Los días con Teodoro y la batalla democrática, por Javier Conde
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Se sabe que fue guerrillero y anduvo clandestino y a su aire, cayó preso más de una vez, se fugó en escapes de película, parió un partido renovador, y dudaba de la inútil unidad con la izquierda borbónica. Lo llamaron reformista, revisionista y hasta traidor. Escribió mucho y bien sobre el socialismo, la superioridad de los iluminados y la Venezuela chavista, candidato presidencial del 6% histórico y ministro salvador. Herido en su MAS, eligió mientras esperaba en la bajadita, teclear día tras día desde un diario a su semejanza –TalCual– por la democracia moribunda: contra la pretensión de uno y los extravíos de otros. Teodoro Petkoff se fue hace cinco años.
Teodoro –así lo llamaban todos– llegaba a las 6:30 am a TalCual, que en sus primeros años de vida se mudó desde los galpones de The Daily Journal en Boleíta, espacio que puso a la orden Hans Neuman, socio a partes iguales de la aventura editorial, a una amplia oficina en el edificio Mene Grande, al lado del Centro Plaza, cedida por uno de tantos amigos del director, y luego al edificio Pascal, unas cuadras más al este, pegado a la primera avenida de Santa Eduvigis. Quedaban dos horas y pico para el cierre de la edición, que debería estar en la calle antes del mediodía. Un vespertino era un castigo diario, solo saldado con sus mordaces primeras páginas.
Saludaba a gritos a los pocos que estábamos a esa hora en el diario, dos o tres periodistas que apuraban las últimas notas, Carmelo Chillida en la edición de los textos, quizás aún con el juego de pelota en el cuerpo al que había asistido en la noche al Universitario y que no paraba de comentar a Héctor Becerra; Oswaldo Barreto rematando hasta el último minuto su columna, y él descargando su fiereza, también su tino, sobre la computadora para parir la nota editorial –la joya de la corona del periódico– al que luego el holandés seducido por el Caribe Kees Verkaik incorporaba su ilustración o, en ocasiones, Shymmy Azuaje se inventaba un montaje como aquel brazo largo con su mano que se estiraba desde el retrato de Bolívar, a las espaldas del caudillo, hasta la boca del desmesurado e infatigable orador del Aló y las cadenas o aquel otro montaje donde la figura del mandatario sonriente sustituía a la de María Corina Machado al lado de George W. Bush bajo el título «Cochina envidia».
A las 8:00 am el texto estaba listo. Escribía rápido, claro, frenético y punzante. Citaba entonces a tres o cuatro a su oficina – Azucena Correa, su secretaría desde los tiempos parlamentarios, acababa de llegar y soportaba el pequeño tumulto– para leer el texto y oír pros y contras, de voces más radicales que las de él –un virus contagioso– que unas mañanas atendía y otras despachaba, con el tono enérgico de un hombre que venía de vuelta de donde otros ni siquiera olían, olíamos.
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Teodoro llamó golpe a lo ocurrido en abril de 2002, se opuso al segundo día –al segundo día– a la continuación del paro petrolero, no se retrató en la tragicomedia de la Plaza Altamira, cuestionó la deriva abstencionista, convenció tras bambalinas a Manuel Rosales a que reconociera su derrota en 2006 –fue una paliza– para insatisfacción de la mayoría de un sector que se creía mayoría. ¿Se equivocó? Nadie es perfecto, decía Billy Wilder. Tampoco Teodoro. Pero tenía entre ceja y ceja lo que se proponía con TalCual. Desde el final del segundo gobierno de Rafael Caldera, del que fue su ministro de Cordiplan, vio con nitidez la necesidad de un periódico para el combate político. Por eso aceptó ser director del diario El Mundo, de la Cadena Capriles, que revitalizó con su editorial hasta cavar su propia tumba al desatar presiones sigilosas y certeras del nuevo poder en Miraflores.
Menos de seis meses después, el lunes 3 de abril de 2000, aparecía TalCual con su ya emblemático «Hola Hugo». Era director y dueño hasta el final de su existencia, como ocurrió hace cinco años.
¿Habrá sido más feliz que en los días de TalCual? ¿Es una pregunta banal? Disfrutó de una audiencia que quizás antes nunca tuvo, para coger línea de su editorial o para cuestionarlo. No le era indiferente a nadie. El propio Hugo Chávez, tan dado a la sorna y la descalificación, fue cauto al referirse a él.
Su oficina era un hervidero de visitas políticas nacionales y extranjeras. También de periodistas de cualquier parte que querían saber qué ocurría en Venezuela. Nunca dejó de leer, de ir al cine, de escribir – Una segunda opinión (2000), con Ibsen Martínez y Elías Pino Iturrieta–, Dos izquierdas (2005), Solo los estúpidos no cambian de opinión (2006), con Alonso Moleiro, El socialismo irreal (2007), El chavismo como problema (2010), entre otros–. Tenía tiempo para escudriñar las estadísticas de beisbol de su diario, ofrecía la cola con él al volante como un Fittipaldi, y con demasiada frecuencia estampaba en la espalda un palmotazo de incontenible alegría –y dolor– aunque se tratara de la espalda de la siempre risueña Laurita Pérez, no la simpar de Caurimare sino de Cumbres de Curumo. Fina y curiosa diseñadora. Tampoco dejaba de decir «mi llave».
Entre tantas cosas que escribió nada me impactó más –con perdón de Checoslovaquia: el socialismo como problema 1969)– que Proceso a la izquierda o de la falsa conducta revolucionaria (1976), que ya no recuerdo cómo fue a parar a mis manos, alguien me lo prestaría o quizás lo compré en la librería de UCAB Libre, ubicada a la entrada del tercer módulo del edificio aulas de la universidad, donde se conseguía literatura contestataria.
Petkoff ataca sin piedad la actitud envalentonada y perdona vidas de quien se sabe dueño de la verdad y del futuro. Para un joven inquieto y despistado –andaría en mis 20 años o poco más– fue un sobresalto, un fogonazo. Observo, ahora, que hay un hilo conductor entre aquella crítica a sus pares y la que mantuvo contra opositores atolondrados jugando, con toda su rabia, a favor del adversario. El primer disparo –verbal– era contra su propia gente con la que compartía más desventuras que éxitos. Que sería también el credo de TalCual.
El diario tuvo eco desde su primera edición y se acrecentó en los meses siguientes. Varias decenas de miles de ejemplares cada día eran puestos en los kioskos y en las cabezas de los pregoneros en sitios escogidos de la ciudad. Nunca vivió con holgura y pronto se consumió el capital que Teodoro y sus amigos reunieron –y que Neuman igualó–, entre los gastos de impresión, las comisiones de quienes los distribuían y el pago de una nómina abultada, como demostrarían los acontecimientos que estaban a la vuelta de la esquina.
Con el paro petrolero, de TalCual salió la mitad de su personal, 40 de 80. No había recursos para pagar la doble indemnización. Los que salieron presentaron su renuncia, para evitar ese pago doble, y los que se quedaban aceptaron la reducción de su sueldo a la mitad. Era la única forma de salvar al diario. Todo fue discutido y acordado en asambleas abarrotadas. Solo una periodista reclamó su indemnización completa y la recibió. Para los otros una promesa: «si esto se recupera, se pagará la diferencia», decidió Petkoff, aunque ya no era una exigencia legal. Y en los años siguientes uno a uno fueron ingresando en nómina y cobrando, hasta saldar por completo «la deuda moral».
TalCual fue a principios de siglo eso que ahora se llama «periodismo sin fines de lucro», que ha dado lugar a portales independientes, más pequeños y con focos particulares, ante la crisis del modelo de negocios habitual que, a la par, supuso el viraje de las líneas editoriales. Fue también como los Expos de Montreal –Teodoro hacía el simil beisbolero–, un equipo con talento humano pero al que el título le era esquivo. En el diario se formó un line up de jóvenes periodistas que fueron tentados, y con razón, por empresas comunicacionales más sólidas en infraestructura, recursos y alcance. Pero siempre aparecía el o la rookie del año.
En la segunda de sus muchas vidas –TalCual sigue en versión online– el periódico se volvió matutino y repuntó en su circulación, tras un notorio bajón derivado del desencanto de capas medias aún animadas por el «vete ya» y ariscas a la reflexión política. Encontrar la ruta democrática para el cambio político, que fue el libro de estilo del diario, supuso deslindar campos y es aún una tarea inconclusa, a la que parece alumbrar el domingo 22 de octubre.
La voz de Teodoro se hubiera dejado escuchar en otras circunstancias pero se apagó el 31 de octubre de hace cinco años. También quedó sin concretar un proyecto que compartimos con él –Sebastián de la Nuez y yo– de contar en detalle su fuga en febrero de 1967 desde el Cuartel San Carlos: un doble escape metro a metro por aquel túnel desde los barrotes de la cárcel, y desde la prisión de unas ideas escasas de miras y apuradas en fracasar.
Fue publicado originalmente en lagranaldea.com
Javier Conde es periodista hispano venezolano y es articulista del diario El Progreso de Lugo (España)
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