Los acuerdos de Hiroshima, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
A primera vista es, o por lo menos era, un club exclusivo, hecho para millonarios, o como dicen los ultraizquierdistas de distintas latitudes, la vanguardia del capitalismo mundial. Sin embargo, el denominado G7, a pesar de haber sido visto hasta ahora como una asociación informal de países occidentales altamente desarrollados, ha llegado a ser, sobre todo hoy, en tiempos de guerra, un organismo internacional de coordinación política más que económica.
Acuerdos y consensos
Habiendo desaparecido las naciones comunistas (solo quedan deshechos como Cuba o Corea del Norte) el G7 ha pasado a ser una institución que convoca a los países líderes del espacio político occidental (en cierto sentido: político-cultural) tan distinto al occidente geográfico. Así podemos ver que bajo las condiciones determinadas por la invasión desatada desde Rusia, el G7 ha llegado a ser el núcleo central de la alianza occidental que apoya política y militarmente a Ucrania. Más todavía si se tiene en cuenta que los objetivos de esa guerra, anunciados por el propio Vladimir Putin, van mucho más allá de Ucrania, apuntando hacia la conformación de un bloque mundial cuyo eje dominante deberá ser China, en estrecha alianza con la dictadura rusa y la tiranía clerical de Irán.
Estados Unidos y Canadá, Inglaterra, Francia, Italia, Alemania y Japón, sin ostentar el título, son por el momento naciones líderes del occidente político. Sin la participación conjunta y activa de ese grupo de autoelegidos, Occidente carecería de representación política estatal para enfrentar problemas mundiales en contra de declarados enemigos antidemocráticos como también frente a dilemas de dimensión global (como el cambio climático y las pandemias, por ejemplo)
De tal manera, si tuviéramos que hacer un catálogo de los temas discutidos por los gobernantes presentes en Hiroshima (19.05.2023) habría que dividirlos en dos grupos. A los primeros podemos llamarlos temas globales. A los segundos -los más candentes, los derivados de la guerra de Rusia a Ucrania y los latentes conflictos geo políticos, económicos y militares entre China y los EE. UU- podríamos denominarlos, temas geo-estratégicos.
Acerca de los primeros, los gobiernos del G7 estuvieron de acuerdo en continuar trabajando hacia un objetivo que, por ahora, parece imposible: la desnuclearización militar del globo. No se trata por cierto de un proyecto de paz mundial –eso sería aún más utópico– sino simplemente de un intento para impedir que gobiernos antidemocráticos como son los de Rusia, Corea, Irán, entre otros, pretendan poner de rodillas al resto del mundo mediante el chantaje nuclear, como lo ha venido intentando Putin durante la invasión a Ucrania.
Evidentemente, en ese punto los gobiernos del G7 esperan contar con la colaboración de China, cuyo gobierno, a diferencia del de Rusia, no tiene ninguna vocación suicida, entre otras razones porque el crecimiento económico de China depende de las economías occidentales. En ese mismo orden, los siete gobiernos reunidos en Hiroshima, habiendo extraído las enseñanzas de la reciente pandemia, también se comprometieron a trabajar en conjunto en la formación de un sistema mundial de la salud. Las epidemias y pandemias, fue la fatal lección que dejó el covid-19, no reconocen barreras políticas, ni culturales, ni mucho menos, geográficas.
Al ítem de los temas globales pertenece también la revolución energética de nuestro tiempo.
Los siete firmantes estuvieron de acuerdo en mantener una política tendiente a la reducción de la energía fósil y su reemplazo por energías verdes, eólicas y solares, entre otras. Un proceso que avanza aceleradamente en América del Norte, en el sudeste asiático y, esto es muy importante, también en China, cuyo gobierno ha avistado la posibilidad de ejercer liderazgo en la producción de tecnologías en el rubro de las energías renovables. Sin embargo, en ese punto, es posible que China se vea obligada a navegar entre dos mares.
Por una parte China dispone de mecanismos para liderar junto con Europa y los EE. UU las transformaciones energéticas que tienen lugar a nivel mundial. Pero, por otra, su gobierno mantiene a nivel geopolítico una estrecha relación con las mal llamadas potencias emergentes, las que en su mayoría viven de la venta de materias primas tradicionales, como gas y petróleo (sobre todo Rusia, Irán, Arabia Saudita y las naciones de Asia Central)
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De una manera u otra, la reunión del G7 demostró claramente que, mientras la agresión de Rusia a Ucrania es el problema más inmediato y por eso mismo el más grave, el problema central se llama China. O para formularlo en un dilema: ¿cómo mantener una relación pacífica con un gigante territorial que a la vez es y seguirá siendo un socio comercial, un competidor tecnológico y financiero y un rival (a veces, un enemigo) sistémico, vale decir, político y militar? Un tema, sabemos, en el que no hay acuerdo total entre los Estados Unidos y los demás miembros del G7.
Francia y Alemania, tal vez Italia, no parecen demasiado dispuestos a bajar su nivel de cooperación económica con China si el conflicto entre China y EE. UU llega a incentivarse. La frase brutal de Macron en Pekín, «No hay que dejarse arrastrar por los Estados Unidos» fue compartida por personeros del gobierno y de la oposición alemana, aunque si bien, como es su costumbre, Scholz se limitó a no decir nada. Tal vez con el objetivo de no hacer públicas sus discrepancias los gobiernos asistentes optaron por un «acuerdo de caballeros»: reducir las dependencia con China en áreas llamadas estratégicas (no se mencionó ninguna) a fin de evitar una crisis como la que estuvo a punto de producir en Europa el corte de gas ruso, pero a la vez solicitar al gobierno de Xi Jinping que modere sus pretensiones geopolíticas en el mar de China y que intente bajar las tensiones sobre la soberanía de Taiwan, lo que evidentemente China no hará.
No es demasiado probable, como advierten algunos observadores, que China invada a Taiwan arriesgando una guerra de desarrollo impredecible. Pero por otro lado tampoco le convendría bajar las tensiones, pues ha descubierto que el problema Taiwan puede ser reactivado cada vez que China necesite mostrar sus dientes a EE. UU, más todavía si existe la posibilidad de un retorno de Donald Trump, cuya chinofobia va más allá de la simple rivalidad económica. En todo caso, las tensiones derivadas de Taiwan no las bajará China mientras no termine la guerra en Ucrania (y eso ni Dios sabe cuando puede ocurrir).
El pedido del G7 a China para que interceda frente a Putin en la guerra a Ucrania, fue solo un acto proforma. Todos los habitantes del mundo –quizás con la excepción de Lula– saben que Rusia es un aliado, si no estratégico, por lo menos táctico: una especie de brazo armado del proyecto chino orientado a alcanzar la hegemonía económica mundial.
Reiteramos económica, porque acceder a la hegemonía política será muy difícil, pues para ejercerla se requiere de cierta hegemonía político-cultural, y esa hegemonía –por su imposibilidad– es lo que menos parece interesar a los comunistas-capitalistas de China.
Occidente como amenaza política y cultural
Probablemente los dirigentes chinos no han estudiado a Max Weber, a Antonio Gramsci, mucho menos a Hannah Arendt (como tampoco los miembros del G7 han estudiado con intensidad a Confucio y Lao Tsé) y al parecer no han reparado en la estrecha relación que en la zona política occidental se da entre pensamiento, debate y política. En el discurso político chino por ejemplo, no existe la noción de hegemonía política, la que en Occidente es imprescindible. Da la impresión incluso de que dentro del discurso político de China la palabra hegemonía es un sinónimo de dominación o, en el mejor de los casos, de supremacía.
En esos dos ámbitos, dominación y supremacía, China podría lograr, por lo menos periódicamente, objetivos económicos y geoestratégicos. Puede ser entonces que los observadores chinos se hubieran sentido desconcertados cuando en la declaración de Hiroshima aparecieron dos puntos muy inusuales en los encuentros interestatales. Uno es el que se refiere a la necesidad de mantener control sobre la expansión de la llamada inteligencia artificial. El otro se refiere al apoyo conjunto de los gobiernos del G7 a las libertades sexuales y de género logradas en los países occidentales por movimientos como los articulados bajo la sigla LGTB ….
Con respecto al tema de la inteligencia artificial, los gobiernos occidentales han tomado noticias de los alertas que diversos estudios han emitido sobre el problema que surge al sustituir al pensamiento humano –por ser humano, equívoco y contradictorio– por otro tipo de pensamiento superior en precisión, claridad y objetividad, cuya aplicación puede ser muy útil en diversos aspectos de la vida cotidiana, sobre todos en los referentes a tecnología, la ciencia y la producción de bienes y servicios. Pero aplicado más allá de la esfera de la racionalidad instrumental, puede derivar en el deterioro de esa otra esfera del pensamiento constituida por la afectividad, la emocionalidad, y no por último, por la espiritualidad, vale decir, sobre esa capacidad del humano de «pensar más allá del pensamiento» de acuerdo a un pasado revivido, orientado hacia el futuro (Arendt), capacidad que lo lleva a emitir y rectificar juicios en el debate colectivo, fase previa a la decisión que lleva a la acción política.
La extensión de la inteligencia artificial a los espacios de lo privado y de lo público, llevaría al deterioro de lo privado y de lo público a la vez, es decir, a asumir como normal un estilo de pensamiento propio a los regímenes totalitarios. De más está decir que un proyecto de extensión acrítica de la inteligencia artificial contaría con el apoyo entusiasta de gobernantes como Xim Jong Un, Xi Jinping, Vladimir Putin.
No es casualidad que Putin haya declarado que los países que mejor dominen los mecanismos que demanda el desarrollo de la inteligencia artificial, controlarán al mundo. En otras palabras, lo que ha captado el asesino presidente, es la posibilidad de imponer un tipo de pensamiento puramente instrumental, ese que a él mismo impide sentir el más mínimo dolor frente al asesinato en masa de niños, mujeres y ancianos que cada día manda a ejecutar en Ucrania. Para decirlo con cierta sorna: la inteligencia de dictadores como Putin es, de por sí, artificial.
El segundo nuevo punto introducido en la declaración de Hiroshima, el de apoyo a las demandas que claman por la aceptación de las diferencias sexuales, debe haber sorprendido a los jerarcas de los países regidos por dictaduras, sea en China, en Rusia y en la mayoría de los países islámicos. Para sus gobernantes quedaría confirmada la tesis de que Occidente es un espacio decadente y, por cierto, marcado por la degeneración sexual.
Por lo demás, la persecución sistemática a que son sometidos los homosexuales en Rusia o en Irán (no en China) cuenta con el apoyo más decidido de las extremas derechas occidentales. De ahí que tanto a esas derechas, como a las sectas putinistas e islamistas, la declaración del G7 –que no solo lleva a la aceptación de las diferencias sexuales sino (¡horror!) a su apoyo– debe haber aparecido como una afrenta a la moralidad y a la tradición que ellos imaginan representar en sus respectivos países. Visto desde ese prisma, la desoccidentalización que debe comenzar en sus naciones, es una obligación moral, e incluso, para los ayatolas y los monjes ortodoxos de Rusia, una misión sagrada.
Así como en las castas dominantes de los países antioccidentales, existen en los países occidentales grupos no siempre minoritarios que jamás aceptaran la idea de que entre el sexo, como actividad reproductora y el género como identidad social y cultural, debe haber una diferencia. Por eso mismo nunca aceptarán que las constituciones reconozcan la diversidad de la vida en el marco de una igualdad que solo puede ser ante la ley.
Las demandas por más libertades, sean de sexo o de género (es decir, las demandas por la libertad de ser) son sentidas por los gobiernos autocráticos como una ofensa a la integridad del poder. Y en cierto modo lo son. Las libertades del ser siempre serán ofensivas –y contaminantes– para las autocracias y otras formas autoritarias de gobierno. Más todavía si esas formas sustraen los cuerpos a quienes se han adjudicado el derecho a controlarlos mediante los “dispositivos del poder” (Foucault) sean estos privados o públicos.
La democracia, se comprueba una vez más, no solo es una forma de gobierno, o no solo es un sistema político, sino sobre todo, un lugar de reproducción de la lucha por la libertad del ser, sea como ciudadano, sea como entidad corporal. Eso significa que alguna vez deberemos reconocer el legado político de esa línea intelectual iniciada por Freud quien estudiando la polimorfía sexual de sus pacientes logró separar a la reproducción de la sexualidad (separación entre sexualidad y género, según la terminología actual). Línea después continuada por Lacan, al entender que no es el objeto el que construye al deseo sino el deseo al objeto y, no por último, por Foucault, quien de modo directamente político planteó –ante el espanto de la patanería pseudointelectual- que no existe la represión corporal pues la represión será siempre corporal, sea ejercida en un cuerpo social, en un cuerpo laboral o en un cuerpo biológico y sexual (bío-poder). En otras palabras –y ese es el hueso de la proposición de Foucault- es imposible una liberación social sin una liberación corporal.
El ser no es solo una noción filosófica. El ser del humano es un cuerpo-ser y un ser-cuerpo. Eso quiere decir que las libertades originarias del liberalismo filosófico han bajado del cielo de las ideas para materializarse en el lugar donde pertenecen: el cuerpo humano. Ahora bien, ese encuentro entre la libertad como idea y la libertad como cuerpo que estamos presenciando en el asomo desordenado, anárquico, a veces exhibicionista y hasta antipolítico de los movimientos orientados a las demandas por la diversidad de género, porta consigo el sello de la revolución democrática occidental.
En efecto, las demandas de género se encuentran en continuidad con las demandas liberales del siglo XIX, con las demandas sociales del siglo XX, con las demandas feministas de los siglos XX y XXI. Frente a todas esas demandas han surgido contramovimientos e incluso contrarrevoluciones, muchas veces triunfantes. Con mayor razón aparecen con furia en países como China, Rusia e Irán, donde nunca ha habido ni siquiera un asomo de revolución democrática.
No son pocas las críticas a la exclusividad del G7, o al hecho de que sus participantes no hayan invitado a Rusia o China a formar parte de la institución. El problema es que si China o Rusia hubieran formado parte del grupo, una declaración a favor de la libertad y de las diferencias como fue la firmada por los gobiernos presentes en Hiroshima, no habría sido posible.
Hay momentos en que Occidente necesita estar a solas consigo. Hay momentos también en los que la democracia debe ser desafiada para entender todo lo que perderíamos si es que alguna vez ella se nos va. Todos sabemos, por ejemplo, lo que significaría para la ciudadanía ucraniana una rusificación forzada o para la población de Taiwan, una desoccidentalización no menos forzada. Las libertades nacieron no solo para gozarlas, también para defenderlas.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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