Los científicos pueden ayudar a reconstruir confianza en la ciencia, por Laila Sandroni
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En los noventa, el pueblo Tuninambá de Olivença, en el sur de Bahía, Brasil, presentó un reclamo por reconocimiento étnico que fue conferido oficialmente recién en 2001. Sin embargo, el proceso de demarcación de su territorio nunca se concretó. Simultáneamente, un grupo de científicos y ONG comenzaba a presionar al Gobierno para ampliar las áreas protegidas en esa misma región debido a la deforestación.
En 2007, los conservacionistas consiguieron implantar un Refugio de Vida Silvestre sobre parte de las tierras indígenas que, sin la aprobación del Ministerio de Justicia, carecía de seguridad jurídica. Y así, las tierras de los tuninambás, aledaño a la reserva biológica, se convirtieron en refugio, especialmente para el tamarino león de cabeza dorada, una especie de primate, mientras las prácticas ancestrales del cultivo a través de la tala y la quema comenzaron a ser multadas por las autoridades. Mientras que esto pasaba, a escasos kilómetros de la reserva, grandes empresas seguían abriendo enormes cráteres en la selva para la extracción de arena.
La mayoría de los datos utilizados para apoyar decisiones como la de crear un Refugio de Vida Silvestre proceden del uso de imágenes satelitales y de los Sistemas de Información Geográfica (SIG). Estas nuevas tecnologías han proporcionado imágenes detalladas de los cambios en el uso del suelo, lo que ha permitido a la humanidad ser más consciente de los procesos de deforestación.
En la Amazonía, mientras la emergencia climática exige aumentar los esfuerzos de conservación, la selva está siendo devastada. La red Xingu+ demostró un aumento de la deforestación del 1.857% entre 2020 y 2021 en la tierra indígena Ituna-Itatá en el estado de Pará, en el norte del país.
En esta línea, la iniciativa Mapbiomas, un conjunto de institutos científicos, empresas tecnológicas y organizaciones de la sociedad civil que analiza los datos sobre la cobertura del suelo en Brasil, muestra que la Amazonía perdió casi 200.000 kilómetros cuadrados de bosque en los últimos 34 años, una superficie superior a la de Uruguay.
Es evidente que el grado y ritmo de destrucción de ecosistemas como la Amazonía se está acelerando a pesar de los innumerables avisos de la comunidad académica sobre los efectos catastróficos de la deforestación para la economía, los medios de vida y el clima. El problema es que estos datos se han utilizado para recomendar y aplicar políticas de forma injusta, como demuestra claramente el caso de las tierras de los tupinambás.
Pero este no es un caso aislado. En el municipio colombiano de Guasca, a unos 60 km de Bogotá, la toma de decisiones sobre políticas de conservación, influenciadas por fundaciones privadas, ONG y científicos con base en datos ecológicos, se ha traducido en enjuiciamientos y castigos económicos a campesinos por desarrollar actividades de agricultura y ganadería tradicionales.
La distancia entre las máquinas y los humanos
La increíble distancia entre las máquinas que sobrevuelan a cientos de miles de kilómetros para hacer fotografías y el territorio que habitan las personas genera una enorme desconexión, que se materializa en ocasiones en políticas deshumanizadas. Esto ha creado una enorme desconfianza en amplios sectores de la sociedad hacia la ciencia.
A esto hay que sumarle que, en esta era de la «posverdad», la interpretación científica de la realidad está siendo tan cuestionada que se ponen en duda hechos obvios como la deforestación a gran velocidad que se está produciendo en todas las selvas brasileñas.
Desde la academia, la tendencia es señalar a aquellos que buscan activamente deslegitimar la ciencia a través de la difusión de noticias falsas, la creación de teorías conspirativas, la desinformación y la información engañosa. ¿Pero sería correcto señalar a quienes están del «otro lado» de las barricadas de la verdad como únicos responsables del lío en el que nos hemos metido?
Una parte menos visible del problema es que quienes cuestionan la ciencia basan sus reclamos en un defecto bastante real de la propia producción de conocimiento. Y es que los científicos tienden a considerarse dueños de la única verdad, presentada recurrentemente al público como una “caja negra” inviolable.
En la conservación de la biodiversidad, las decisiones sobre dónde y cómo instalar áreas protegidas se basan normalmente en datos ecológicos científicos, que, aunque son rigurosos, no representan toda la realidad. Esas decisiones suelen dejar de lado las perspectivas de quienes viven en las áreas que deben ser protegidas, incluyendo las poblaciones indígenas que durante siglos vivieron en estos ecosistemas y que no tienen acceso a las vías institucionales, a diferencia de las agencias ambientales, para garantizar sus propios derechos.
Esta arrogancia causa muchas veces problemas reales para las comunidades que habitan los territorios. Por ello, las políticas y acciones medioambientales basadas únicamente en recomendaciones científicas generan muchas veces rechazo y sensación de exclusión entre los afectados. Este escenario repetido, a su vez, fortalece el cuestionamiento de las instituciones científicas, y de esta manera la comunidad científica en su totalidad también termina siendo afectada.
La necesidad de una «nueva ciencia transdisciplinar»
Entonces, ¿cómo podemos los científicos ayudar a recuperar la confianza en la ciencia? ¿Cómo podemos utilizar la enorme cantidad de datos que nos ofrece la tecnología para intentar frenar la pérdida de biodiversidad y el cambio climático, pero también para mejorar la vida de las personas? ¿Cómo puede contribuir la ciencia a construir un mundo más justo desde el punto de vista social y ecológico?
Para encontrar una salida al problema de la posverdad, la ciencia debe empezar por cuestionarse a sí misma. Y si bien el rigor del análisis científico y el afán de objetividad son cruciales para avanzar hacia un futuro más sostenible, gritar y vociferar que los científicos tienen la única verdad o seguir insistiendo en que la ciencia es la única fuente legítima para la toma de decisiones medioambientales no nos ayudará.
Los retos a los que nos enfrentamos en la actualidad en materia medioambiental están llenos de riesgos e incertidumbres que deben ser abordados desde diferentes perspectivas que compongan un panorama más amplio y dejen espacio al diálogo. Es necesaria una transición hacia una ciencia más abierta que aprenda a relacionarse con otros tipos de conocimientos como la práctica de la elaboración de políticas y los conocimientos indígenas.
Esta nueva perspectiva de cómo hacer ciencia, denominada «ciencia transdisciplinar», es un proceso de producción y circulación de conocimiento que a su vez reúne diversas visiones del mundo y tiene como objetivo llegar a soluciones dialogadas a problemas reales de diferentes escalas.
La difusión de este tipo de ciencia puede ayudarnos a recuperar la legitimidad y la confianza en los esfuerzos científicos, pero no a través de compromisos tecnocráticos sino democráticos.
Los científicos tenemos que aprender a trabajar con la diferencia y reconocer nuestro lugar como intermediarios de la diplomacia y el pensamiento crítico sobre problemas complejos para construir soluciones junto a la gente y para la gente.
Laila Sandroni. Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro con un postdoctorado en Ecología Aplicada por la Universidad de São Paulo. Especializada en prácticas de investigación transdisciplinar y procesos inclusivos de conservación de la biodiversidad.
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