolas verdes o blancas y que ahora no pierden oportunidad para destacar una y otra vez su lealtad de recién conversos.

En Venezuela nunca dejó de respirar otro país distinto que no compró tiques en la gran tómbola chavista y que se entregó todo al esfuerzo por construir un futuro a la medida de sus aspiraciones. Los más – hay que decirlo– terminaron marchándose para intentarlo lejos. Venezolanos de mentalidad moderna que nunca pondrían su futuro a merced de un antiguo animador de verbenas llaneras.

Como también hubo quien decidiera apostar por hacerlo aquí a pesar de la dureza de las condiciones a enfrentar, «echándole un camión» en un país al que se le enseñó que más valía esperar a que «cayera» un bono que salir a ganarse el pan todos los días. Expresión de esa Venezuela que trabaja y que lucha es la que aún en medio de la adversidad se esfuerza y estudia.

La educación fue la gran niveladora social de la democracia venezolana. La escuela pública hizo posible que el muchacho de origen humilde llegara a vestir la toga académica para titularse con el grado universitario bajo las Nubes de Alexander Calder o en la sacralidad del paraninfo ulandino en Mérida. Fue, por ejemplo, el caso de mi padre, hijo de una modesta costurera. Recibió el título de médico en los espacios de la vieja casona de La Siega – una antigua sede sindical– en Maracaibo porque la recién reabierta Universidad del Zulia no tenía espacio mejor para celebrar sus grados. La muchachada venezolana hija de sus sectores populares accedió al grado universitario no sin grandes esfuerzos. Soñó, trabajó, se esforzó y el país le dio la oportunidad que merecía.

De allí que sobre el féretro de mi padre sus hijos colocásemos junto al crucifijo, como él mismo lo había dispuesto en vida, la medalla de grado con la inscripción «Post Nubila Phœbus» de la gran universidad zuliana. En ella estaba representada la única nobleza, la única alcurnia que mi padre reclamó para sí y que no era otra que la que le valieran los grados académicos que alcanzara con trabajo y con esfuerzo.

«A punta» de regla de cálculo, de «maquinitas» de la antigua Texas Instruments, de perforadoras IBM y de viejas ediciones de la Anatomía Humana de Testut y La Tarjet, la universidad autónoma venezolana formó a la élite técnica que metió a Venezuela en la modernidad en una generación. No hubo «camino real» para mi padre cuando decidió hacerse médico, como tampoco lo hubo para las promociones de juristas que construyeron y administraron las legislaciones que alguna vez hicieron de la nuestra una democracia modélica ni para las de los ingenieros que construyeron el país en el que muchos nacimos. Hubo, si, largas noches de repaso antes de los temidos exámenes parciales, en un tiempo en el que no faltó hogar venezolano en el que no se sacrificaran comodidades y disfrutes «para que el muchacho estudie».

Mucho seso sí que hubo. Mucha pestaña quemada. Mucha «hora-nalga». Los mismos medios que los muchachos que hoy optan por la vía del Simadi quisieron hacer valer para ganar por mérito propio un cupo universitario. Pero en el régimen venezolano fueron de otro parecer y eso de esforzarse no caló mucho. Para los marxistas, el mérito es la quintaesencia de lo pequeñoburgués y todo mecanismo de selección académica en él basado una afrenta al sacrosanto derecho constitucional a la educación; derecho al que –por cierto– muchos de ellos se acogieron para permanecer en una universidad venezolana bastantes más años que los programados para una carrera de cuatro o de cinco.

Para Antonio Gramsci el mérito es una categoría «ideológicamente construida» funcional a la naturalización de las desigualdades y la «hegemonía meritocrática» un mecanismo más de adhesión simbólica al «orden burgués».

Por tanto, para los camaraditas de aquí el ingreso al aula universitaria no puede sino ser «a puerta franca». Nada de ponerse a medir habilidades lógico-matemáticas ni en cuanto a lectura y escritura. «En el camino se enderezarán las cargas» pensarán los pretendidos ideólogos de la educación revolucionaria.

Pero los datos que aporta la realidad son contundentes y dejan al referido marxista italiano en calzoncillos; ¡basta una mirada a la reciente investigación de la UCAB sobre la calidad de nuestra educación básica y media para que tanto a él como a sus monaguillos nacionales se les caigan los pantalones!

Cosa similar ocurrió en la Argentina bajo el embrujo de Juan Domingo Perón. En 1944, al amparo de la llamada Ley de Avellaneda, a la Universidad de Buenos Aires le fue impuesto «a trocha y mocha» un cupo estudiantil tres veces superior al que manejaba, que para entonces era de unos 40 mil. Previamente, el gobierno militar – otra expresión de ese cáncer que tanto daño hizo al queridísimo país austral y a Iberoamérica toda– sustituyó a las autoridades universitarias electas por sus respectivos claustros por funcionarios designados por el gobierno. A todo el que protestó no dudaron en sacarlo a empujones, en una verdadera matachina académica que se llevó, entre otros, al gran Bernardo Houssay, Premio Nobel de Medicina en 1947.

El régimen venezolano acaba de hacer público su desprecio al mérito académico como criterio de ingreso a la UCV. Al así proceder, es muy posible que un estudiante que difícilmente pueda plantear una regla de tres termine inscrito en la Facultad de Ingeniería o en la de Ciencias o que otro incapaz de leer o escribir un párrafo en español lo haga en la de Derecho o en la de Humanidades. «Puerta franca», pues. Pero la vida y sus grandes verdades suelen ser inexorables. Hay quien es capaz y hay quien no. Por algo aquello que ya en la España anterior al Siglo de Oro se decía: “Quod natura non dat Salmantica non præstat”. ¡Ni la UCV tampoco!

*Lea también: UCV informa que continuará con las pruebas internas para el ingreso 2025

 

Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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