Los buenos y los malos, por Fernando Mires
@FernandoMIresOI
Sabotaje, la tercera con Falcó, mantiene la línea que ha trazado a su alrededor Arturo Pérez-Reverte. En todos sus niveles: Acción, suspenso, potencia narrativa, erótica elevada al cubo y sobre todo, representación descarnada de la maldad que anidaba en la España de la tantas veces mitificada Guerra Civil. Pero no me voy a sumar esta vez al larguísimo listado de elogios, que a Pérez-Reverte les sobran.
Baste decir que es imposible leer sus libros y respirar con tranquilidad al mismo tiempo. Esta vez solo me limitaré a rondar alguna de sus tesis. Sí, estimado lector; usted leyó bien: tesis. No es que crea haber leído un libro científico (Dios me libre) Cuando digo tesis me refiero al hecho de que alrededor de la trama, no solo en este libro -pero en este de modo explícito- andan circulando cuatro tesis que rozan puntos cruciales de la filosofía política moderna. Y a riesgo de que Pérez-Reverte se espante si tiene la mala fortuna de leer estas líneas, formularé mis tesis en el más estricto sentido académico:
- La novela Sabotaje nos demuestra que los conceptos acerca de lo bueno y de lo malo son relativos y no absolutos. En sus páginas no hay buenos ni malos porque en ellas tampoco hay causas buenas ni malas.
- Existe una diferencia radical entre la realidad de los intelectuales y la realidad- real. La intelectualización de la Guerra Civil española ha prestado un pésimo servicio a su historiografía. Ha llegado la hora de desmitificar los hechos. Aunque “solo” sea con una novela.
- Sin embargo, y a pesar de todo, hay seres buenos y seres malos.
- El mal es banal cuando requiere de una justificación.
Y ahora, como dijo Drácula, vamos por partes.
La relatividad de lo bueno y de lo malo comienza con un epígrafe: La Rochefoucauld: “hay héroes tanto en el mal como en el bien”. Eso significa que para ser un héroe no se necesita ser bueno. La bondad -si tomamos en cuenta que la mayoría de los héroes han sido grandes carniceros- puede convertirse incluso en un obstáculo para la heroicidad. En otras palabras, no hay ningún motivo para suponer que los fascistas eran mejores o peores que los comunistas.
No hay ningún argumento para creer que un muerto fascista es mejor que un muerto comunista y viceversa.
No hay ningún indicio para pensar que si los comunistas hubiesen ganado la guerra habrían sido más condescendientes con el enemigo (en cierto modo Franco salvó a Carrillo de convertirse en el Ceausescu español) No hay ninguna razón para imaginar que Falcó era mejor o peor que Eva, su nunca olvidada mujer-espía-soviética. De ahí que ese capítulo de sincerización entre los dos agentes secretos, Falcó, al servicio de los franquistas, y el ruso Pavel (Pablo) encargado policial de Stalin en España, sea uno de los mejor logrados en la literatura política moderna. Cinismo pero también franqueza. Crueldad pero también objetividad. Y, sobre todo, profesionalidad en el arte de matar sin gusto ni amor, solo por necesidad.
Definitivamente la novela de Pérez- Reverte no fue escrita para “macarras de la moral” (Serrat) Tampoco para intelectuales de la guerra. Esa guerra -lo repite Falcó hasta el cansancio- “no es mi guerra”. Y con esto pasamos a la segunda tesis.
Se la tenía guardada Pérez-Reverte. Su inquina en contra de esa multitud de intelectuales que desde todos los cafés de Europa, rodeados de los mejores licores y aún mejores hembras, revivirían la teoría de la guerra justa, la del comunismo en contra del fascismo, es más que evidente. Y justificada. Al final nadie logró ocultar la terrible verdad formulada por el comunista Pablo “si los republicanos dedicaran las mismas energías que destinaron a destruirse entre sí, los fascistas habrían sido aniquilados hace tiempo”. Esa era la realidad bruta. El deseo de matar precedía a la guerra. Así lo dice Pérez-Reverte: “El comunismo y el anarquismo penetran en un pueblo que lleva siglos queriendo ajustar cuentas consigo mismo y que en su mayor parte apenas saben leer”.
Ya, por cierto, Simone de Beauvoir en su ya casi olvidada novela Los Mandarines había expuesto la encrucijada en la que se encontraban los intelectuales de izquierda a mediados del siglo XX. O ser fiel a la verdad y revelar los innumerables crímenes de Stalin, o callar, como hizo Sartre, con el pretexto de “no hacer el juego al enemigo”. Dilema vuelto a presentar por Pérez-Reverte en la figura trágica de Leo Bayard, premio Goncourt, seguidor de la causa republicana y admirador incondicional de Stalin de quien fue otra de sus víctimas, después de un macabro tramado tejido por Falcó.
Parece ser cierto lo del humano que tropieza con la misma piedra. Similar mistificación de los procesos revolucionarios la viví yo mismo desde una perspectiva latinoamericana en los días que siguieron a la revolución cubana. Era difícil declararse intelectual en esos tiempos sin profesar pleitesía a Fidel Castro. Si Cortazar, García Márquez, Vargas Llosa lo hacían ¿qué quedaba para nosotros, jóvenes y diletantes marginales? Tuvieron que pasar muchas cosas para que ocurriera el deslinde, y aun así, algunos no fueron capaces de dar el paso.
La Habana fue durante los sesenta una olla cultural: congresos de escritores, amores rojos, la casa de las Américas cobijando hasta a los poetas más despelotados, como tan fieramente los ridiculizara Roberto Bolaño en los Detectives Salvajes. ¿De dónde viene esa libido intelectual por las revoluciones? Pienso que Pérez-Reverte dio en el clavo cuando hizo declarar al desdichado Bayard: “Así como la Inquisición no mermaba la dignidad clásica del cristianismo, esos procesos (de Moscú) no mermarían las del comunismo”. No pudo ser mejor dicho: la ideología era para Bayard un sustituto de la religión.
Así se prueba una vez más que el largo proceso de secularización fue más institucional que espiritual. En gran medida la separación entre iglesia y estado dejó en muchos intelectuales una suerte de “vacío de Dios”, vacío que solo podía ser llenado con algo que se pareciera un poco a la religión que denostaban. Los comunistas llenaron ese vacío con el consumo de un marxismo teleológico desvinculado de Marx y convertido en “el opio de los intelectuales” (Aron). Pocos, aún en nuestro tiempo, tienen la prestancia de Pérez Reverte para ajustar cuentas no solo con los mitos sino también con los mitómanos. Y en ese punto el gran escritor fue implacable con los frívolos bienvivientes de las artes y de las letras, comprometidos desde fuera con una república cuya realidad ignoraban. Por eso Pérez-Reverte dejo a Hemingway, literalmente, en el suelo.
No así a Picasso. Tal vez porque descubrió en Picasso algunas particularidades similares en Falcó. El mismo apasionado deseo por las mujeres bellas; un mal disimulado gusto por el dinero y, no por último, un cierto impulso destructivo que llevó al inculto Falcó a entender la pintura de Picasso mejor que muchos de sus contemporáneos. Algo que advirtió Picasso cuando dijo: “un cuadro es la suma de sus destrucciones”. Y luego dibujó a Falcó sin cobrarle un franco. ¿Falcó la cara criminal de Picasso y Picasso la cara artística de Falcó? Puede ser.
¿Significa todo esto que Pérez- Reverte postula una suerte de nihilismo semi-nietzscheano? según el cual “¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor!” (Santos Discépolo) ¿Qué recomienda un relativismo moral donde todo es malo y bueno y ninguna de las dos cosas a la vez? ¿Un eclecticismo ético donde todo está permitido si los deseos elementales así lo solicitan? Si alguien piensa esto, no voy a defender a Pérez-Reverte, entre otras razones porque la mejor defensa ya la escribió el mismo. Lo hizo en un libro. Uno de sus mejores. Su título es precisamente Hombres Buenos ¿Qué es un hombre bueno para Pérez-Reverte? Para responder a esta pregunta, hay que pasar a la tercera tesis: Hay hombres buenos.
Según Pérez-Reverte: “En España, en tiempos de oscuridad, hubo hombres buenos que orientados por la Razón, lucharon por traer a sus compatriotas las luces y el progreso. Y no faltaron quienes estaban en su contra”.
Dos hombres, el bibliotecario Hermógenes Molina más conservador que liberal y el almirante Pedro Zárate, más liberal que conservador, viajan a París, arriesgando sus vidas entre bandoleros y agentes de la reacción hispana para adquirir con fondos de la Real Academia los 28 volúmenes de la Enzyklöpedie de D`Alambert y Diderot, prohibidos en España. Dos hombres amantes de la cultura y del pensamiento cuyo único objetivo, según Pérez-Reverte, era traer luces a la oscuridad, orientados por la razón.
Aunque quizás usted no lo crea, Pérez- Reverte es platónico. Un hombre bueno es -según el escritor- el que busca a la luz en medio de la oscuridad a través del pensamiento. Pero va más adelante: para alcanzar la luz, un hombre bueno es capaz de arriesgarlo todo. Y bien: eso es justamente lo que no hicieron los intelectuales adictos al comunismo. Sabiendo que existía la luz (la verdad) prefirieron no verla mirando para otro lado. ¿Y Falcó? ¿Era un hombre bueno? En ningún caso. Hora entonces de pasar a la cuarta y última tesis. Falcó era un asesino, pero – y esto es importante- no era un asesino banal.
Naturalmente, me estoy refiriendo a la tesis siempre mal entendida acerca de la banalidad del mal, según Hannah Arendt. De acuerdo a la filósofa política, el mal -de acuerdo a Kant- es siempre radical, es decir, tiene su origen en las profundidades más insondables del ser. Pero -y esta es la mayor monstruosidad- el mal puede ser banalizado. Y por lo común, el mal, cuando se ejecuta es, por sus ejecutores, banalizado. La banalidad del mal es simplemente la justificación del mal por razones superiores.
En los seres mediocres el mal se justifica por el cumplimiento de órdenes. En los más elevados, por razones ideológicas. Falcó, apuesto e inculto, lo comete por órdenes superiores a las cuales algunas veces transgrede. Pero jamás por razones ideológicas. Al lado de los fascistas que mataban en nombre de una tradición que nunca había existido y de los comunistas que mataban por un futuro que nunca existirá, Falcó luce incluso honesto. Mataba simplemente porque le pagaban. Nunca sintió deseos de matar, aunque, no podía ocultarlo, arriesgaba siempre la posibilidad de morir. Nunca intentó justificar asesinatos con ninguna razón, ni superior ni inferior. Era un hombre malo porque sencillamente vivía un momento malo de la historia, uno donde todos se mataban entre sí, sin misericordia ni perdón. Falcó, creo que una vez lo dije, era un héroe de su tiempo. Nada más ni nada menos que eso.
A diferencias de los Hombres Buenos quienes llegaron a ser entre sí, amigos, Falcó nunca tuvo amigos, cuando más, leves circunstancias amistosas. Amores tuvo solo uno, aunque evadía su evidencia. En Sabotaje, Eva no aparece físicamente pero está más presente que nunca. Su presencia es su ausencia. Falcó la amaba. En la profunda oscuridad de su alma ella era su única luz.
Falcó era malo, pero malo con clase.
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